Mientras que Lilly le sacaba la vuelta buscando por todos los medios no encontrarse con él, Michael frecuentaba los sitios en los que pasara los mejores momentos de su adolescencia y, curiosamente, todos fueron a su lado. El malecón, la playa, el parque cerca de casa de los Buttler…, la escuela. Incluso la propia casita era testigo de cómo, al menos diez veces, se había parado frente a ella y elevado la mirada hacia el balcón de la recámara de la ojiazul, buscando Dios sabía qué.

¿A la Lillian adolescente?

Podría ser.

Aunque, lastimosamente por más que buscara y buscara, no la encontraría.

La nostalgia lo invadía, pero también la incertidumbre y las dudas.

Se preguntaba a sí mismo, por qué de buenas a primeras había dejado de recibir sus cartas. Luego de su partida a Boston recibía una cada semana y después, nada.

Era frustrante tener que adivinar para al final, volver al mismo punto.

Ese era el itinerario de los fines de semana, meter el dedo en la llaga y hacerla sangrar hasta que el dolor le recordara que todavía seguía respirando, para  posteriormente esperar la llegada del lunes y empezar de nuevo.

Extrañaba a Nathaniel.

No contaba con muchas amistades en Rainbows Bay, por si no lo habían notado. A la única que podía dirigirse en completa cordialidad aparte de sus pacientes, era a Doris, la enfermera que asistía a su padre. De alguna manera la consideraba parte de la familia aunque, ya no quedara nada de los Moore como tal. Sin embargo, siempre que podía lo invitaba a compartir la cena y él acudía, ya que estar demasiado tiempo en solitario dentro del que llegó a ser su hogar, despertaba a los demonios de aquellos últimos días de su adolescencia respirando el aire de la Bahía. En ocasiones, hasta le parecía escuchar a William bajando las escaleras hacia la cocina o caminando por los pasillos como si hubiese dejado algo inconcluso, o como si precisara decirle algo.

Michael, la Señora Wright era la última paciente del día —Le avisó Doris, que por azares del destino aun no dejaba su trabajo en la clínica.

Doris no tenía hijos y había perdido a su esposo mucho antes de que arribaran a Rainbows. Contraer nupcias por segunda vez no formó parte de sus planes aunque, sí hubo tenido una que otra aventurilla sin mayor trascendencia. Decía que jamás se vuelve a amar con la misma intensidad dos veces y, Mike nunca lo creyó así hasta que tuvo que aprenderlo por experiencia propia.

Te lo aviso por si quieres ir a tomar un descanso.

El castaño, sentado detrás del escritorio y apilando uno a uno los expedientes de pacientes atendidos durante la mañana de ese lunes, la contempló con el ceño fruncido.

¿Te gustaría acompañarme a comer? Dicen que en la cafetería del hospital preparan unos sándwiches de pollo que están para chuparse los dedos —dijo de repente, haciéndola sonreír.

Y en medio de esa sonrisa, Doris negó con un leve movimiento de cabeza y respondió: —Por supuesto que sí, Doctor Moore.

Se levantó de su asiento, se quitó el estetoscopio del cuello, se sacó la bata blanca y le señaló a Doris la puerta, por donde salió detrás de ella con rumbo al lugar pactado. Estando allí ordenaron el famoso emparedado de pollo, café y una ensalada de frutas como postre, alimentos que consumieron entre risas y una conversación entretenida.

Pero no todo en la vida es color de rosa, también las temáticas serias forman parte del día a día.

Ayer estuve por la propiedad de los Buttler. ¿Sabes si alguna inmobiliaria se está haciendo cargo de la venta? —Formuló Mike, entre un bocado y otro.

La enfermera se le quedó viendo fijo.

¿Por qué lo preguntas?

Mera curiosidad —señaló, tan quitado de la pena como si fuese verdad.

Por lo que sé, hace al menos dos años que Lilly decidió ponerle precio y una inmobiliaria de los Ángeles, es la que está a cargo. No estarás pensando en ser el comprador. ¿O sí?

Este le dio una enorme mordida al sándwich, llenándose la boca.

 —Los rumores eran reales. Esto está delicioso.

Lo que tenía que hacer para evitarse las explicaciones. A duras penas se le entendía, mas su acompañante de tonta, no tenía un pelo.

