Me apuré a llegar al salón central del castillo el cual ya estaba abarrotado de hombres provenientes de la batalla. Ya habían lavado sus pieles y cambiado sus indumentarias por unas nuevas telas brillantes y suaves. Entre la multitud vi a Darco, cuyo cabello aún húmedo caía con gracia sobre sus hombros.
— ¡Darco!
La emoción me hizo gritar tan fuerte que mi voz aguda llamó su atención y la de otros más.
Sin correr, se acercó hacia mí con los pasos más rápidos que le había visto y me sujetó en sus brazos con fuerza. El aroma que desprendía su piel correspondía al de una deliciosa mezcla de aceites y aunque el apretón me hizo lastimar la herida que momentos antes me habían cerrado pronto el dolor se dispersó entre el sonido de su voz mientras hablaba sin soltarme aún.
—Erio, temía mucho por ti.
Sentí como me elevaba hasta el cielo. Él, el motivo de que mi corazón latiera desbocado se había preocupado por mí.
—¿Ya te atendieron la herida? — dijo mientras separaba brevemente su cuerpo del mío.
— Si, lo han hecho ya.
— Te sientan bien esos colores. Tu cabello se ve más vivo.
Sonreí un poco y puse atención en la ropa que el llevaba. El color verde esmeralda hacía que su piel se viera dorada y sus ojos resplandecieran. A pesar de los rasguños en su cara por la batalla había algo que me atraía a él irrevocablemente.
— Tu tampoco estas tan mal, Darco.
— Solo un poco. Aún sigo molesto por haberme desobedecido, pero si no hubiese sido por ti ahora estaría muerto. Tu cubriste mi flanco izquierdo, ya hablaremos de eso cuando regresemos.
En ese instante uno de los cuernos se escuchó por todo el recinto en señal de que la cena estaba servida. El sonido había hecho que toda una multitud de hombres hambrientos se pusieran en marcha al salón aledaño desde el que podía olerse un delicioso festín. La comida estaba dispuesta en generosas vasijas de metal en doce mesas muy largas sin sillas, lo que sirvió para que los guerreros se agolparan a las orillas de cada una sin problemas. El vino comenzó a allegar a raudales en grandes jarrones y la música proveniente de una de las esquinas acompañaba al juglar y animaba el ambiente. Celzada parecía ser un buen lugar gracias a la señora Leah. Parecía un pequeño reino dentro de otro reino.
— Entremos y comamos. Tengo ganas de beber vino.
La algazara era tanta que de a poco comencé a ponerme feliz. Estaba disfrutando de un trozo de liebre y pensaba seguir con una porción de gallina. El paté también tenía un aspecto suculento y me permití beber del borde de acero de una copa rebosante en vino. No esperaba ponerme ebria, pero si el alcohol que habían usado para juntarme la piel no me había hecho efecto, era probable que el vino tampoco lo hiciera.
A todos se les llenaba la boca mientras cantaban un poco al ritmo de la música. Darco lucía relajado y tranquilo pero sus ojos se movían pensativos de vez en cuando. Parecía escudriñar en las personas. Como si quisiera encontrar en ellas la respuesta a una pregunta que yo no conocía pero que podía tener relación con el hecho de no confiar en nadie más.
La comida comenzó a menguar y entonces los sirvientes comenzaron a recoger las charolas vacías y a llevar más vino. Fue entonces cuando una música cantarina comenzó a sonar, distinta de la que ya se estaba tocando. Esta vez los bandolones y tambores usurparon a las arpas y entonces una fila de bellas mujeres envueltas en telas de seda entró al lugar y comenzaron a rodearnos. Debieron haber sido las mismas que nos recibieron a la llegada porque una de ellas se refirió a mi como “el pequeño pelirrojo”.
La mayoría de los hombres soltaron lo que tenían entre manos y comenzaron a seguirlas hasta las alfombras en donde se sentaron plácidamente a disfrutar sus compañías. Más esta de decir que no era una actividad que quisiera disfrutar por lo que sin decir palabra me escurrí hasta la puerta y de ahí, hasta uno de los patios laterales en donde el olor de las flores de jazmín se mezclaba con el de la hierba y podía ver como las estrellas centelleaban con todas sus fuerzas. Esas estrellas… las mismas de las que había hablado Tareq. Recordé que me había pedido volver por la noche y al dar un paso atrás para recorrer el camino de antes la voz de Darco me suspendió en el aire.
