¿Qué es la muerte?
Esa es una buena pregunta y creo que nunca nos detenemos a pensar en ello, hasta que de una u otra forma, la tenemos que enfrentar.
Algunos dicen que simplemente es el fin de la vida. Otros, que es la incapacidad de utilizar energía para mantener al organismo vivo, por lo que las funciones vitales llegan a término.
¡KAPUTT!
¡FINITO!
Eso con referencia al que se va. Pero, ¿qué hay del que se queda? ¿Qué sobre el dolor y la ausencia? ¿Cómo se llena el vacío y se sana?
Correcto, de eso no hay nada en la Wikipedia y supongo que la única cura es el tiempo. Sin embargo, habiendo pasado un mes desde la partida de la tía Astrid, aún parecía como si hubiese sido ayer, conmigo recibiendo la noticia a través de una llamada telefónica.
Su efigie en aquel ataúd no se me iba del pensamiento. Casi no dormía y si por un milagro conseguía dormitar, su rostro aparecía en mis sueños devolviéndome la lucidez. Era como un círculo vicioso sin un término aparente, simplemente el de la vigilia que me daba el tono violáceo a las manchas enmarcándome los ojos.
“El cadáver de Astrid Williams lucía menos pálida que tú”. Me decía mentalmente, sentada detrás de mi escritorio y golpeando la cubierta de una libreta con el extremo superior del bolígrafo entre mi índice y pulgar derechos, mientras hacía girar ciento ochenta grados de un lado a otro, el asiento de la silla ejecutiva donde llevaba más de cinco horas pensando en la inmortalidad del cangrejo.
Acoplarme a una nueva normalidad no me era fácil.
—Jenna, el Señor Dumont por la línea dos —me dijo mi asistente y mejor amiga, Stacey Freeman, irrumpiendo a la vez que me rompía la burbuja de ensoñación —. Tu extensión ha estado sonando desde hace un rato, pero no tomas la bocina pese al escándalo.
Suspiré, enderezando la postura y parpadeando desenfrenadamente.
—Lo siento. Estoy tan distraída que no sé dónde tengo la cabeza.
Stacey asintió y cuando estuvo por darse la media vuelta y salir, caí en la cuenta de que el tal Señor Dumont no me sonaba de nada.
—Espera. Y, ¿Quién rayos es el Señor Dumont?
Elevó los hombros y las cejas sincrónicamente, respondiendo: —Dice que habla de la notaría. Creo que sobre un asunto de tu difunta tía Astrid.
Desganada, procuré sonreír y dar las gracias con ella abandonando la oficina y cerrando el portillo detrás de sí.
Me había atiborrado de trabajo por mantener la cabeza ocupada, pero con escuchar su nombre regresaba a la realidad y el dolor parecía duplicarse, aumentando su potencia. Era como si viajara a un universo alterno donde la hermana de mi padre todavía tejía suéteres para regalar en las navidades y leía clásicos de la literatura, viviendo su amor perdido a través de las protagonistas.
Emily Brontë era su preferida. Cumbres Borrascosas la embebía a tal grado, que calcular el número de lecturas dadas a su desgastada copia, sería errado.
Amaba a los antihéroes.
Por eso su platónico con Heathcliff.
— ¿Diga? —Tomando la bocina con la mayor pereza del mundo, respondí a la llamada.
— ¿Señorita, Jenna Williams?
—Sí. ¿En qué puedo servirle?
—Habla Oscar Dumont, de la notaría. Solo para avisarle que la lectura del Acta Testamentaria de su difunta tía, la Señorita Astrid Williams, se llevará a cabo el día de mañana en mi oficina, a las doce horas. El abogado titular de la Señorita Astrid me ha traspasado el caso por diversas cuestiones y este está a mi cargo.
La tía Astrid no dejaba de impresionarme.
¿Qué tenía que ver con su testamento?
No lo comprendía, pero con todo y eso le aseguré que asistiría puntualmente.