Te conozco desde que eras un niñito y te leías todos los trípticos de recepción cuando tu padre, el Doctor William, te traía consigo. No te queda hacerte el loco, Mike El aludido le dio un sorbo a su café y deglutió, mostrándole los dientes en una sonrisa fingida . Todavía conservo en mi memoria lo felices que se veían la mañana en que recibieron la carta de aceptación de la “UCLA”. Yo estaba en tu casa. Le ayudaba a tu padre con…

No terminó la oración. Empero, Michael sabía exactamente a lo que se refería: “Al parte aguas de su infelicidad”.

Dos meses después de la declaración de su amor, Lillian se despertó una mañana, se vistió, se lavó los dientes y se recogió el cabello con una liga para bajar corriendo las escaleras y salir a la calle a inspeccionar el buzón. Selene y Martin se hallaban en la cocina preparando el desayuno y el lunch con lo suficiente para que el Señor Buttler, pasara el día en altamar sin precisar comer pescado crudo para mantenerse enérgico.

— ¡El desayuno está listo! —le gritó Martin en tono cantarín, pero ella no traía en mente nada más que la respuesta de la Universidad de California, a la solicitud enviada varias semanas atrás.

Las bisagras del viejo buzón chirriaron al abrirse la portezuela y en efecto, no había más correspondencia que un sobre membretado precisamente por la casa de estudios tan ansiada. La sonrisa que se le dibujó en los labios amenazaba con partirle el rostro en dos. No obstante, si me lo preguntan, estoy casi segura de que ni por enterada se habría dado porque, como todos aquellos compañeros de instituto que se graduaran a la par, comenzar a transitar por el camino de un profesionista, le significaba el logro más preciado. Hasta Tracey Tuker se hallaba en Nueva York casteando en una famosa escuela de modelaje. Finalmente, le había encontrado un beneficio productivo a esas curvas que Dios le diera y su madre conservado con carísimos entrenadores físicos y nutriólogos, no solamente el de engatusar al sexo opuesto para que le cumplieran sus anhelos mundanos.

En cuanto al tercero del trío… Bueno, ¿qué les puedo decir? Posteriormente de aquel beso que le tocara presenciar, su sentido común dio señales de supervivencia cuando hasta él mismo sentía haberlo perdido.

Retirarse.

Eso hizo.

Por millonésima vez: ¿en qué mundo la distancia es el olvido?

¿En Olvidolandia?

Por separado, Mike y Lilly visitaban la casa de los Turner ocasionalmente, volviendo a las suyas sin noticias. Ya hasta estimaban la posibilidad de que Solange se los estuviese negando y por esa razón resolvieron dejar de insistir. Darle espacio.

El que no asistiera a apoyarla en las competiciones, debía simbolizar algo. ¿O no?

Con el sobre en sus manos, la imagen del chico Moore se vislumbró en la mente de la joven Buttler y alzó la vista al cielo, donde nubes grises lo encapotaban anunciando la lluvia venidera en simultánea sociedad con los relámpagos y truenos.

La concepción de echar una carrerilla hasta casa de William no le pareció tan descabellada, mas arribar con la ropa escurriendo y oliendo a trapeador usado, no es que le fuese de lo más sexy y atractivo.

Sin perder un segundo más entró a la casita y escaló los peldaños de vuelta a su alcoba, abrió el armario, sacó un impermeable y bajo el escrutinio asombrado de sus padres, como participante de maratón en busca de alcanzar el primer puesto, anunció en un grito el destino al que se dirigía  y no paró hasta que su índice derecho, de pulpejo arrugado por la humedad, oprimió el interruptor del timbre.

—Pero pasa, criatura —le pidió el Doctor Moore acudiendo al segundo llamado, presuroso.

La llovizna progresaba a las afueras y si no acataba sus designios, en un tris la lluvia le estaría salpicando más que las convers negras que calzaba.

—Se lo agradezco, Doctor Moore. ¿Mike se encuentra en casa? —le preguntó, mientras él le ayudaba a quitarse el abrigo confeccionado con caucho grueso e impenetrable por los líquidos.

Este fue a dar al perchero en un rincón de la estancia.

—Sube. Está en su habitación. No ha salido de ahí más que para registrar el buzón.

