Días después, Karen reconoció que no supo manejar la situación con Serena. Oscar se recargó en el auto azul de la mujer y la escuchó con atención.
—Creo que no debí llegar con ella demandado respeto por los derechos de Tomy, si yo fui la amante… —señaló con falsa pena, mirando al hombre de overall.
Sentía una especie de atracción y repulsión por él que no podía explicar. ¿Por qué tenía que ser un miserable mecánico?
—Entonces, hay esperanza —respondió la voz gruesa del hombre.
—Eso quiero creer —musitó Karen con una sonrisa—. Tampoco puedo evitar el sentimiento de rabia que me invade cada vez que la veo —terminó estallando, cambiando rápidamente de ánimo.
—Supongo que para ella tampoco es fácil —insistió Oscar en algo que ya le había señalado.
—Serena no demuestra nada de emociones. Ella no siente nada. Siempre está en calma, acechando, y de pronto, ¡suelta todo su veneno!
—Una muy buena razón para ser prudente.
—¿Y si no puedo contenerme, Oscar? —dijo ansiosa—. ¿Si no puedo controlar las ganas que tengo de arrancarle la cabeza? —mostró su lado rencoroso al hacer el ademán—. Porque apenas pienso en ella, recuerdo que con solo mover un dedo podría salvar a Tomy y no quiere… —apretó los puños con ira.
—Karen, intenta ponerte en su lugar… no para que te genere empatía, que ya vi que no va a pasar, sino para que sepas cómo piensa y cómo puedes acercarte sin volver a terminar en un problema mayor.
—¿Cómo puedes pedirme eso? —lo miró echando chispas—. ¿Acaso ya la viste y te impresionó con todo el lujo que la rodea? —le reprochó con un grito que atrajo la atención de los demás mecánicos.
Oscar se irguió. Le molestaba esa actitud altanera e irrespetuosa.
—Sabes que no la conozco —respondió acercándose a ella, controlando apenas lo incómodo que fue su reclamo.
—¡Pues pareciera que sí!
Oscar la tomó suavemente por los hombros.
—No discutas conmigo, solo quiero ayudarte a conseguir ése apoyo, no importa que después se lo regresemos.
La hermosa morena se tranquilizó. Se mostró apenada, lo miró con aparente arrepentimiento hasta que vio el rostro masculino suavizarse. Enseguida, lo abrazó.
—Lo siento, no debí gritarte.
Frank se les quedó viendo y desde lejos se burló de su amigo. Oscar ignoró el movimiento de cabeza burlón. No importaba lo que pensara, lo único que deseaba era que Tomy estuviera sano.
Rafael vio a Serena salir de la casa seguida de una chica del servicio quien la protegía de la llovizna con una sombrilla tan negra como las nubes que había en el cielo. La joven viuda frunció el ceño al ver que el cabello canoso de su chofer estaba húmedo. El viejo quiso bajar la mirada cuando la endurecida expresión de la joven se posó sobre él.
—Buenos días, señora —saludó parado junto a una Lincoln.
—Deme las llaves, Rafael —ordenó Serena, sin emoción—. Hoy manejo yo.
—Pero señora, no es automático.
—¡Ya sé que no es automático! —replicó enfadada.
—Puede ser peligroso para usted conducir con éste clima —señaló indeciso entre darle las llaves o convencerla.
—Rafael —se le acercó amenazante y le advirtió: —Usted y sus virus son un peligro para mí. Deme las llaves.
—Me siento bien —respondió el viejo, intentando a duras penas controlar la comezón en su garganta.
—Escuché su molesta tos toda la noche, así que se imaginará que no me dejó dormir —le hizo ver sin perder el gesto serio—. Entonces, obedezca porque de lo contrario, créame que no querrá verme molesta.
La chica de servicio lo miró con preocupación y le suplicó con la mirada que hiciera caso. Rafael buscó las llaves de la lujosa camioneta, en el bolsillo de su pantalón.
—Pero señora… —musitó aún, tentando su suerte.
Serena le arrebató el llavero de la mano cuando se lo ofreció.