—Perfecto, nos vemos mañana. Que tenga excelente tarde, Señorita Jenna —Se despidió amablemente y devolví la bocina a su sitio, quedándome en suspenso por unos cuantos segundos, cuando unos golpecitos quedos desvanecieron mi concentración.
Concedí el acceso.
—Traigo café —avisó Stacey, cargando una taza humeante que terminó en la mesa de trabajo, junto a mi computadora —. Por tu cara, deduzco que sigues sin dormir.
Cuando obtuve el empleo de columnista en el “TRIBUNE”, en Chicago, congeniamos desde el principio y lo que empezara como una relación laboral, se fue convirtiendo en una amistad sincera. Me di cuenta de que era digna de mi entera confianza y le ofrecí ser mi asistente, haciéndonos inseparables. Era una persona como pocas, buena confidente y bastante leal, la única capaz de cantarme las verdades a la cara de ser preciso y de levantarle los ánimos cuando andaba de capa caída.
Aunque me era difícil hacer a un lado los sentimientos, mi cerebro concordaba con Stacey cuando señalaba que la muerte es inevitable, que tarde o temprano tiene que llegar. Empero, crecer con la imagen de mujer fuerte y resiliente de Astrid, sirvió también para que la Jenna de mi niñez la siguiera considerando invencible. Eterna.
Dolorosamente, no lo era.
La tía vivía sola. Muchas veces le insistí en que debía contratar a una enfermera que estuviese al pendiente de sus necesidades y testaruda como el que más, se negaba. Pude haber impuesto mi opinión, pero la conocía tan bien, que hubiese apostado todo lo que tenía a que se habría deshecho de ella al pasar un par de días.
—Y no te equivocas —agregué, observándola vaciar el contenido de un sobre de Estevia en la bebida y mezclar con una cuchara que posteriormente, volvió a la orilla del plato en la base —. Ya dormiré, no te preocupes tanto por mí. De cualquier manera, nada de lo que haga me la devolverá.
Stacey suspiró, contemplándome dar el primer sorbo: —Acabas de leerme el pensamiento. “Todo pasa, Jenna. Y créeme, esto también ha de pasar”.
Sus métodos conciliadores sumamente crudos y directos, eran otra de las cualidades fraternas que tenía que agradecer.
—Por cierto: el jefe te manda llamar, quiere que lo veas en su despacho en una hora. ¿Qué te parece si después de su reunión, te invito a comer?
En automático, dibujé una mueca apática ante el ofrecimiento.
— ¿Sabes? —Acomodándose en la silla frente a mí, inquirió —, alimentarnos es parte esencial del subsistir. Además tu vestido de novia está listo y no queda tiempo para hacer ajustes si te pones flaca. ¿Qué dices?
Sus ojazos grises se clavaron en los míos, que la atendían suplicantes.
Una sonrisa de dentadura reluciente me removió por dentro y terminé aceptando.
—Bien. Te veo en un rato —sentenció conforme, incorporándose para retomar sus labores.
Su caminar era elegante, igual que su personalidad fuera de lo común. Nunca se cohibía. Si hubiese sido su seguridad contra la de una docena de modelos de Victoria’s Secret, terminantemente Stacey les habría llevado ventaja.
Dos horas más tarde estábamos en un restaurante cerca del TRIBUNE. Gentil y atento, uno de los meseros nos asignó una mesa, repartiéndonos un par de cartas con el menú. La chica Freeman le dió las gracias asegurándole que en cuanto nos decidiéramos por alguno de los platillos, se lo haría saber.
El pequeño establecimiento no pudo ser más acogedor. Su estilo minimalista resultaba agradable a la vista, con sus mesitas cuadradas coloreadas en tinta chocolate diseñadas para dos comensales, sobre las cuales reposaba una roja y brillante manzana de porcelana recubierta con trozos de cristal. Los banquillos hacían juego provistos de un cómodo y acolchado asiento forrado en vinil, y las lámparas del techo eran de aluminio cuyo diseño esférico y ranurado, asemejaba un metálico panal de abejas. La barra se situaba en el muro principal detallada con una fina duela que concordaba con el resto del mobiliario y el tapiz de temática parisina, con la Torre Eiffel de figura representativa.
