Cebollas había escogido un restaurante caro, lo podía saber gracias al aspecto refinado de los clientes; por lo que resultaba obvio que estaba forrado de dinero. Humano sin corazón. En lugar de hacer alguna buena obra, como dedicarse a mejorar el medio ambiente o algo por el estilo, el muñeco Ken había decidido ser cocinero. Típico de riquillo nacido en cuna de oro. ¿Ese tipo de hombre era el que Luna quería en su vida? Aunque, si lo pensaba bien, el sujeto le podría resolver sus problemas monetarios. Me respondí diciéndome que no era asunto mío, y que había sido yo quien cortara nuestro momento. La observé bajar del vehículo amarillo al que llamaba taxi y entrar en el lugar pactado. Como era de esperarse, el sujeto se pasmó de asombro al observar la figura arrebatadora de la chica luciendo un vestido rojo. No me cansaría de repetirlo, era su color.
Desde mi estratégica posición podía ver todo lo que hacían. Cebollas era más aburrido de lo que pensaba, pero ella era lo suficientemente educada como para fingir que se interesaba por lo que fuese que estuviera hablando. Con toda probabilidad, le estaría haciendo un resumen sobre sus especias favoritas. Después de tomar un aperitivo, Ken se disculpó para ir al baño. Mi mirada descansó en Luna, luciendo hermosa y sola en aquella mesa. No me dirigió la palabra antes de irse, ni siquiera volteó después de tirar la puerta. Estaba seguro de que se molestaría si supiese que estaba allí, vigilando en la sombra. Mientras pensaba en ello, el roce del brazo de una mesera en mi ala me distrajo.
Para hacerme imperceptible al ojo humano usando mis habilidades de vigilante, debía extender mis alas. Al tomar aquella forma, los humanos podrían tropezar conmigo y no notarlo siquiera, solo se desviaban de mi camino y seguían como si nada. Sin dedicar otro segundo a la distracción, volví mi mirada a Luna. Estaba impaciente, consultando su reloj de pulsera. ¿Qué tiempo había pasado desde que el muñeco Ken se había marchado al baño? ¿Se estaba tocando o algo así? No lo culparía si así fuese, Luna estaba hermosa, por si había olvidado comentarlo. Por pura curiosidad, decidí darme una vuelta por el lavabo de hombres. Toda una suerte para Cebollitas, quien estaba siendo acosado por un demonio atormentador.
Aquel tipo de criaturas ocasionaban toda serie de pesadillas en los humanos, al punto de enloquecerlos de sufrimiento si no se detenían a tiempo. Me planteé la posibilidad de dejar actuar al atormentador, pero al final terminé por tomarlo del cuello después de dormir a Ken con un destello de mis ojos. La criatura se retorció en mis manos como gusano en el pico de un ave. Sonriendo de medio lado, invoqué mi esencia angelical para destruirlo con un golpe de luz celestial. Su chillido hizo eco en la reducida estancia, pero no despertó a Cebollas. El infeliz ni siquiera me recordaría.
No sabía qué hacer. Podía dejar a Cebollas allí tirado y sentarme junto a Luna en su lugar. Intentar hacer las paces con ella. Sin embargo, la lunática no dejaría de preguntar, y eventualmente lo descubriría por sí misma. Sintiéndome demasiado buen ángel para mi gusto, me acerqué al muñeco Ken para hurgar en sus pensamientos. Buscaría una imagen de su vivienda que me sirviera para volar hasta allí, y lo dejaría sobre su propia cama. Bien, quizás estaba exagerando con mi bondad, lo dejaría en la puerta de su casa, bastante tenía con haberlo salvado.
Pasaba por sus recuerdos de secretos culinarios después de una larga secuencia de imágenes de Luna en la mente de Cebollas. Vaya acosador. No estaba ni cerca de visualizar lo que me interesaba cuando sentí que la puerta rechinaba con la llegada de otra persona. Maldije a todos los arcángeles cuando el rostro asustado de Luna se reveló ante mí en la habitación.
—¡¿Qué…?! —exclamó, confusa— ¿Qué has hecho, Azazyel?
