Cuando Lilly abrió los ojos, un Michael apesadumbrado la miraba desde los pies de la cama con las lágrimas bañándole las mejillas. En ese mismo instante supo que sostener la charla prometida, era un asunto meramente imperativo. El más grande dolor experimentado se había desvelado, ¿qué pasaría con ellos en adelante?

La garganta le escocía por tantos gritos proferidos al despertar del desmayo en la sala de urgencias, no había bebido una gota de agua desde antes de salir del apartamento con rumbo a la casa de sus padres, así que si no sufría de deshidratación era gracias al suero fisiológico con que mantuvieron sus venas permeables.

—Tu salud es perfecta —escuchó la ojiazul durante la revisión contemplando a su médico de escleróticas color rojo sangre, engancharse el estetoscopio al cuello —. No veo para qué retenerte más tiempo.

Ella se mordió el labio inferior, nerviosa.

—Es… —quiso decir un par de palabras, encontrándose con la sorpresa de una afonía que apenas dejaba entender lo que pronunciaba —Está bien. Me siento… mejor.

—Forzaste la voz demasiado, la afonía pasará en cuanto bebas líquidos.

Lilly asintió.

Entonces Moore se dio la vuelta dirigiéndose a Doris, la que permanecía tras él haciendo anotaciones en el expediente.

—Doris, ¿me harías el favor de tramitar el alta? La firmaré en un rato —Sin agregar nada al respecto, la enfermera obedeció a sabiendas de que lo que realmente esperaba Mike, era estar a solas con Lillian antes de que a Jackson le diera por hacer acto de presencia.

El tiempo posee valía cuantiosa si de esclarecer los hechos caóticos se trata. No podía ni debía desperdiciar un segundo.

—Lilly…

—Lo sé —musitó, y a ambos los absorbió el quebranto.

Dicho esto, sin aguardar más, luego de diez años sin sentirse Michael se apresuró a sus brazos, acogiéndose el uno al otro.

Fue un abrazo sentido y ferviente en el que se transmitieron sus verdaderos sentimientos. Se seguían amando con la misma intensidad del ayer o quizás con una diez veces mayor. Difícil deducirlo. Lo cierto era que aquella energía química que los envolvía en su adolescencia jamás se hubo muerto, sino adormecido.

—Fue mi padre, Mike. Él, de algún modo perverso y egoísta no permitió que mis cartas se enviaran, al igual que me ocultó las tuyas. Pasé todos estos años odiándote por abandonarme… —el llanto y la afonía le inyectaban un efecto a su lexía, tan lastimero, que achicaba el corazón del castaño.

— ¡SCH! —la acalló con las manos en esas mejillas sonrosadas que tanto había extrañado, besándole la frente porque aunque ansiara con todo su ser besarle los labios, seguía siendo la novia de otro —No digas más. Ya lo hablaremos, te lo prometo.

El alta estuvo lista y la firma del médico a cargo del caso fue plasmada sin demora,  confiados en que Turner, su madre o la misma Jules irían a recogerla, pero no fue así.

Las horas pasaron y nada, ninguno respondía las llamadas realizadas desde el hospital.

— ¿Quieres que haga un último intento? —le preguntó Doris, sirviéndole el tercer vaso con agua que Lilly se bebió de cuatro grandes sorbos.

Moría de sed.

Negó.

—Prefiero que no. Puedo irme sola de ser necesario.

—No. De eso nada —Protestó Michael, presuroso —. Yo mismo te llevaré a comer algo y posteriormente, a donde tú me digas.

La enfermera sonrió jubilosa, porque finalmente el destino traidor se estaba redimiendo.

Y así lo hizo.

La cafetería del hospital, con su famoso sándwich de pavo, fue el sitio a donde fueron a parar. Hambrienta, la ojiazul lo devoró en un santiamén, vigilada por unos iris marrones cargados de adoración.

— ¿Tú… no comerás nada?

—Hoy mi apetito es limitado —fue la respuesta que la dejó sin aliento.

Cada día de la última década, la voz de Mike la persiguió a donde quiera que fuera. Ninguna otra la borró de su memoria. Ni Jack, con su timbre vocal grueso y pastoso, logró suprimirla o anularla.

“Te amo, Caracola”. “Te amo, te amo y mil veces te amo”. Escuchó en sus pensamientos, frase que antes era capaz de abrirle un hueco en el pecho, pero que ahora le brindaba el oxígeno puro e imprescindible para respirar hasta que sus pulmones quedaran al tope.

— ¿Quieres… dar un paseo? —ofreció, uniendo sus miradas.

—Estaré encantado, Caracola.

***

El aire del mar soplaba alborotándoles el cabello. Caminaban uno al lado del otro por la orilla de la playa, descalzos sobre la suave arena donde sus huellas quedaban plasmadas, para más tarde ser arrastradas por el agua salada al subir y bajar la marea.

— ¿Sabes?, en diez años no había disfrutado tanto de los rayos del sol golpeándome la cara. Es… como si hubiese vuelto a aquel último verano juntos. Antes del baile de graduación.

—Cuando nada nos importaba más que nuestra amistad —señaló Mike, con sus zapatos en la mano izquierda y la otra dentro del bolsillo del pantalón, sonriendo porque Lilly ni siquiera miraba por donde pisaba, de cara al astro rey.

“¡Mira al frente por piedad, Caracola o tropezarás!” Clamaba para sí, divertido.

—Eso, y en mi caso el tener que callarme lo que sentía por ti…

Y tropezó.

— ¡Cuidado, Lilly!

La carcajada de ella llenó la atmósfera, aunada al sonido de las olas rompiendo contra las rocas.