Leyendo la carta, Stacey formuló: —Y, ¿qué quería el jefe?
—Autorizarme las vacaciones. Según él, no se me ve muy bien. Alega que hace mucho que no tomo un receso y que debería aprovechar. Como si el país fuese a estar en calma en tanto me ausento.
Me enfocó y cerrando el cuadernillo entre sus manos, aseveró: — ¿Según él? Cariño, físicamente no eres ni la sombra de lo que eras hace un mes. ¿Cómo quieres apreciarte más optimista por dentro, si por fuera gritas suplicando auxilio?
¿Qué se supone que debía objetar, si estaba hecha un entero desastre?
—Aprovecha, mujer. ¿Cuánto tiempo te autorizó?
—Tres meses. Dijo que con mi boda en puerta no debería de estar tan estresada, que me relaje porque últimamente no he hecho sino todo lo contrario —referí haciendo crujir los nudillos a la par que me mordía los carrillos, manía recién adoptada.
—En eso tiene toda la razón. La gran fecha está cerca y todavía no terminas con los preparativos, aunque tu novio tampoco termine de convencerme aún…
Antes de que siquiera Stacey terminara la frase, el celular vibró en el bolsillo de mi chamarra.
Era un mensaje precisamente del sujeto en cuestión.
—Taylor pregunta dónde estamos. Fue a buscarme a la oficina y ahí la recepcionista le ha dicho que salí contigo.
Taylor Morgan no era otro que mi prometido. Nos conocimos en secundaria, nos hicimos novios y por azares del destino, pronto nos casaríamos luego de una vida de sólido romance.
No imaginaba mi existencia sin él.
Stacey inhaló profundamente, descontenta.
—Le mandé nuestra ubicación. Se buena, ¿sí?
El fastidio y la exasperación cruzaron su faz, mas levantando la mano derecha y consecutivamente el índice, dibujó un halo imaginario sobre su cabeza y llamó al mesero, quien acudió en un tris.
—Guapo, para mí ravioles con setas y un gran tarro de cerveza. Necesitaré algo fuerte para pasarme la bilis —articuló y este asintió, anotando.
Resoplé.
—Para mí una ensalada y el vino de la casa, por favor.
—Perfecto —señaló el ojiverde de piel oscura; tan oscura como la de Stacey —. En un momento estará listo —Prometió, retirándose a la cocina.
Ingeríamos los alimentos cuando Taylor hizo su arribo. Paró justo a la entrada y barrió el lugar visualmente, queriendo dar con nosotras. Localizándonos, se aproximó a la mesa besándome la frente en saludo.
Vestía un traje gris con camisa celeste, corbata con estampados a juego que hacían resaltar el azul de sus iris, y unos zapatos negros tan lustrosos, que si hubiese hecho un leve esfuerzo por ver mi reflejo en ellos, lo habría distinguido tal cual.
Lucía profesional y sexy.
Devolví el gesto con un “Hola” por lo bajo y me regaló una sonrisa de lado, sonrisa que se borró al arrostrar a la morena sentada frente a mí.
A regañadientes, la saludó.
—Hola, tú.
El desdén destilaba en ambas direcciones.
— ¡Taylor Asco! —Contraatacó ella — ¿O era Bazofia Morgan? Estoy confundida —declaró, fingiendo aturdimiento —. No importa, al fin que es lo mismo —Y remató con una sonrisa sínica.
No sabía qué hacer con esa costumbre de atacarse cada vez que compartían espacio.
¿Aprenderían a tolerarse?
Eso hubiera querido yo, pero no era un misterio el odio ambivalente.
Taylor decidió ignorarla, concentrándose en mí.
—Saldré de viaje con un cliente, hay asuntos legales que urge resolver antes de nuestra luna de miel y voy camino al aeropuerto. Solo vine a ponerte al tanto y a despedirme.
