El clima nublado seguía, pero Rafael a sus sesenta y tres años se negaba a estar metido entre las cálidas cobijas como un venerable anciano. Aún tenía la fuerza suficiente para realizar su labor diaria. Tosió un poco mientras sacaba un pañuelo blanco del bolsillo de su abrigo de lana. Eran siete treinta de la mañana, vestía un clásico traje inglés negro y esperaba la llegada de Serena.
La mujer salió puntualmente, vestida con un pantalón negro y blusa rosa fucsia de seda, bajo un abrigo largo de lana oscura. Los tacones de sus botines altos resonaron al descender por la escalinata enfrente de la enorme residencia. Era una construcción impresionante. Mas nunca tanto como la criatura que ahora se dirigía a él.
El viejo chofer guardó de prisa el pañuelo y se acercó a la puerta del Mercedes gris para abrirle.
Serena miró quisquillosa al chofer de nariz aguileña, cuyo rostro lucía ojeroso. Se dio cuenta de la manera en que se encorvaba para contener una molestia en la garganta.
—Buenos días, señora —la saludó conteniendo el deseo de toser.
—Buen día, Rafael.
—Luce hermosa con ese color —agregó, provocando que la bella mujer detuviera su ascenso al coche para darle una mirada intimidatoria.
La comezón en su garganta se tornaba cada vez peor. Aun así, le sostuvo la mirada.
—Gracias —respondió la ejecutiva, luego de su inspección, subiendo al coche en la parte trasera.
Había pasado un mes desde que se leyó el testamento y Serena no estaba consciente de lo rápido que pasaba el tiempo. Estaba muy segura de que conseguiría lo que quería.
Suspiró pensando en lo que le dijo su tía. Por fin era libre, pero aunque Eugene estaba muerto, podía sentir el peso de su recuerdo sobre ella.
El auto se detuvo en pleno boulevard y sintió curiosidad. Una mujer poderosa como ella debía tener cuidado y desconfianza de posible gente malintencionada. Aun así, nunca quiso tener seguridad privada. Le parecía demasiado ostentosa.
El tráfico vehicular estaba varado.
—¿Qué ocurre, Rafael? ¿Por qué no avanzamos?
—No es nada señora, un coche se detuvo, parece que tiene problemas.
El Mercedes estaba dos autos atrás del coche averiado. Serena sacó su teléfono móvil y marcó a la oficina. De repente, escucharon la voz chillona de una mujer gritando en el carril derecho, desde algún auto.
—¡No te atrevas a bajar del coche! —gritó la desconocida.
Vieron una vieja Land Rover gris, estacionándose sobre la acera. Serena colgó la llamada cuando de ella bajó un hombre que sobrepasaba el metro ochenta de estatura. Vestía jeans, una camiseta polo azul y una delgada chamarra que se empezó a quitar de inmediato. Serena se estremeció. Hacía frío y el desconocido, al que no podía verle el rostro, porque tenía la cara metida en la camioneta, se estaba quitando la ropa.
—¡Oscar, no vayas! —le gritó la alterada mujer. Seguramente era su esposa. Una tipa loca, histérica como la mujer de Ian. Pobre hombre.
—Es una ayuda que cualquiera agradecería —respondió él, cerrando la puerta—. Voy a ver qué puedo hacer —insistió suave, pero firme.
Serena veía la espalda ancha del hombre, los brazos fuertes muy bronceados por el sol, el cabello castaño claro, abundante y desordenado.
La llovizna que había estado cayendo muy tenue, empezó a intensificarse. Serena bajó la ventanilla solo un poco. Necesitaba respirar aire limpio.
La figura del hombre pasó junto a su coche. Los ojos femeninos se clavaron nuevamente en ésa espalda grande y fuerte que pareció hipnotizarla, en ése andar desenfadado.
—El héroe del día —canturreó Rafael cuando vio que la chofer del auto averiado, resultó ser una anciana de setenta años. La mujer mayor sonrió para el desconocido que fue a auxiliarla. Estaban delante de ellos y desde allí tenían una vista regular de lo que sucedía.