En verdad estaba dichosa, liberada y eufórica, como si hubiese consumido una especie de droga hilarante.

Si no cayó de rodillas fue gracias a los brazos de Moore.

—Ven conmigo. Sentémonos un momento —pidió, conduciéndola a donde el suelo húmedo no les mojara la ropa.

Posteriormente de tomar asiento y antes de que el día acabara, fue Michael quien marcó el inicio de la conversación en deuda.

—Hoy leí el último reporte en tu antiguo expediente.

El gesto alegre de la castaña se desvaneció.

— ¿Qué sucedió esa noche, Lilly?

“¿¡De quién es, Lillian!?” “¿¡Es del hijo de puta de Moore!?” Los gritos de su padre la atenazaron como decenas de pinzas apiñándole las entrañas.

—Si no quieres contarme, yo…

—Era tuyo, Mike. Tienes derecho a saber.

La narración de la peor noche de su vida, a cuenta gotas fue desarrollándose bajo el escrutinio pasmado y taciturno del hombre al que amó, amaba y seguiría amando por siempre.

Para una adolescente inexperta, llegar a la conclusión de un embarazo inesperado sin precisar de exámenes de laboratorio, literalmente es como querer meter un garbanzo por el orificio de una aguja. Los síntomas estaban ahí: amenorrea, náuseas, mareos, tetillas sensibles; sin embargo se le podían atribuir la mayoría de ellos a los cambios hormonales de la edad y a que en esas fechas, la hija de Martin y Selene no llevaba una alimentación sana o un día a día libre de estrés.

¿Quién en sus cinco sentidos vive tranquilo, como si fuese un ave en cautiverio?

Pocas eran las visitas que Martin consideraba permisibles. Solamente Doris y la Señora Turner eran bien recibidas, porque ni siquiera a Jackson lo guardaba en buena estima luego de según él, sacarla de la casa para despedir a Michael.

—Llovía a cantaros. Papá no comía ni dormía, tirado en el sofá de la sala sin bañarse, oliendo a licor y rodeado de botellas vacías de ron tiradas por doquier.

Tres meses pasaron y la sintomatología empeoraba.

Podía ser prácticamente una niña, empero, con el abdomen bajo aumentando de tamaño aún y con una dieta precaria…

—Por la mañana había devuelto el estómago más veces de las que puedo recordar, pero por la tarde, un dolor intenso me mantuvo aovillada en el suelo del baño en la planta baja de la casa. Mi padre era un borracho, pero con todo y eso, se dio perfecta cuenta de lo que me pasaba. Los cambios físicos eran manifiestos. Si yo tenía plena consciencia de ello al mirarme desnuda en el espejo, ¿crees que él con su experiencia, no?

Mike suspiró indignado, preguntando: — ¿Te hizo algo? Dime, Lilly, ¿te maltrató?

Negó resoplando, con las lágrimas desbordantes.

—No más allá de tirarme del cabello a la vez que preguntaba a gritos, de quién era lo que cargaba en mi interior.

Michael apretó la mandíbula a nada de salirse de sus casillas, pronunciando improperios hacia un Martin que deseaba intensamente aún se hallara en el mundo de los vivos para así tener el placer de recitárselos cara a cara, como él lo hiciera al exigirle alejarse.

Instintivamente, entrelazó los dedos de su derecha a la izquierda de ella, temblorosa y fría. Hecho súbito que la hizo advertir protegida.

—Quizás olvidó cerrar la puerta, porque de no haber sido por Jackson entrando sin ser escuchado… —Dejó la frase a medias e inhaló profundo, recomponiéndose para exhalar paulatinamente rememorando el puño yerto que amenazaba con cruzarle el rostro de un solo golpe —Antes de que se le ocurriera abofetearme, Jack se desgañitó vociferando que él era el padre del bebé. Esa fue la última vez que lo tuve frente a mí, porque al darse cuenta de mis shorts manchados en sangre, como el peor de los cobardes salió corriendo en pleno aguacero para nunca más volver.

— ¿Entonces…?

—No, Mike —convino la ojiazul en torno a la pregunta implícita, con un nudo asfixiante en la garganta —. El cuerpo de Martin Buttler fue hallado por pescadores una semana después, flotando en alta mar y en completo estado de descomposición.

Por supuesto que el relato no terminó ahí.

El dolor atravesó a Michael como una espada al discernir el resto de la historia.

Sola, sin padre y sin madre, dependiendo de una familia que no era la suya y sin aparentes razones para persistir, sin avisar a nadie la playa la amparó una tarde de otoño.

Las olas avalaban sus ímpetus reventando al ritmo que el viento les marcaba, pero a la Lillian que lo perdiera todo, no le interesó.

Sabía que para dejar ir el sufrimiento, debía despedirse de él enteramente.

Elegir, solo eso.

No creía soportar sin él, no sin Michael.

Descalzándose las convers, el mar la fue engullendo acorde se introducía. En ningún otro espacio se percibía tan apacible y precisaba de silencio, uno que no fuese destruido sin esfuerzo.

¿Aguantaría la respiración?

No se hallaba en sus opciones y pese a que las tenía, no se trataba de otra de sus competencias, sino del final de ellas. De todas.

El agua le llegó al cuello mucho antes de lo planeado, salpicándole la cara y haciéndola bambolear hasta que ya no hubo más qué sumergir.

—Encontré el silencio tan ansiado. Lo acaricié por escasos segundos de infinita paz, Michael, y cuando creí morir, ella me dijo que no lo hiciera, que tenía que ser fuerte.

Sollozando a la par, el castaño formuló: — ¿Ella? ¿Quién?

—Selene, mi madre —jadeó, musitando entrecortadamente.  

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