¿Me había llamado Azazyel? ¿No era Zazy? Si me hubiese gritado “demonio” no me hubiera sentado tan mal. Un extraño vacío en el pecho, potenciado por el miedo en su mirada. No recordaba haberme sentido así nunca en mis innumerables años de existencia. Luna corrió hacia el desfallecido Cebollas y se acuclilló junto a él, tocando sus mejillas para hacerlo volver en sí. No lo lograría. El sueño profundo al que lo había sometido era por su propio bien. Si revertía el efecto, su mente reproduciría en bucle los horrores que el atormentador había tenido tiempo de mostrarle. Solo con el apropiado descanso podría Cebollitas volver a ser un humano normal y aburrido.
—No lo despertarás.
—¿Lo mataste?
—¿Qué? ¿No lo ves respirando? ¿Qué motivos tendría para matarlo?
—Yo qué sé —me gritó, para luego murmurar con desgana—. No tengo idea de por qué haces lo que haces.
Algo me decía que no estaba contenta conmigo. No debí salvar al inútil de su novio. Si así me lo agradecía, bien podía llevárselo el propio Lucifer al infierno. Ella encorvó los hombros frente a su cita, y el eco de su suspiro cansado resonó en el baño.
—Escucha, Luna —comencé a decirle, atrapando su atención—. Deberíamos llevarlo a su casa para que descanse. ¿Sabes dónde vive?
Luna fijó sus ojos verdes en mi rostro, con la confianza que pone un niño en sus padres. Como si fuera su única esperanza en el mundo. Dios, eso se sintió tan bien. Guiado por un impulso, me acuclillé frente a ella. Mi mano voló a su barbilla, tomándola con suavidad para que no dejara de mirarme de esa manera tan especial.
—No —negó, aclarándose la garanta—. No tengo idea de donde está su casa.
—Antes de que entraras, estaba buscando en sus recuerdos para descubrirlo.
—¿Y por qué está en este estado?
Dudé si debería decirle. Me había costado convencerla de que estaba a salvo la última vez que le hablé sobre demonios.
—Fue atacado por un atormentador.
Luna guardó silencio, sus ojos escudriñaban mi rostro en busca de la respuesta. La vi tragar en seco al tiempo que su mirada se ensanchaba con el asombro de la comprensión.
—¿Qué hacía un demonio detrás de él?
—Sospecho que no estaba aquí solo por él.
Luna dejó escapar un sollozo ahogado, comenzando a mirar a su alrededor mientras se abrazaba a sí misma. Me acerqué más a ella con el objetivo de calmarla, pero la chica ya sabía lo que estaba pasando sin tener que explicarle con muchos detalles. Si hubiese tenido corazón, se me hubiera partido con su siguiente pregunta. “¿Qué haré cuando no estés?” Las lágrimas inundaron su rostro. ¿Le entristecía el pensar que me iría y la dejaría sola? ¿O solo temía por su seguridad? Por alguna razón necesitaba que estuviese dolida al pensar en mi partida. No podía decir el por qué. No tenía idea, pero lo necesitaba.
Finalmente encontré la imagen de una casa a las afueras de la ciudad en los recuerdos del muñeco Ken. Aferré la mano de Luna mientras cargaba el cuerpo inconsciente de Cebollas. Con un simple batir de mis alas estuvimos en el lugar señalado. La observé sacudir la cabeza sintiéndose mareada, era una novedad para ella la rapidez con que podía desplazarme. Dijera lo que dijera, no podía negarme que era mejor manera de viajar que tomar esos vehículos infernales que llamaba autobús.
—¡Espera! —exclamó ella cuando puse mi mano en el picaporte de la puerta— ¿Y si está su madre?
—¿Vive con su madre este perdedor?
—No lo sé, pero no te burles. Si algún familiar nos ve llegar con él en ese estado, no dudará en llamar a la policía.
—Sospecho que Bigotes de azúcar estará encantado de volverte a ver, señorita “Mentes criminales”.
Luna me hizo una mueca de desprecio, pero no pudo evitar que la sonrisa se extendiera por su rostro. Ahí estaba ella, la chica que me maldecía, pero siempre me guardaba un trozo de sus pasteles. El desastre perfecto.