Rafael echó a andar el auto y se pasó al carril izquierdo para avanzar. Condujo muy poco, cuando el semáforo se puso en rojo rápidamente. Con ello, el chofer le regaló a la poderosa mujer, una vista cercana de lo que ocurría con el viejo Toyota.
Serena no pudo contener la curiosidad de ver al hombre caritativo. Sin embargo, no obtuvo satisfacción, porque la señora estaba parada frente a él, quien yacía inclinado en el coche, revisando el motor.
—Te pareces a Superman —dijo la mujer mayor–. Tienes unos ojos muy hermosos.
—Gracias —dijo ésa voz rasposa que causó un escalofrío en Serena. Tenía un lindo timbre—. Siendo honestos, yo soy más guapo —agregó, enderezando la figura.
Sí que era alto, pensó viendo con frustración que su rostro seguía siendo un misterio.
La mujer se rio.
—Eso es cierto, cariño —respondió.
—Suba al coche, por favor —sugirió él—. La lluvia está arreciando. Le diré qué hacer.
—Como tú ordenes, guapo.
Oscar sonrió, viéndola ir al coche. Entonces, Serena, al fin descubrió con sorpresa que se trataba de un hombre muy atractivo.
Estaba de perfil, tenía un aspecto desaliñado, la barba crecida, como si tuviera más de una semana sin rasurarse y le sentaba bastante bien.
Los brazos fuertes atrajeron su mirada una vez más, las manos eran grandes y poderosas, un poco toscas, lo cual indicaba que era un hombre de trabajo rudo.
No era un enclenque y podía jurar que tampoco tenía un cuerpo marcado, sin embargo, eso no le restaba atractivo a su figura. Tampoco era guapísimo, pero le estaba costando mucho dejar de mirarlo. La naturaleza había sido generosa con él… de alguna manera.
—Enciéndalo —dijo Óscar, levantando la vista.
—A la orden —contestó la mujer. Se escuchó el motor cobrando vida. La anciana lanzó un grito de alegría.
Serena sintió un golpe de envidia, por esa felicidad tan simple. Bajó un poco más la ventanilla. Tal vez lloviznaba, pero el clima estaba muy húmedo. El superhéroe desconocido, cruzó unas palabras con la muje que,por estar observándolo, no escuchó. Estaba mojado, más eso no borraba su sonrisa.
Oscar bajó el cofre. Descubrió que era observado. Los ojos de Serena siguieron recorriendo ése cuerpo forjado por la madre naturaleza. Se quedó atrapada en el derriere, donde el pantalón mostraba su llamativo trasero.
Oscar sonrió halagado por la belleza que lo admiraba abiertamente. Sus ojos azules atrajeron los cafés de Serena.
La mujer admiró ese torso sensual gracias a la camiseta pegada al cuerpo. Al parecer estaba en mejor condición física de la que pensaba. Levantó la vista hasta la de él y por primera vez en muchos años, se sintió atrapada. El aire abandonó sus pulmones. Entreabrió los labios para jalar oxígeno y los humedeció nerviosa. Se ruborizó como una chiquilla y subió de prisa la ventanilla del auto.
—¡Vámonos! —anunció Rafael inconsciente de lo que sucedía en el asiento trasero.
Oscar vio el lujoso Mercedes avanzar. Se acercó a la anciana, quien le dio las gracias y un beso como despedida.
Regresó al coche donde su acompañante lo esperaba furiosa. Para ella, fueron minutos perdidos el ayudar a la señora, para Oscar fue sumamente grato. Era inherente a su personalidad y ella debía ya saberlo.
—¡Mira cómo estás empapado y sucio! —señaló la pelirroja con desagrado—. ¡No me vas a acompañar así!
—Tengo otra camiseta —respondió, sacando una franela roja de abajo del asiento para limpiarse las manos.