Lilly se mordió el labio inferior y elevando las cejas con picardía, se sacó la carta de aceptación del bolsillo trasero de sus shorts de mezclilla y se la mostró.

William resopló y sonrió, negando.

—Definitivamente, son tal para cual. Anda, ve antes de que le dé algo.

La interpelada asintió. Sin embargo, actuar abruptamente y cediéndole el control de sus actos a la impaciencia le era una falta enorme de respeto, por ende, caminó a una velocidad moderada, ya apretaría el paso al perderse del radar de su anfitrión.

— ¡Hola, Lilly! —Exclamaron desde la barra en la cocina — ¿Qué tal las vacaciones? ¿Cómo están tus padres? ¿Lista para ir a la universidad?

Ahí, sentada en uno de los banquillos estaba Doris, con una pila de libros acumulados en la encimera y un folder abierto en su regazo, que fue cerrado en el acto.

Sí. El expediente médico de Selene, quien moría cada día un poco más.

Las miradas de los dos adultos se enlazaron.

—Hola, Doris…

—Será mejor que no hagas esperar a mi hijo, Lilly —la lexía apremiante de William sirvió de contención a un interrogatorio por demás extraño y fuera de lugar, incitado por el nerviosismo de la enfermera al notarla llegando sin avisar. De haberlo hecho, no habría tenido que fingir por desviar su atención de lo que ella y su jefe llevaban semanas estudiando.

Sobra decir que Doris no comulgaba con que Selene le ocultara a su familia el curso que su enfermedad cogiera en los últimos años. Empero, ¿qué se hace con la voluntad de un enfermo terminal, sino respetarla?

—Sí, Señor —aceptó, sin despegar su atisbo confundido de la pésima actriz que le sonreía de comisuras inestables y atención evasiva —. Fue un gusto saludarte, Doris.

—Lo mismo digo, cariño.

¡Salvada por la campana!

“Y a estos, ¿qué les picó?” Pensó la unigénita de los Buttler, pero eran más fuertes las ganas de darle las buenas nuevas a su novio, que las de quedarse a beber café con los dos que más que adultos, asemejaban dos infantes escondiendo la más reciente de sus travesuras. Menos mal que la curiosidad fue superada por el furor, si no, la puesta en escena se les habría venido abajo.

Dio dos golpecitos quedos con los nudillos al portillo que la separaba de Michael y se abrió una nonada, lo vasto para que sacara la mano, se le prendiera del antebrazo y con fuerza mesurada, la colara  por el espacio vacío sin decir: agua va.

Lillian respingó de la sorpresa, perdiendo un nanosegundo la noción del tiempo y del espacio. De pronto, el azote de la puerta cerrándose la devolvió al presente, uno de ojos marrones, cabello alborotado y aliento mentolado, que la rodeaba en un abrazo apretado.

—Dime que la tienes —le pidió Mike, con los labios tan cerca de los suyos, que la mente se le quedó en blanco.

Acostumbrarse a tenerlo como más que un buen amigo, le estaba costando un mundo.

—Si pudieras aflojar un poco tu abrazo y dejar de hablarme así, seguro yo te diría lo que quieres saber —enunció, sumergida en esa boca de ensueño a la que no lograba desprenderle la vista.

El chico sonrió divertido, a la vez que complacido. Mas no la soltó, gozaba al ponerla nerviosa.

— ¿Dejar de hablarte así? ¿Cómo? —Susurró aproximándose más, haciéndola estremecer.

—Así, como si durmiera profundamente y no quisieses despertarme.

—Algún día esa será mi intensión.

Los latidos desbocados de Lilly, hacían eco en su garganta.

¿Acaso era una promesa?

—No digas esas cosas.

— ¿Por qué? ¿No te agradan?

—No es eso. Al contrario. Siento que el corazón se me quiere salir por la boca.

Divertido, Michael respondió: —Se llaman taquicardias, Caracola.

—Y, ¿eso es grave? —Ahora sí lo miró directamente a los ojos y él aflojó el abrazo plantándole un beso casto en la frente, antes de romper el contacto.

—No si son provocadas por mí y no por una cardiopatía.

Exhaló, aliviada.

—En ese aspecto soy completamente sana —declaró sacándose el sobre de donde lo guardaba, abanicándose luego la cara con él.