—Ahora váyase —le ordenó apretando el bolso rectangular bajo el brazo—. Llévatelo Cira —miró a la chica de servicio—. No quiero verlo rondando por la casa cuando regrese, y tampoco quiero enterarme de que anduvo por allí esparciendo sus microbios.
Rafael miró a la hermosa mujer. Ese día, lucía especialmente bella con ese vestido esmeralda y el cabello recogido.
—Usted manda —terminó aceptando su decisión, liberando al fin esa tos que le molestaba.
—Y no lo olvide —respondió ella, encaminándose sobre los altos tacones hacia la puerta del conductor.
Nuevamente estacionada, frente al lujoso edificio, estaba la camioneta de Oscar, quien desde allí podía ver la imponente entrada principal, una gran fachada de cristal.
—Ahora entrarás e irás directo con la secretaria.
—Si, pero… —Karen miró su reloj de pulso—. Aún es temprano y ella llega después de las nueve. Esperaré un poco más —dijo mirando a la calle—. Serena nunca entra por el estacionamiento, Rafael la deja por aquí.
Oscar frunció el ceño.
—Tal vez ya llegó.
—No lo creo. Aunque podría ser… —murmuró insegura y abrió la puerta—. Iré a su oficina.
Karen no lo invitó a acompañarla, tan solo bajó en medio de la llovizna y corrió al interior. Oscar esperó diez minutos hasta que la lluvia cesó. Bajó de la Land Rover y subió a la acera. Estaba aburrido hasta el bostezo.
Escuchó varias bocinas de autos sonar una y otra vez. Sintió curiosidad por saber a quién le tocaban el claxon con tanto entusiasmo.
Levantó las cejas viendo al culpable. Era el chofer de una lujosa Lincoln dorada. Evidentemente, conducía muy mal, pensó al escuchar los mortales cambios de velocidad en un vehículo estándar. Era afortunado por no estar detrás o adelante de esa camioneta, pensó metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón. Sonrió, sintiendo pena por el pobre chofer abucheado, pero más por quienes lo rodeaban.
—Qué inconsciente —musitó con la vista fija en el vehículo.
Suspiró y bajó la cabeza un instante. Miró sus botines de cintas. Cuando levantó la vista, su expresión cambio radicalmente. El gesto en su rostro se congeló. La Lincoln había girado en la esquina. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. La gran camioneta se empezó a pegar demasiado a la acera y avanzaba en una dirección.
Oscar tuvo un mal presentimiento. Iba a volar por encima de su auto, ¿verdad? La respuesta dolorosa fue un rotundo no. La Lincoln trató de retomar el carril central, pero…
—No —gimió bajo. Iba a pasar demasiado cerca de su auto—. No —repitió con la mirada fija en la cosa dorada.
Meneó la cabeza, repetidamente; luego reaccionó al ver que el chofer no tenía intención de detenerse. Buscó las llaves en su bolsillo y no estaban.
—¡Oh Dios, oh Dios! —dijo tocándose el cuerpo una vez más. ¡Dónde rayos había dejado las malditas llaves!
Cuando al fin las encontró en el bolsillo trasero de su jean, las tomó y escuchó un crujir de metales restregándose. Se quedó quieto, escuchando en cámara lenta, como si el tiempo se detuviera.
Levantó la mirada lentamente y vio a su pequeña e indefensa Land Rover, siendo herida sin piedad, en la parte trasera, por un costado.
—¡Nooo! —gimió Oscar nuevamente, con la garganta muy apretada, llevándose las manos a la cabeza —. ¡No! —gritó al fin y corrió para detener al chofer, quien se adelantó a su petición—. ¡Dios mío! —se llevó una mano a la boca.
Vio la Lincoln pegada en su auto, sin poner atención al chofer que se bajaba.
—Mi ca-mio-ne-ta —susurró adolorido, caminando en dirección de la parte herida—. ¡Jesucristo! —casi lloraba mientras pegaba la mejilla en la ventana del piloto—. Mi pobre bebé.
Abrazó a su auto y cerró los ojos.
—¡No lo puedo creer! —exclamó la mujer que se acercó con prisa—. ¡Debí traer un carro y no éste tanque! ¡Ése rasguño saldrá carísimo!