—¡No, tú te quedarás en el auto! —Lo miró como si tuviera lepra—. ¡No dudo que el guardia te vaya a prohibir la entrada!
—¿Por qué? —inquirió Oscar, confundido—. ¿Tengo cara de delincuente?
—N…no, pero… es que a ése edificio solo entra gente bien vestida —aseguró, recorriéndolo.
Oscar prefirió guardar un comentario al respecto.
—Como quieras —susurró, yendo a la puerta trasera para sacar una camiseta seca. Allí mismo, sobre la calle, se arrancó la camisa, se puso la prenda seca y retomó su lugar ante el volante. Echó a andar su camioneta. Mientras esperaba su turno para ingresar al tráfico, pensó en la belleza de mujer que lo estuvo observando. La sonrisa regresó a su cara.
Karen Biel era una mujer de treinta y dos años; medía un metro sesenta y ocho de estatura; tenía la piel morena, aún más que Serena. El cabello largo, a mitad de la espalda, le caía abundante y sedoso en una cascada de ondas. Su rostro delgado tenía rasgos poco finos, sin embargo sabía maquillarse de manera tan perfecta y tenía tan buen gusto al vestir que sabía sacar provecho de lo que tenía. ¡Vaya que sabía aprovecharlo!
Ayudada de un cuerpo perfecto, con formas muy acentuadas, una cintura muy breve y un escote que delataba un busto generoso, era imposible no voltear a verla y considerarla seductora y muy sensual.
Karen había pasado de vivir en la opulencia al lado de su amante, a la pobreza extrema. Aunque su situación podría ser menos dramática si su pequeño Thomas, mejor conocido como Tomy, de ocho años, no estuviera tan enfermo.
¿Por qué Eugene nunca reconoció a su hijo? Se preguntó la exótica pelirroja. Nunca lo entendió a ciencia cierta; sin embargo, sospechaba que fue por una cuestión de conciencia, por quedar bien con la maldita esposa.
Si no fuera por la ayuda económica que recibía de un hombre que la veía como una pobre mujer, que necesitaba ser cuidada y protegida, no sabía que sería de su vida en ésos momentos. Suspiró ansiosa. Era una pena que se tratara de un miserable. Y no se refería al que ahora la conducía a la oficina de su enemiga. Miró de reojo a Oscar.
Ian Sallow era uno de los contadores del negocio. Esa mañana quiso ver el estado de cuenta de los hoteles, más unas facturas que le mencionó. Pronto vendría la época vacacional fuerte y tal vez habría necesidad de emprender una gran campaña publicitaria a nivel nacional. Necesitaba estar segura de contar con los recursos suficientes.
Serena sabía que no sería fácil mantenerlo a una distancia prudente cuando vieran los números en el ordenador.
El muchacho era bien parecido, muy alto y serio. Pero, después de aquel nada estimulante encuentro que tuvieron, a Serena ya le parecía una piedra en el zapato. Pronto vería la manera de enviarlo a alguna sucursal fuera de la ciudad.
Ian, después de saber que Eugene había muerto, volvió a insistir en acercarse. Estaba tentando su suerte, le había advertido Serena con una mirada hostil, mas él insistía y se acercaba cada vez que surgía la oportunidad.Jamás debió probar con él que era una mujer incapaz de sentir.
Fue una tarde en la que tuvo un ataque depresivo y al calor de un whisky doble se equivocó rotundamente. Ese chico de suaves modales guardaba un volcán a punto de erupción. Jamás se dio cuenta de su interés por ella y mucho menos le prestó atención porque sabía que era casado.Fue toda una revelación.
Serena se recargó ese día en el respaldo, cuando él se acercó. Lo sintió, pero no se movió. Depositó una caricia cerca de sus labios y cuando Serena puso una mano en su pecho, se lanzó sobre ella y quiso comérsela, porque aquello no podía catalogarse como un beso.