La imitó, extrayendo el suyo del bolso trasero de sus jeans azules.

—Ambos estamos nerviosos, así que… Hagamos un trato.

—Te escucho —manifestó, solícita.

—Bien. Vamos a sacar la carta a la par y al contar hasta tres, diremos la respuesta. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —aprobó la ojiazul, e iniciaron la cuenta regresiva.

Eufórico por el veredicto, Michael la tomó por la cintura  y Lillian pegó un salto, enganchándose a horcajadas de sus caderas. Tanta satisfacción junta actuó en sus sistemas igual que un estimulante, un afrodisiaco con el que cruzaron la delgada línea que marca la diferencia entre el deseo de unos niños, con el deseo que existe entre un hombre y una mujer.

Los impulsos afloraron y se dejaron llevar por un beso de connotaciones distintas, a las que hubieron ensayado en esos dos meses de noviazgo. Con las hormonas a tope y la vehemencia en conjugación, compararlos con una bomba de tiempo es minimizarlos.

El modelo de esqueleto desmontable sirvió de testigo a la temperatura aumentando y conduciéndolos hacia terrenos inexplorados. La necesidad patentándose en la talla del pantalón de él y en la lejana pulcritud del puente de algodón en las bragas de ella, confirmaba que juntos y en la intimidad de aquella pieza, si no recuperaban el dominio de sus lances estarían dando un paso del que ya no habría vuelta atrás.

El colchón en el lecho de Mike recibió la espalda de Lilly gustoso, sucumbiendo a su peso sin poner resistencia igual que las sábanas frescas amoldándose a sus curvas, al tiempo que sus lenguas se encontraban en una insinuante danza.

¿Dónde se metía William cuando se le requería?

Las sensaciones atemorizantes y exquisitas de manera simultánea, redoblaron bríos cuando los labios de Lillian ya no fueron el centro de atenciones de Michael, sino la dermis tersa de su cuello envuelto en las notas dulces del coco en su perfume.

Bien dicen que no se nace con talento lisonjero. No obstante, hay detalles puntuales que se consideran innatos, como el delirio y frenesí producto de aspirar saciar el ardor que las entrañas sufren bajo la influencia de tan primitivas pasiones, que nos lanzan a una velocidad lenta, tortuosa y descarada hacia las fauces de la demencia.

No pensaban.

Las manos de Michael, como si contaran con voluntad propia, ascendieron por el vientre de la castaña y esta siseó, colmada de gusto. Se habría entregado a él encantada y sin consultarlo primero con la almohada. Lo amaba con cada fibra de su ser y no precisaba de que se lo pidiera, para conocer la sentencia. Michael era el amor de su vida, el único y elemental. Ciertamente cavilarlo de ese modo sin contar con la pericia para hacerlo, suena inmaduro y apresurado. Empero, algo en su fuero interno lo aseveraba y él también lo advertía por igual.

La comunicación entre ellos era efectiva, siempre escuchando los pensamientos del otro desde la empatía y no desde el egoísmo. Podían hablar horas y horas de un tema, y aunque no siempre coincidían en opiniones, la seguridad de la estima los unía. Se advertían libres de ser quienes eran, sin caretas, ni disfraces. El verbo juzgar no existía en su gramática y así estuviesen pasando por uno de esos días en los que sin saber por qué, el concepto de haberse levantado con el pie izquierdo adquiría una denotación franca, un “te amo” entrañaba la cura para todos sus males.

Llevaban a cabo acciones leales que no harían por cualquiera. Encabezaban sus listas de prioridades. Acentuaban sus virtudes y trabajaban en conjunto por cambiar sus defectos. Las debilidades se transformaban en fortalezas… Y así podría continuar y continuar, enumerando hasta quedarme sin espacio para escribir.

Si eso no era amor verdadero, puro e incondicional, ¿entonces qué lo es?

—Lilly, yo…

“Te estoy deseando como a nada en esta tierra”. Quiso decirle, temblando de miedo.

—Lo sé —profirió Lillian henchida de dicha pero también alarmada, con los lagrimales rebosantes.

El pánico no tiene cabida entre dos que se aman tanto, como para entregarse en cuerpo y alma. Nadie más sabio que el destino para hacer de su entrega algo memorable y, William fue la alarma que los rescató del trance.

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