— ¿A dónde vas?
El escenario no podía ser más que perfecto. El cielo oscuro, las estrellas brillantes, un par de antorchas cuya luz resaltaba la figura de Darco y el aroma de su piel perfumada que destacaba sobre el de las flores.
— No iba a ninguna parte. Solo iba a caminar por este jardín.
— Es un lugar lindo. El olor de estas flores siempre me ha parecido familiar pero no sé por qué.
— ¿Los jazmines?
— Si, los jazmines. Algo tengo con ellos, pero no termino de saber qué.
— ¿Quién lo diría? El caballero Darco tiene predilección por las delicadas flores.
— El ser rudo no está peleado con la estética. Recuérdalo.
Sus palabras se sentían cual miel en mi boca.
— Lo sé. No quise ser prejuicioso. Es solo que me parece curioso.
—Para mí también es curioso. A veces, y solo a veces llego a creer que es un aroma relacionado con mi madre. Cada vez que huelo un jazmín siento una ráfaga cálida por mi pecho. No sé cómo explicarlo. Simplemente lo siento.
Mi corazón se enterneció porque podía entender esa sensación. Cada vez que me detenía a ver el amanecer recordaba a mis padres durante el desayuno. Los tres nos levantábamos al alba y salíamos a desayunar a la parte trasera de la casa, la que daba al este. Juntos comíamos, compartíamos y disfrutábamos los rayos del sol sobre nuestros rostros. Los amaneceres me hacían recordarlos, así que lo que Darco decía no era tan descabellado.
— ¿Recuerdas algo de ellos?
— Quisiera. Por más que trato no puedo hacerlo. Tengo vagos recuerdos de mi primera infancia, tal vez tres años. Recuerdo un hombre apresurado llevándome en brazos hasta un grupo de personas. A ellos si los recuerdo un poco mejor, pues me cuidaron cerca de tres años. Una caravana de gitanos. Me protegieron y alimentaron como a uno de ellos hasta que llegamos a Lergolla en barco. Aquí no fueron amables con ellos y tuvieron que huir, pero me dejaron aquí. Jofranka, la mujer que más se encargó de mi me dijo que debía cuidarme como ellos me habían enseñado y que un día mi padre y mi madre volverían por mí. La realidad fue que terminé en una taberna siendo atendido por un buen hombre que después me llevó al castillo. El resto es historia. La vida terminó por moldear lo que soy. Lo único que queda de mi pasado es esto — dijo mientras me mostraba una de las tantas pulseras que colgaban de su muñeca. Hacía referencia a una de delicado cuero negro con una pequeña moneda de oro con letras borrosas.
— Eres un buen hombre.
— No para todos. La mayoría me considera un buen caballero, no un buen hombre. Aprendí a encerrarme y eso me gusta. Ser un buen hombre me llevó a muchas desavenencias así que, el nombre Darco no es por nada.
— Pero, si lo eres. El hecho de que tengas la nobleza de pensar en tu madre y hablar de ello me dice que eres más que un caballero.
— Tienes conceptos raros de la gente, Erio. Ves cosas en las que un hombre no pondría ni la más mínima atención.
— Porque no soy como los demás hombres. —atreví a decir. — Quisiera poder ser yo sin que hubiese consecuencias.
— ¿Pero de que hablas? No eres el típico escudero. Ni el típico soldado tampoco. Eres tan… tu, “El osado Erio”
— ¿Y eso es bueno?
— ¿Estaría a tu lado hablando de estas cosas si no?
— Probablemente no. Estarías dentro disfrutando con las doncellas.
Darco soltó una carcajada.
— No soy ese tipo de persona.
—Y ¿qué tipo de persona eres entonces?
— Según tu una muy buena.
— Ahora tengo curiosidad… ¿Por qué no te quedaste dentro con los demás?
— Tal vez por la misma razón que tu saliste a caminar al jardín.