Fue tan asqueroso sentir su lengua y su saliva mojándole la boca, las mejillas. Cuando llegó a su oreja, lo apartó furiosa. Su ansiedad y arrebato la llevaron a vomitar al inodoro. Cuando regresó, le ordenó que se marchara.
Estuvo a punto de despedirlo, hasta que lo vio llorar como un niño. Le rogó de rodillas que no lo hiciera y contra su voluntad aceptó.
Los hombres eran unos animales que la hacían amar el celibato. Nunca pensaban en las necesidades de su mujer, solo buscaban la propia satisfacción.
—Necesitamos ver éstas cuentas —dijo Ian, señalando sobre el documento.
Serena percibió que se acercó de más sobre su hombro.
—¿Trajo las facturas?
—Claro.
Serena comenzó a revisar.
—No veo nada extraño.
—Hay una salida… —se inclinó sobre su hombro aún más y ella se recargó del lado opuesto para poner distancia.
—No hay necesidad de que esté parado aquí —expresó directamente—. Tome asiento —le señaló una silla frente al escritorio.
—Serena…
—Señora Hassel —lo corrigió con firmeza—, dese prisa Ian, quiero retomar mi agenda cuanto antes y me está retrasando.
Su dureza le dolió, notó ella sin pesar.
—Lo siento, pero es importante hablar —insistió el muchacho siendo obediente.
—Ya le pregunté qué ocurre con esa cifra —le recordó en tono áspero.
—En realidad, no quería hablar del dinero —musitó tomando asiento lejos de ella.
—No sé por qué lo sospeché. Usted sabe que entre nosotros no hay nada personal y si lo hubiera usted ya no estaría trabajando.
Sus palabras fueron una clara amenaza.
—Te amo… la amo.
Serena lo observó un instante.
—Yo también me amaría si tuviera tanto dinero.
—No es por eso y lo sabes —extendió una mano hacia su antebrazo.
—¡No me toque y deje de tutearme! —se sacudió su roce.
—Mi amor por ti… por usted…
—Es usted un hombre casado —le recordó, asumiendo una pose de poder tras la mesa. Elevó su delgada figura montada en altísimos tacones y apoyó las palmas sobre el escritorio para observarlo desde arriba—. Y con una mujer peligrosa.
—Martha no volverá a molestarla, lo juro.
Ian recordó que seis meses atrás, su errática mujer apareció en la oficina gritándole a Serena que era su amante, que si no lo dejaba, la mataría. Actualmente se encontraba medicada y más tranquila.
—Eso espero, porque para la siguiente, tendré que tomar medidas drásticas.
—Le juro que no… yo… le pediré el divorcio.
Serena se enderezó, tenía que poner mayor distancia entre ellos.
—¿Divorciarse?¿Para qué?
—Quiero estar con usted.
—¿Y yo para que lo quiero? Usted no es mi tipo —respondió recordando el testamento.
Se rodeó con los brazos, empezó a refrescar. Caminó lentamente al ventanal por donde veía la fuerte lluvia caer.
—Serena, podemos intentarlo.
—No… —dijo concentrándose en el sonido del agua, mirando cómo la lluvia, golpeaba los cristales. Parecían lágrimas deslizándose en el rostro.
Su pecho sintió un fuerte dolor al ver esa imagen. Se apretó los brazos y su semblante se volvió de piedra. Era momento de echar a ese atrevido. Regresó al escritorio.
El intercomunicador sonó y Serena regresó a su presente.
—¿Qué ocurre, Sheyla?
—La señora Karen Biel está aquí, pero no tiene cita.
Serena entrecerró la mirada. ¿Qué era más molesto, Karen o Ian? Difícil decisión y una sola respuesta para ambos.
—Ian ya se va, en cuanto salga, hazla pasar.
—Serena —musitó Ian suplicante.
—Esto es importante —respondió mirándolo con indiferencia.
—De acuerdo —su voz respondió en un tono apagado. Se sentía menospreciado una vez más—. Sé que no es verdad, porque jamás recibe a nadie sin previa cita.