Oscar sintió que del llanto pronto pasaría a la rabia.
—¡Claro que te saldrá carísimo! —replicó sin apartar la vista de los autos—. ¡Se talló la pintura y la carrocería se dañó!
Serena enmudeció al verlo. Lo recorrió con cuidado. ¿Era el mismo hombre del semáforo? Entreabrió los labios. No podía creerlo.
Mientras más se acercaba a ese hombre que parecía haber perdido a algún familiar, por la manera en que se lamentaba, más detalles le descubría.
—Pasé seis meses buscando partes originales para reconstruirte y ahora… ¡mírate! —. Serena lo escuchó lloriquear sin prestarle atención realmente más que a su físico.
Para empezar, era más alto de lo que se veía de lejos. Ella con los tacones que llevaba puestos medía un metro ochenta, pero al lado de ese hombre enorme, le llegaba a la nariz y se sentía pequeña. Debía estar cerca del metro noventa y tener más de cien kilos. Ella apenas pesaba sesenta y dos.
Tenía hombros tan anchos que aun con la chaqueta de cuero café, se apreciaba que tenía músculos bien desarrollados. Usaba jeans azules, a la medida y se extendían marcados en esas largas piernas, hasta terminar en unos… ¿tenis de piel negra con suela blanca? Levantó las cejas sorprendida. Eso decía mucho de su carácter.
Tal vez era su complexión robusta lo que le atraía. Pues no era un físico común entre los ejecutivos. No era delgado como Michael o su exmarido, pensó Serena. Era fascinante ver un cuerpo tan varonil y bien definido.
Además, olía a alguna fragancia masculina fresca que la hizo aspirar profundamente. De pronto detuvo su paso.
¿¡Qué demonios estaba pensando!? Se reprochó.
—¡Y todo por la imprudencia de…! —. Oscar manoteó en dirección de ella, sin verla, luego enmudeció abrazando la puerta.
—Mi camioneta es de agencia —fue lo único que el cerebro de Serena acertó a decir, para calmar las hormonas que había jurado tenía muertas. Se sintió tan estúpida por sentir que su piel vibraba por los nervios.
¿Cómo era posible que aún tuviera sensaciones y que ahora de manera inesperada la estuvieran idiotizando como si fuera una adolescente? Apretó los puños y estaba a punto de mirar en otra dirección para recobrar el aplomo, cuando por fin él se dio cuenta de que no estaba solo.
—¿Qué no sabes conducir? —reprochó Oscar, volteando a mirarla enfadado.
Sus ojos se encontraron y el silencio apareció de golpe. Ambos se observaron con detenimiento. Mágicamente, el tiempo se detuvo.
Oscar notó, por fin, a la bellísima mujer de cabello recogido en un chongo bajo, de rostro delicado y grandes ojos oscuros que no perdían detalle de él.
Su vestido de cuello en V mostraba un escote discreto y de buen gusto; además, se cubría con un abrigo largo.
Serena se embelesó con sus ojos, eran tan claros, tan azules…
—La verdad, nunca había conducido un vehículo que no fuera automático… —confesó naturalmente, sin sus poses de diva—. Creí que tras tomar una sola clase sería fácil —agregó en tono bajo—. Mi chofer tuvo la culpa, se enfermó —se excusó de la peor manera, volteando a ver su Lincoln.
—Pudiste tomar un taxi —le sugirió el embelesado hombre con suavidad. Estaba perdido en su belleza absoluta, en haber vuelto a encontrar a esa mujer que le robó la atención aquel día en el boulevard.
—Tienes toda la razón. Ahora lo sé.
—Perfecto —respondió Oscar, tratando de ya no mirarla tanto, pero se sentía atraído como un imán—. Ahora, ¿podrías mover tu camioneta de encima de la mía?
Serena despertó del sueño. Sacudió un poco la cabeza, mirando extrañada su cara sin expresión.
—No está encima —señaló como si exagerara. Miró en esa dirección y levantó las cejas—. Oh… bueno, tal vez un poco —dijo con algo de preocupación. Se mordió un poco el labio inferior y sin pensarlo extendió la mano hacia él para ofrecerle las llaves de la Lincoln—. ¡Muévela tú!
