Lillian estaba nerviosa. Había aceptado hablar con Michael, pero en momentos se advertía indecisa. Era como si dos fuerzas tiraran de cada uno de sus brazos en direcciones diferentes, por un lado las ganas enormes de romper con el rencor que la mantenía atada al pasado y por el otro, ese mismo rencor que le anulaba la razón colmándola de reticencia.

Era la sensación más atosigante que había experimentado en su vida.

De cualquier modo, la decisión ya estaba tomada y echarse hacia atrás, jamás le había sido una opción, aunque debieron aplazarlo porque la escuela de la madre de su novio, no era precisamente el mejor sitio para conversar largo y tendido.

“Ya sabes dónde encontrarme”. “Tú decide la fecha, la hora y el lugar”. Le concedió Moore y así lo haría.

El cumpleaños de Jackson estaba a la vuelta de la esquina. Aprovecharía el segundo tercio de su descanso para visitarla a ella y a su madre desde Coronado por diez largos días, en los que caminarían por la playa y festejarían íntimamente.

O esos fueron los planes que él le externara esa mañana por medio de una llamada telefónica que por supuesto, tuvieron a bien autorizarle los altos rangos.

Otra de las llamadas que recibió fue de Dominic Walton, el agente de la inmobiliaria a cargo de la venta de su casa, que al parecer, ya tenía comprador.

—Señorita Buttler, el contrato de compraventa estipula, que tiene el tiempo que guste para sacar del inmueble todo lo que quiera conservar. El nuevo dueño no tiene ninguna prisa por ocupar la vivienda en un lapso breve —le comunicó amablemente, del otro lado de la línea.

—Puede ser, pero no quiero abusar de él y tampoco me interesa posponerlo indefinidamente. Hoy mismo, por la tarde, recogeré lo poco que pudiese interesarme.

Dominic, suspiró.

—Bien. Como usted guste, Señorita.

—Le agradezco, Walton. Le avisaré cuando esté hecho. Que tenga un excelente día —se despidió, cortando la comunicación.

De pronto, aún recostada en su cama, un escalofrío la recorrió entera.

La de cosas que había vivido en esa casa.

Una casa en la que fue tan feliz como desdichada. No obstante, se apreciaba un tanto inconforme pese a que en diez años, no deseó nada con más fervor que deshacerse de ella.

Entonces, ¿qué le estaba pasando?

¿Qué era ese vacío que en su pecho se expandía conforme asimilaba la noticia?

Sin duda alguna, el que si ciertamente era el bien que más aborrecía, también era el único lazo físico que le quedaba con su madre y, que en el instante en que cerrara sus puertas por última vez, sería como si la dejara ir del todo.

En introspección, tomó aire y posteriormente de sopesar sus opciones, se quitó el edredón de encima y caminó hacia la ducha, retirándose las prendas a la par que avanzaba. El agua fresca de la regadera acabó por espabilarle la mente, ahuyentando las dudas e infligiéndole la seguridad que equilibró la balanza hacia el lado más sensato. Se vistió ligera y con lo primero que se encontró en el guardarropa. Unas convers blancas y un vestido de tirantes en tono ciruela, cuyos tejidos caían desenfadados y le ofrecerían la soltura indispensable para las tareas que iba a realizar.

Se hizo una coleta alta y con destreza, envió un mensaje de texto corto a la Señora Turner, excusándose por no asistir a las clases de la tarde y el porqué de no hacerlo, utilizando palabras clave.

— ¿A dónde tan temprano? —quiso saber Julia saliendo de su habitación lista para ir a trabajar, topándose con la castaña saliendo de la suya.

La de cabellos caoba seguía bostezando.

Para ella no eran las ocho de la mañana, sino de la madrugada.

La interpelada entornó los ojos negando, incrédula.

—Para ti, siempre es temprano.

En correspondencia a su atinado comentario, recibió un encogimiento de hombros y una sonrisa exagerada de dientes pulcros.