—¡Ian, soy la dueña de este negocio, en el que usted es un simple empleado! ¡Olvide lo que ocurrió! ¡No fue nada que valiera la pena! ¡Usted está muy lejos de ser mi hombre ideal!
—Pero…
—Fue un gran error de mi parte —reconoció—. Y como adultos que somos, eso se queda en el pasado.
Karen no esperó mucho para entrar. Respiró profundamente antes de poner un pie dentro de la oficina de su rival y enfrentarla.
Al verla detrás de su enorme escritorio, recordó una vez más porque Eugene Moore la eligió como esposa. Serena emanaba autoridad, poder y elegancia de forma natural, algo de lo que ella carecía. Aun así, Karen podía presumir que fue la única y verdadera mujer de Eugene, la única capaz de darle un hijo.
Serena la miró con el rostro completamente inexpresivo, aunque en su interior bullía un intenso deseo: matarla. Jamás olvidaría que Karen fue cómplice de un gran dolor.
—Buenos días, Serena —se acercó a una silla frente al mueble.
—Siéntate —ordenó y Karen así lo interpretó. No era una invitación amigable y tampoco podía reprochárselo.
Contuvo su incomodidad y obedeció.
—Gracias.
—¿A qué viniste?
—Quiero hablarte de Tomy, mi hijo… el hijo de Eugene.
Serena sintió el golpe bajo. Debía contener la rabia de verla, y ahora la de que le recordara que la infidelidad de su esposo tuvo consecuencias.
—¿Qué hay con él? —inquirió con absoluto desinterés, recargándose en su silla presidencial, poniendo las manos entrelazadas sobre el estómago.
—Está muy enfermo —contestó mostrando una repentina preocupación. Serena entrecerró la mirada al ver cómo su semblante se transformaba. Había dolor en sus ojos—. Está muy grave.
—¿Ah sí? —Saberlo no la conmovió en lo más mínimo.
—Necesita una operación, es algo del corazón… —señaló haciendo un ademán sobre su pecho, luego su voz se quebró—. Los doctores dicen que si no lo no operan va a morir —se mordió los labios para contener el llanto—. Es algo que se le detectó hace poco.
—¿No me digas? —musitó con voz cansada y aburrida—. O sea que podría morir de una forma muy dolorosa… —agregó, atrayendo la atención de Karen, que la miró horrorizada—. Imagínalo. Su pequeño cuerpo retorciéndose de dolor por un infarto y tú sin poder evitarlo.
—¡Cállate, Serena! —replicó con los ojos muy abiertos—. ¡Tú no sabes lo que es… ! —se contuvo para no exasperarla.
—No, Karen, no sé lo que es la maternidad —terminó la frase a su manera, de forma tranquila… aparentemente—. Ahora me pregunto: ¿a qué viniste realmente?
Karen recobró el aplomo y se aclaró la garganta.
—Tomy es hijo de Eugene y ahora que murió, creo que tiene derecho a disfrutar de la herencia de su padre.
Nuevamente la mirada de Serena se tornó de sospecha.
—¿Herencia? —repitió analizando lo que consideraba su vulgar aspecto—. ¿Cuál herencia?
Karen se volvió a alterar y tembló nerviosa.
—¡Por favor no juegues con la salud de mi hijo! —exclamó, poniéndose de pie—. ¡El hijo de Eugene!
—Es un bastardo que nunca quiso reconocer —le recordó la indolente mujer, con dureza, enderezando la figura sobre el asiento para apoyar los brazos en el escritorio.
—¡Puedo probar su paternidad! —aseguró la curvilínea amante de su odiado Eugene.