Oscar la miró incrédulo y con la visión fija de su cara se perdió nuevamente. ¿Por qué no podía dejar de admirarla? ¡Qué hermosa mujer! Volvió a pensar, cuando una suave ventisca llegó a su nariz, impregnada de su perfume femenino y delicado a flores.
Recorrer su rostro de seda no le ayudó en lo más mínimo. Se sentía atraído por esa criatura majestuosa y lo único que pudo pensar fue en qué parte de ella desearía besar primero. ¿La piel suave de su largo cuello delgado o su boca? Miró los labios… definitivamente sería su boca. Estaba más cerca de su altura.
Se humedeció los labios y ese gesto descontroló a Serena. Le puso las llaves en la mano, como si le quemaran.
—Sí, es una buena idea —dijo estupidizado por el hechizo que esa mujer le lanzó encima.
Serena sintió la calidez del hombre, cuando su mano rozó la suya y se estremeció.
—Por allá está la entrada al estacionamiento —señaló perturbada—. La camioneta siempre queda estacionada cerca del elevador.
—¿Sí? —inquirió esa voz tan ronca que la hizo tragar saliva y moverse hacia la acera.
—Sí… —respondió cerrándose el abrigo para cubrir el cuerpo aún más.
—Tal vez deberías venir conmigo.
—No, yo nunca entro… —por el estacionamiento, pensó mientras pausaba perdiéndose en sus ojos de cielo—. De acuerdo, vamos —contestó como poseída por algún espíritu que no era el de ella.
Dentro de la Lincoln, apareció una tensión peculiar. No era por incomodidad.
—Supongo que aquí trabajas —dijo Oscar rompiendo el hielo.
—Si —respondió la mujer viendo cómo esas manos rudas tomaban la palanca de la camioneta con tanta habilidad y calma. Empezó a fantasear con que podrían tratar con la misma delicada experiencia el cuerpo de una mujer.
Se aclaró la garganta. Ella nunca había fantaseado sexualmente con nadie. Había quedado demasiado herida como para desear fuertemente la intimidad con un hombre.
—¿Eres una alta ejecutiva? —preguntó notando la clase que su ropa y su aspecto en general señalaban.
—Sí —Serena disfrutó el hecho de que no supiera quién era—. Muy alta —agregó, orgullosa.
—Eso explica que tengas un auto así —murmuró Oscar viendo el lujoso interior y de paso sus lindas, largas y delgadas piernas.
—¿Y tú, qué haces? —preguntó ella, dejando que la curiosidad le ganara.
—Soy mecánico —respondió sin dudar, sin avergonzarse, tan orgulloso de su profesión como ella de la suya. Levantó la mano de la palanca para mostrarle que aún tenía huellas del trabajo —. A veces la grasa no sale tan bien como quisiera —sonrió, sintiéndose de alguna manera menos incómodo con ella que ante Karen.
Serena lo observó detalladamente. Bajo el bronceado en su gruesa piel, podía adivinar que su textura era más clara, incluso que la suya. También notó que era mayor de lo que creyó. Tenía unas arruguitas alrededor de los ojos que le daban madurez y sensualidad. Apartó la vista y miró al frente.
—No luces como el común de los mecánicos —indicó mirando sus propias manos tan finas como delgadas.
—¿Y cómo debería lucir según tú? —preguntó conduciendo, sin mirarla.
—No, sé realmente… Tú te ves… bien… —no iba a decirle que le parecía que era guapo.
—Dudo que visites muchos talleres —la miró un instante.
—Buena deducción. Ni siquiera cuando un vehículo necesita trabajo mecánico. Nunca me he parado en un lugar así.
Oscar sonrió y ella se abstuvo, después de todo no tenía motivos para sonreír si su vida se limitaba a ir del trabajo a su casa y viceversa. Hacer dinero era su vida.
Bajaron al estacionamiento más rápido de lo que deseaban y Serena le indicó que acomodara la Lincoln junto a la caseta del guardia.
Oscar vio al uniformado salir de su cubículo para acercarse a ellos y abrirle la puerta a la belleza que estaba a su lado.
—Buenos días, señora —la saludó respetuosamente.