—La casa de mis padres ya tiene comprador, así que aprovecharé el día para registrar el sótano por si aún queda algo que conservar —enunció, adelantándola.

— ¿Siquiera has desayunado?

—Ya comeré un bocadillo más tarde.

— ¿Quieres que te de un aventón? Me queda de camino —ofreció, recogiendo sus libros al pasar junto a la encimera de la cocina, al mismo tiempo que su compañera recogía un llavero del portallaves incrustado en la pared de la sala, cerca de la puerta de acceso al departamento.

—Te lo voy a agradecer mucho.

El Beetle ocupaba su plaza correspondiente en el estacionamiento. Julia quitó los seguros con el mando a distancia y subiendo en él, comenzó un recuento rápido de los chismes más recientes en la Bahía.

— ¿Sabes que Bárbara Toker y sus súbditas tienen desde el fin de semana en una venta de garaje, cuyas ganancias donarán en partes iguales a la iglesia y al hospital?

—Seguramente tienen nuevos pecados que expiar —sentenció Lilly, terminando de colocarse el cinturón de seguridad.

La máquina ronroneó y después, su dueña enunció: —Puede ser. Mas tratándose de Bárbara, imagino la clase de objetos de los que me puedo hacer por unos cuantos dólares. Lo que para esa gente es basura, para otras es oro puro.

— ¿Eso significa…?

—Que me echaré una vuelta por su cochera al finalizar mis clases —confesó la de ojos ámbar, saliendo del aparcadero y tomando la avenida sin frenar a comprobar que el camino estuviese despejado.

Los cláxones de los otros vehículos sonaron en amonestación.

—¡¡Lo siento!! —gritó muy quitada de la pena, como si con una disculpa quedara atrás el susto que los pobres conductores se llevaron.

La castaña ni chistó, acostumbrada a tamaños exabruptos e insensateces.

Si fuera cualquier otra persona, ya me habría bajado con el auto en movimiento.

No seas quejumbrosa. Mejor, dime si ya compraste el regalo de Jackson.

—No. Aún no he vuelto al centro comercial. Procuraré hacerlo antes del fin de semana —prometió, sin despegar la vista del frente y de las manos al control del volante.

Viajar en el auto de su mejor amiga, requería de alerta máxima.

Por cierto, tengo que contarte algo…

Y con esto el relato de la visita de Michael y Doris a la escuela de natación, llenó la atmósfera dentro de la cabina, junto con los detalles y el más insignificante de los pormenores.

Cuando no eran los párpados que enmarcaban el ámbar de los iris de Jules los que se abrían inconmensurablemente, eran sus labios formando un óvalo perfecto y simétrico.

¿Acaso el milagro ansiado se estaba materializando a cuentagotas?

Creo que tienes razón y nos debemos una última conversación.

— ¿Qué pasará si Jack se entera? —cuestionó, corriendo el peligro de delatarse.

¿Qué más le daba si se enteraba o no?

La salivación excesiva y el tamborileo de sus dedos inquietos, hicieron que Lillian frunciera el entrecejo.

Quiero decir… ¿no temes que se moleste?

La sospecha ante su reacción flotaba en el aire. Empero, la concepción de estar paranoica le cruzó a la ojiazul por la mente un nanosegundo.

Jackson es mi novio, Jules. No mi dueño.

Lo sé, pero eso no borra el pasado compartido entre Moore y tú.

Por supuesto que no. Sin embargo, si no lo hago, no parará de insistir. Además, ¿no fuiste tú misma quien me lo aconsejó?

Discúlpame, Lilly. Tienes toda la razón.

Y dicho esto, el auto frenó justamente a las afueras de la casita de los Buttler.

— ¿Estarás bien? —quiso saber la chica Kaplan, enterada del repelús que le inspiraba a su amiga el estar más de cinco minutos en el hogar de su infancia.