—¿Cómo? —preguntó tranquila—. ¿Vas a exhumar el cadáver? —se burló—. ¿Con qué dinero?—. Serena se levantó de su silla haciéndola sentir pequeña y miserable—. No tienes el poder que ahora poseo y si se trata de callar a quien sea, lo haré —la hizo consciente de una cruel realidad: Eugene en vida le cedió todos los derechos sobre sus bienes—. Además, ¿quién querría ayudar a una mujer con un pasado tan dudoso como el tuyo? —agregó rodeando el escritorio para acercarse a ella. Karen se estremeció—. Pero no pierdas la esperanza —continuó y empezó a mirarla de pies a cabeza abiertamente—. Ya vendrá otro viejo rico, ansioso de tener carne, casi fresca.
Las mujeres de la misma estatura se miraron fijamente.
—No pido dinero para mí. Tomy lo necesita —insistió tensa y molesta, pero dolida.
—Y tu mentecita brillante te envió precisamente aquí… conmigo…
Karen se sentó nuevamente. No quería verla pues también la detestaba. Serena dio unos pasos hasta quedar detrás de ella.
—Tomy necesita urgentemente una operación —comenzó a relatar apretando el bolso que tenía sobre las piernas—, ya tuvo una crisis y acaba de salir del hospital, por eso no fui al funeral de Eugene.
Serena le tocó los hombros. De inmediato sintió la tensión de su cuerpo. Buena señal. Seguían siendo contrincantes.
—Tranquila, no lo hubo —anunció apretando la zona a la altura del cuello.
—Serena… —sabía lo que realmente deseaba.
—Ay Karen —musitó alejándose —. ¿Realmente piensas que vas a tocar mi corazón y que te daré el dinero para salvarlo? —la cuestionó volviendo a buscar su mirada al pararse a un lado—. No… —se tocó el pecho —. Hace muchos años que tú y Eugene… —pausó haciéndola sufrir—, se encargaron de arrancármelo —su mano se convirtió en un puño—. Así que no vas a conseguir nada —susurró inclinándose hacia ella.
—Tomy tiene ocho años, es muy pequeño —su voz volvió a quebrarse.
—Ay pobrecito, estoy tan conmovida —se burló. Karen empezó a llorar—. Tanto me conmueve la situación de tu nene que me estremezco al pensar en su próxima muerte. Mejor deberías ir preparando su funeral. Seguramente habrá posibilidades de que patrocine su ataúd, nada más déjame las medidas con la secretaria y lo tendrás en dos días.
—¡Eso no le pasará a Tomy! —dijo viéndola caminar hacia su lugar para retomar asiento tras el escritorio.
—Nació débil a causa de la vida loca que llevaste al concebirlo y ahora deberá pagar las consecuencias.
Karen se levantó.
—¡Mi hijo no morirá! —aseguró resoplando con fuerza, golpeando el mueble con los puños.
Serena no evidenció alguna emoción. Mientras más se enojara más lo disfrutaba.
—No, Karen. No morirá de la misma forma que han muerto otros inocentes.
Sus palabras lograron contener una vez más a la alterada pelirroja.
—Serena… —musitó consciente del poder que guardaban esas palabras..
—Será mejor que te vayas.
La escultural mujer estalló con desesperación, una vez más.
—¡No puedes negarme la ayuda que te pido! —gruñó entre dientes.
—Puedo y lo haré —le respondió tranquilamente.
Karen se dirigió a ella y Serena se levantó para detener el acercamiento agresivo con su sola actitud.
—¡Eres una maldita bruja! —gritó furiosa sin importarle que actuara como intocable.
Serena la miró con todo su odio y Karen se detuvo.
—Adiós, Karen —la invitó a retirarse con la misma poca amabilidad con que la recibió.
—¡Desgraciada! —gimió con angustia, sobrecargada de frustración, luego se lanzó contra ella.
Sheyla, la joven secretaria de veinticuatro años, entró de repente al oír los gritos.
—¡Señora!
—¡Llama a seguridad! —le ordenó su jefa, deteniendo las intenciones de Karen—. Y tú no te atrevas a tocarme.
—Por favor señora, será mejor que se vaya —dijo Sheyla con firmeza y Karen se sintió perdida.
Apretó los puños llena de ira y frustración. Hizo un puchero rabioso antes de salir de la oficina.
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