Sacudí mi cabeza en dirección contraria a la humana. ¿Desde cuándo me dedicaba a divagar de manera tan cursi? Necesitaba una dosis de infierno para sacudirme tanta sensiblería del cuerpo. Me distraje observando la edificación a la que habíamos llegado. El Cebollas vivía en una casa de enormes proporciones. Desde el recibidor externo donde nos encontrábamos, se podía vislumbrar el esplendor de la misma. A través de las ventanas de cristal, era perceptible la silueta de una escalera que llevaba a segunda y a tercera plantas. Sospechaba que la habitación del muñeco Ken no estaría en el piso de abajo.
—Vas a tener que trepar.
—¿Qué? —dije, confuso— Disculpa, ¿has visto este par de bellezas? —le pregunté, señalando mis alas negras, ahora visibles— No veo la necesidad de trepar cuando puedo hacer uso de ellas.
—Claro, será muy normal para los vecinos ver un murciélago gigante revoloteando por el vecindario…
—¡¿Murcie… qué?! Pues a ver si trepas tú. Me encantaría verte intentarlo.
Continuamos disputando el mejor método de devolver al Cebollas a salvo en la comodidad de su cama, sin pararnos a pensar que ninguno de los dos tenía idea de en cuál de las habitaciones dormía. Entonces la puerta de la casa se abrió con un leve sonido. Un humano de avanzada edad nos observaba curioso a través de unos espejuelos gruesos, y quedando pasmado ante la visión de mis alas.
—Disculpa —le comenté, en susurros—. Hay una mosca en tus lentes.
Aproveché el momento de desconcierto para ocultarme tras una aburrida apariencia humana de nuevo. El viejo limpió sus cristales y sin sospechar nada, regresó la vista a nosotros, fijándose particularmente en el desmadejado Cebollas sobre mi hombro.
—Creo que… bebió demasiado —balbuceó Luna, momento que aproveché para dejar al paquete de especias humano sobre el suelo del portal.
—¡Joven amo! —chilló el viejo, corriendo hacia Cebollas.
—Bien, ya nos vamos.
Me despedí con un saludo de mi mano, tomando a Luna de la cintura para obligarla a caminar. Ella había regresado a sumirse en sus pensamientos con una expresión seria. Moría por saber qué tanto le preocupaba. No quería creer que estaba deprimida por causa de lo que le había sucedido a Cebollas. En cuanto a mí, mi humor no podía estar mejor. Todo marchaba de maravillas. La cita se había arruinado, y estábamos solos los dos. Mi momento para arreglar las cosas había llegado y no podía estar más eufórico. El parque que atravesábamos era amplio, decorado con estatuas de criaturas mitológicas y poblado de árboles con gruesos troncos. Un ambiente más que favorable para hablar con tranquilidad, pues a esas horas de la noche se encontraba desierto.
Una duda asaltó mi cabeza. ¿Por qué me sentía tan ansioso por hacer las paces con ella? ¿Sería un efecto de nuestro vínculo? Era contradictorio. Si me acercaba a Luna, solo me estaría torturando con los deseos de volver a besarla y Dios sabe qué más. Pero si me alejaba, podía exponerla a los peligros de mi mundo. No solo quería salvar mi inmortalidad. También me preocupaba su bienestar, lo admitiría. La odiosa pelirroja se había ganado mi afecto. Si no fuera un ser perfecto, me dolería la cabeza de tanto pensar en todo lo que provocaba con su simple presencia la conflictiva humana.
—¿Seguro que quieres caminar? —volví a preguntarle media hora más tarde— Hay un largo trecho hasta tu casa. Puedo llevarte.
—Gracias, pero quiero conservar lo poco que comí, dentro de mi estómago si es posible.
—Debes tener hambre. ¿Vamos a un lugar?
—¿Te sientes bien? —me cuestionó, deteniendo su andar— Estás siendo amable, ¿te golpeaste la cabeza o algo por el estilo? ¿Los ángeles caídos pueden tener infartos cerebrales?
No contesté a su absurda pregunta salvo por la mirada de fastidio que le dirigí. ¿Acaso no podía un caído ser un poco considerado con una chica? Llevaba un mes en su casa, había cierta confianza entre los dos. Aunque si lo analizaba poniéndome en su lugar, ya nada me sorprendería de mí. Si podía sentir celos de un mortal, ¿qué más me daba sufrir una hemorragia cerebral? No sería tan raro. Luna me observó inexpresiva por segundos que me parecieron eternos. Una sonrisa triste adornó la curva de sus labios justo antes de que todo se torciera. Iba a decirme algo cuando una fuerza oscura la apartó de mí con un tirón. Maldije para mis adentros antes de girarme. Estábamos rodeados de demonios, y en mi estupidez no lo había notado.