Lilly asintió, quitándose el cinturón y bajando del vehículo.

La tensión se hacía más intensa mientras la ausencia de Julia se aproximaba.

No te preocupes. Esto es algo que tengo que hacer a solas.

***

El olor a aceite para lustrar madera invadió sus fosas nasales en cuanto puso un pie en la estancia. Los muebles, cubiertos por sábanas blancas parecían fantasmas organizando un ataque, prestos para arremeter hasta enloquecerle.

Cruzó la salita a paso apresurado, anticipándose a otro de sus más temidos enemigos: La reminiscencia.

Las vociferaciones y maldiciones lanzadas por Martin la última noche que lo vio, se colaron empeorando la ansiedad mientras la puerta del sótano se hacía visible.

No existía para ella nada peor que perder el dominio de sus emociones. No obstante, aquel ocaso lluvioso rebasaba la barrera de lo intolerable. De lo insuperable.

Abrumada, cogió la perilla recuperándose y la hizo girar, revelando la oscuridad y el aroma a humedad encerrada por dos largos lustros en las entrañas de la cripta, como solía llamarle.

Bajó los peldaños, colgó su bolsa al final del pasamanos y alzando el brazo derecho, tiró de la cadena encargada de encender la lámpara del techo.

“Por favor, dame fuerzas”. Pidió a quien quiera que la escuchara, escudriñando los rincones y dando con la bicicleta que su padre le comprara una navidad.

El rosa fucsia del armazón la hizo sonreír como por acto reflejo, sonrisa que se desvaneció de golpe ante una nueva evocación. Su lexía desesperada gritándole a Michael que no la dejara en tanto ella y Jackson pedaleaban sus bicicletas detrás del sedán de William, pudo haberle reventado los tímpanos pese a ser una ilusión. Tuvo que cerrar los ojos con fuerza para acallarla o saldría corriendo igual que aquel día, en el que escapara por la ventana de su recámara importándole poco las futuras reprimendas.

Menos mal que la bicicleta la pasaba en el patio trasero, o su peso sobre los diablillos hubiese hecho a Turner ir lento.

Deglutiendo la saliva amotinada en el paladar, deambuló hacia el fondo, donde tres repisas cubrían el muro principal, cargando valijas viejas y cajas de cartón polvoriento que una a una fue bajando, registrando su interior sin hallar mucho de valor.

La repisa más alta era la única que faltaba y la más compleja de alcanzar, pero la mohosa caja de herramientas de su padre cumplió con los requisitos de lo que hubiese sido un estribo en toda regla.

Y trepó en ella.

Un antiguo disco de acetato con la foto del Señor Sinatra encabezaba la columna en cuya base, un cofrecito de metal soportaba algunas mantas. “New York, New York” capitaneaba la lista de grandes éxitos, e imágenes de Selene y Martin oyéndola a todo volumen, bailando a lo largo y ancho de la sala, se reprodujeron en un flashazo.

Culpó al polvo del ardor en su nariz, asiéndose ahora del arcón apropiándose enteramente de su atención.

El contenido perfectamente ordenado, derivó en la infamia más perturbadora.

Fue como si el mundo se le derrumbara sepultándola bajo los escombros.

¡¿Por qué, papá?! ¿¡Tanto me odiabas!? —Se desgañitó gritando hacia la nada, llorando en impotencia y frustración.

¿Cómo pudo Martin hacerla pagar por un pecado ajeno?

¿Acaso no la amaba?

Ni Michael, ni ella se lo merecían.

Que equivocada estaba con respecto al gran amor de su vida.

Se aborrecería lo que le restara, por creerle responsable de su infierno sin meritarlo.

“Estúpida de mí”. Pensó.

Inesperadamente, todo alrededor giró, haciéndola soltar el cofrecito entre sus manos y desfallecer perdiendo el conocimiento, cayendo al suelo entre dos decenas de cartas.

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