Alcé una ceja porque no sabía que era lo que quería decir. Yo había salido a caminar al jardín porque soy una mujer que gusta de los hombres. ¿Pero Darco? Probablemente hice una mueca de duda porque apresuró a decir.
— Supongo que saliste porque tienes a alguien especial en tu vida ¿no es así?
Vaya, Darco tenía razón. No lo había admitido aunque todos los caminos me llevaban a él. No salía de mi mente, todo mi interior se estrujaba cada vez que de él se trataba. Y ahora, frente a frente, parecía que mis escudos se habían caído y no tuve más remedio que seguir mi corazón.
— Si, Darco, si pienso en alguien. — Las manos comenzaron a temblarme.
— Esa es la misma razón por la que no estoy ahí adentro. Yo también pienso en alguien.
Dejé de respirar por un par de segundos. Esas palabras podrían haber sido hermosas, pero no hacían más que punzarme el alma. El temblor de mis manos pasó de la emoción al enojo.
— ¿Andra? — pregunté.
— Los rumores corren rápido.
— No han sido rumores. Los he visto.
— ¿Y qué has visto?
— Creo que es bastante evidente que cuando estas con ella todo en ti cambia. Sonríes más, eres más delicado. No dejas de mirarla.
— Bueno, no puedo negarlo. Cuando niña ella también vivía en palacio porque estaba siendo educada para doncella. Fue la única amiga que tuve. Era ella quien me aceptaba tal cual soy y lo sigue haciendo. El tiempo se encargó de que las cosas florecieran entre nosotros.
Sentía que iba a estallar. No quería escuchar lo que Darco estaba diciendo. En el palacio mis ojos me habían dejado ver que él estaba anonadado por Andra, pero que su boca lo confirmara me hacía sentir el peso de una espada clavada en el corazón.
—Pero — Darco continuó — de la misma forma se encargó de que nunca pudiese haber algo entre nosotros.
— Ella está comprometida.
— Con el bufón de Tereno.
— Ella te corresponde.
— Pero no es tan sencillo. Su matrimonio fue convenido por el padre del Rey Diego. Era favorecedor para ambas familias y para el reino también así que todos salían ganando.
—Todos menos tú.
— Así es Erio, todos menos yo. Y también Andra. Es una gran mujer. Jamás desobedecería las órdenes del rey o de sus padres, ni siquiera las de Tereno.
Se me hizo un nudo en la garganta. Quería hablar, pero mis ojos estaban a punto de dejar salir ríos de tristeza.
— Dices que no pueden tener algo. Lo tienen. Aún con el compromiso, ella te corresponde y tú a ella.
— No es lo mismo, Erio. Lo sabes. Fingir pequeñas caídas para poder tomar su mano sin que Tereno me asesine, o buscar la manera de encontrarnos por coincidencia en el mercado. Eso no es lo que quiero. La deseo y desearía estar con ella libremente.
Había terminado de clavar la última banderilla. No tenía ni una sola posibilidad de acercarme a Darco y eso me dolía. No como Erio, sino como Enya. Sin querer había creado una ilusión en mi corazón, y no la había aceptado hasta ese momento… el momento en el que Darco confesaba su amor por alguien más.
— ¿Y tú? ¿Cuál es el nombre del motivo por el que no entraste a disfrutar de las doncellas?
La ironía salió por mi boca en forma de sonrisa. No podía respirar, el mismo aire me sofocaba y me hacía sentir ahogada. El corazón me latía a prisa y el pecho me dolía. Necesitaba salir de ahí pronto. Tareq volvió a mi mente y pensé en ir a buscarlo así que, justo como cuando Darco llego, volví mis pasos al intrincado camino que daba a su observatorio.
—¿Erio? ¿Vas a decirme?
Me detuve en seco. ¿Quería saberlo de verdad?
— Lo siento, Darco, creo que mi historia es aún más triste.
— ¿Por qué lo dices?
— Porque siento amor por alguien que no podría darse cuenta de ello, aunque se lo restregara en la cara.
Sin más ni más caminé hasta donde Tareq. Tal vez sus estúpidas estrellas tenían el mensaje que ya sabía. Yo no era más que una estúpida joven de un estúpido pueblo que luchaba por su estúpida vida, dándose el lujo de soñar que podía ser alguien.
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