¿Cómo era posible? Para mí era natural no sentirme amenazado por las inmundas criaturas, pero al estar en compañía de Luna, debí percibir el potencial peligro para ella. Busqué su silueta con inquietud, hasta divisarla tendida en el suelo junto a una columna de concreto. Se incorporó con una mueca de dolor en su rostro, y solo eso fue capaz de enfurecerme. Me paré frente al demonio que se atrevió a tocarla y lo observé temblar mientras el brillo celestial en mis ojos se reflejaba en su rostro deforme. Sabía que iba a morir.
—Veamos qué tenemos por aquí… —Sonreí al tomarlo por la cabeza— ¿Qué tan estúpido hay que ser para amenazar mi vida? ¿No sabes quién soy?
Miré hacia Luna una vez más. La humana había comenzado a temblar ante la visión de las poco agraciadas criaturas, mientras se agarraba el brazo derecho. Me pareció extraño, debido a que no estaba sintiendo ningún dolor en mi propio brazo. Sin embargo, me vi obligado a dejar de pensar en ello cuando percibí las intenciones del grupo de demonios. Pretendían acercarse a Luna. Cuando atrapara al infeliz que me estaba complicando la existencia, iba a exprimirlo como a una naranja madura. Disfrutaría cada gota que saliera de él o ella.
Lo más fastidioso de todo, era el tipo de demonio que había enviado. La especie más maloliente del infierno, la que ni siquiera Lucifer podía soportar por más de unos pocos minutos. Los llamaban “indignos”. Dejaban detrás de sí un rastro de suciedad por donde pasaran. La textura de su piel era viscosa y resbaladiza, las pocas veces que había puesto mis manos en uno de esos, me había arrepentido por días, porque la sensación no se iba. En resumen, podían ser considerados como babosas infernales. Maldiciendo interna y externamente, presioné la cabeza del indigno hasta que estuve seguro de que estaba muerto.
—No porque haya vivido por siglos en el infierno significa que haya dejado de ser un ángel. Lo mejor para ustedes será que huyan por sus vidas, ocúltense otra vez en el agujero del que salieron. Esta será la primera y última vez que reciban un aviso.
—No huir —chilló uno de ellos, pasando al frente.
—Ah, ¿no? —pregunté, extendiendo mis alas a su máxima capacidad— Entonces, ¿jugaremos?
Podía sentir la ansiedad que emanaba de Luna sin recurrir a nuestro vínculo. Estaba tan tensa que apenas se le podía escuchar respirar. Tenía que calmarla, porque su malestar estaba afectando mi concentración. Con ello en mente, me giré hacia ella sonriendo de manera seductora.
—¿Me esperas un momento? Solo será un segundo, después iremos a comer como prometí.
—Seguro —sonrió, intentando reprimir el miedo que sentía.
—Cubre tus ojos, Luna. Está a punto de ponerse brillante aquí.
Lo tenía que admitir. Usar mis habilidades de Vigilante me hacía recordar los tiempos anteriores al diluvio, y me sentaba fenomenal. Mi esencia iluminaba de blanco mis ojos, provocando pavor en los demonios. No entendía por qué no se detenían si tanto los asustaba. Sin dedicarle un instante más a dicha cuestión, me lancé hacia ellos. Volaron cabezas y extremidades pringosas que desprendían el putrefacto líquido del que estaban llenos.
—¡Ah, Zazy! —Me reprochó Luna, haciéndome voltear de inmediato hacia ella.
No pude evitar reírme, ni siquiera lo intenté. Sin querer había bañado a Luna con la viscosidad de los indignos. La chica no lucía muy feliz, con su vestido rojo manchado de negro en casi su totalidad, y los rizos impregnados del maloliente y pegajoso líquido. Miraba en mi dirección como si quisiera matarme. Sin prestar atención a sus amenazas silenciosas, continué cercenando los cuerpos de los demonios hasta que me encontré ante montones de cadáveres putrefactos.
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