Una punzada de leve desilusión me atenazó, sin embargo, me obligué a soltarla porque la individualidad era fundamental en una relación como la que nos acogía, basada en la confianza y la certidumbre.
—Te llamaré en cuanto llegue a Washington. —Recitó, teniéndome a su altura y besándome en los labios para al romper el contacto, musitar: —En pocas semanas serás mi esposa y te prometo, Jenna Williams, que solo la muerte nos podrá separar.
***
Mi despertador sonó a las siete de la mañana y la ducha en mi departamento me recibió gustosa.
Un traje sastre color avellana aguantaba tendido en mi cama, adjunto a una blusa blanca de mangas largas que nunca salía de mi armario más que para eventos formales, como la lectura de un testamento del que no custodiaba conocimiento.
Vestida y de cara al espejo del tocador fabricado en madera de cedro blanco, mi escrutinio atrapó al de la castaña de melena bajo el hombro que por poco y no reconocí. La luz peculiar del marrón en sus ojos era nula y un nudo se me formó en la garganta.
“¿Esto hubiese deseado tu tía para ti?” Pensé, intuyendo la resolución.
Sin meditarlo, apliqué una gran cantidad de crema hidratante y maquillaje ligero, dedicando la clausura de sesión a mi descuidado cabello, en una alta coleta.
Mi cita era preponderante y estar presentable, esencial.
—Va por ti —anuncié elevando el mentón y aliñándome las solapas del blazer, asiéndome de mi bolso y calzándome los zapatos de tacón.
El tráfico era una mierda, pero el chofer del taxi que abordé a las afueras del condominio al sonar las diez, se las arregló para tenerme a tiempo en la notaría con lo vasto para cumplimentar a la recepcionista sin sonar acuciada.
—El Señor Dumont la espera, Señorita Williams. Pase, por favor —Correspondió. Y dicho esto, la rubia bajita, de cabellera rizada y mejillas regordetas, me guió al estudio de su jefe.
Sin previo aviso, giró la perilla del portillo confiriéndome el acceso, favor que fue recompensado con mi mejor actitud optimista.
—Señorita Williams, bienvenida. Tome asiento.
Tan pronto como me apreció, se puso de pie abrochándose el saco negro y yo quedé idiotizada con la monumental estantería repleta de libros jurídicos y enciclopedias de todos los tamaños, adjudicándole el toque intelectual y docto al bufete que desde el vestíbulo, se hallaba embalado en tablillas caoba al alto brillo.
El abogado no era mucho mayor que yo, quizá por eso su excesiva amabilidad ridículamente me mareaba. Contaba con algo más que treinta años, empero, las gafas le inyectaban un efecto de madurez que imponía respeto, aunado a la severidad de sus facciones.
—Si no le importa, desearía agilizar la lectura del documento para comodidad de los dos — Puede que los asuntos de Astrid no fueran los únicos en su agenda, así que aprobé sin más preámbulos.
— ¿No citó a nadie más? — cuestioné intrigada, inspeccionando la sala.
—No. Usted es la única que figura en el documento.
Sin más levantó la tapa del cartapacio de cuero encima del escritorio, sacando el sobre protegido debajo y extrayendo un juego de hojas tamaño oficio de las que leyó: —Yo, Astrid Williams, en pleno uso de mis facultades mentales y en vista de no haber contado con ningún tipo de descendencia: nombro a mi querida sobrina, la Señorita Jenna Williams, heredera Universal de todos mis bienes. Los cuales constan de: una casa en la Ciudad de Chicago, Illinois, y varias cuentas bancarias que juntas arrojan un monto total de…
— ¡Pare! —Exclamé, tendiéndole la mano para recibir el escrito.
Abrumada, terminé de leer.
¡Era muchísimo dinero!
De repente, recordé las largas charlas con la tía Astrid y cómo, cada una de ellas, sin falta concluían con una oración tajante a la que proveía exiguo apego: “Tu futuro estará asegurado siempre, niña mía”.
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