—Buen día, Noah.
—¿Y Don Rafael? —preguntó el joven de veinticinco años y complexión sumamente delgada.
—Está enfermo —respondió tajante.
—Oh, qué mal —murmuró el guardia y vio a Oscar. Supuso que era el nuevo chofer cuando los vio caminar juntos a la escalera que los llevaba a la recepción.
La recepcionista, una joven mujer de escasos veintidós años y lacio cabello, peinado en una coleta, se enderezó al ver a Serena, quien se paró ante el mostrador y puso encima su bolso de mano.
Oscar mantuvo su distancia al ver que su bella dama misteriosa sacaba, una pluma fina y algo más que no pudo ver. Después de escribir una nota, se encaminó hacia él.
Oscar recordó que aún tenía sus llaves y dio un paso a su encuentro.
—Aquí están tus llaves —se las ofreció.
Serena se les quedó viendo. Miró las manos del hombre y sintió que podría ya no volver a verlo. No era una sensación agradable. Extendió la mano y tomó las llaves. Una vez más sus dedos se rozaron.
Serena se sobresaltó cuando Oscar dio un paso hacia ella y se apoderó de su mano. Miró sus dedos envolviendo su extremidad y fue como si la poseyera en un puño.
Lo miró respirando entre los labios.
—Me llamo Oscar Goodman —susurró erizándole la piel.
¿Por qué no escapaba de su agarre? Se preguntó Serena ¿Por qué sentía que la envolvía de manera tan perturbadora?
¡No, nunca más caeré en esas tonterías!, se dijo entrando en tensión. Iba a retirar su mano, mas él sonrió y le mostró un nuevo y encantador aspecto de su personalidad que le puso la mente en blanco hasta que la soltó y el calor que le compartiera, se fue esfumando. El frío incómodo regresó a ella, así como a su corazón. Ese hielo espantoso nunca la abandonaba.
—Gracias, Oscar… —contestó perturbada por las novedades emocionales que estaba teniendo—. Pudiste enojarte conmigo por lo que le hice a tu camioneta, pero no lo hiciste y además me ayudaste a salvar otras vidas —bromeó con una sonrisa pequeña, desconociéndose a sí misma.
Oscar se rio y esa risa gruesa y rasposa, como su voz, le resultó terriblemente deliciosa al oído.
—Si me enojé contigo —la corrigió—. Y ahora que salga y vea mi auto abollado, me enfadaré aún más.
Serena contuvo una nueva sonrisa. En cambio, se mordió los labios para evitarlo.
Oscar perdió el aliento al verla hacer ese gesto con esa boca que deseaba a cada instante más. La mujer era fascinante. Lo excitaba muchísimo.
—Eso tiene solución —susurró con una voz tan suave que Serena apenas se reconocía.
—Y yo acepto tu agradecimiento —contestó Oscar, haciendo una sutil reverencia con la cabeza.
Serena recorrió su rostro. ¿Por qué era tan encantador?
—También te daré esto —dijo ofreciéndole un papel doblado.
Oscar miró sus manos delicadas, aspiró su perfume suave a flores frescas, después reaccionó.
—¿Qué es? —preguntó intrigado. ¿Sería su número de teléfono? ¿Querría salir con él?
—Tómalo y no preguntes —insistió Serena deseando no tener que irse a trabajar tan pronto, pero la responsabilidad era importante.
—Oye… —. Oscar no quería que se fuera.
—Acéptalo y olvidemos el asunto —susurró la empresaria mirando discretamente su enorme atractivo físico.
—No quiero… —dejar de mirarte, le dijo con la mirada.
—Insisto —replicó Serena dando un paso adelante, atraída como un imán hacia él, hasta casi pegarse a su cuerpo. Buscó el pequeño bolsillo que tenía su chaqueta café y metió allí el papel con dificultad.
Oscar no hizo nada para ayudarla, porque quería mantenerla el mayor tiempo posible pegada a su torso. Serena levantó la vista y su vientre estalló lleno de vida. Entreabrió los labios asombrada por enésima vez, pasó saliva y lo miró fijo. ¡Ese hombre debía ser un santo, porque revivía muertos!
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