Una rendija a través de la veneciana deja colar un tímido rayo de sol, el cual lo despierta.
Se siente agobiado por un par de brazos fuertes y peludos que lo aprisionan, y queda paralizado. No tiene ni idea de quién está al otro lado de su cama ni valor para descubrirlo. Seguro alguno de sus ligues licorosos. ¡La historia de todos sus fines de semana!
Se incorpora en la cama con suavidad, procurando no despertar a su compañero y, al menos por ahora, evitarse el bochornoso momento.
Quizás más tarde, un poco más despejado, sea capaz de recordar quién es.
Mira la hora.
Son las tres de la tarde.
Hora de hundirse en una larga siestecita. ¡Peor que un koala!
La haría si no tuviera la cabeza llena de sapos, lagartos y culebras, y si una jaqueca monstruosa no estuviera comenzando a azotar su cerebro, cual tenebrosa tormenta.
¿Cuándo va a aprender?
Se levanta con sigilo, se envuelve en la primera sábana que encuentra y se dirige a la cocina.
A su paso, va encontrando claras evidencias de la partusa de la noche anterior. Colillas de cigarros en el suelo, vasos con restos de bebidas por todos los rincones y algún que otro cuerpo rezagado, despatarrado por los sillones. También un par de preservativos usados. ¡Qué asco!
Albano suspira.
Lo malo de las juergas es que, en algún momento, se terminan y alguien debe hacerse cargo de que su apartamento vuelva a lucir como un apartamento. Decente, a ser posible.
Pero, como los fines de semana, son los días libres de Carlota, por su cabeza en tinieblas se le aparece una fugaz idea de quién debe ser ese “alguien” que deberá reemplazarla.
Es en ese momento que comienza a maldecir a los dioses y a odiar a toda la raza humana, a la que ya odia de por sí. Ni siquiera el pobre Charlie, quien duerme plácidamente al lado del equipo de sonido, escapa a su creciente ira.
Necesita, desesperadamente, tomarse un par de aspirinas y un café bien cargado. Pero, al pasar junto al bar, decide que un buen cubata será un remedio más «eficaz» para su resaca.
Se lo prepara y, sin demasiado pudor, se lo lleva al balcón.
Es su recinto sagrado. Con su espectacular vista al mar y al faro de Punta Carretas, se siente privilegiado como un dios, aunque no libre de ciertas contrariedades humanas, como su danzante jaqueca.
Cada fin de semana, enredado entre sábanas y trago en mano, observa el faro desde la inmensa balconada de su apartamento, y piensa en ese otro faro a miles y miles de kilómetros de distancia, y se jura a sí mismo que va a cambiar.
Su bruma mental le recuerda lo que le dijo a Teri hace tan poco tiempo, que la noche puede ser muy luminosa y muy malvada al mismo tiempo, si uno se somete a cada uno de sus caprichos. También le recuerda su promesa hecha a Lola de salvar al Cabo, cueste lo que cueste.
Una promesa muy sencilla, cuando se tiene dinero y se puede comprar a otros para que hagan el trabajo sucio, mientras él no mueve un dedo.
Se siente algo avergonzado por su actitud.
Pero no puede cambiarlo. No va a cambiarlo. ¡Él no es un héroe! Su único mérito en esta vida es ser rico, vivir de fiesta en fiesta, beber de copa en copa y saltar de cama en cama. Como ahora, que quisiera saber quién es el sujeto que ocupa la suya y por qué demonios se encuentra ahí.
¡No! Quizás sea mejor que no lo sepa. Con su imaginación alcanza.
Bebe un trago largo de su copa y frente al mar jura, por enésima vez en vano, que esta noche fue la última. Que va a encauzar su vida y a recuperar sus cuarenta años perdidos. Que no importa si tiene que huir hasta el fin del mundo para enmendarse, para dejar de pensar solamente en sí mismo y que su centro pase por otro lugar.
Sabe que allí tendrá amigos que lo apoyen, que lo conviertan en un hombre más sano, y lo ayuden a tomar las riendas de su vida y de sus sentimientos.
¡Ya está!
Va a echar a toda esa camarilla de gente que ni conoce a patadas, dejará su apartamento como una patena y tomará el primer vuelo rumbo al Cabo.
Allí se siente necesario. Pero también querido.
Allí se encuentra Lola, con su infinita sabiduría.
Allí se encuentra Vero, con su belleza y su magia.
Allí se encuentra Solana, con toda su ternura.
Allí se encuentra Teri, con su terca determinación.
Es todo lo que le hace falta. Sus amigas, el mar, una vida sana y repleta de aventuras.
¿Quién necesita más?
Un golpecito en el vidrio, lo aparta de la resolución que acaba de tomar.
– Cari…, ¿venís?
Odia que lo interrumpan, odia que lo llamen “cari”, odia que invadan el espacio más sagrado de su hogar.
Pero, al enfrentarse a su partenaire nocturno y admirar esos ojos verdes, esos rizos oscuros, ese pecho, esos pectorales, sin ropa ni sábanas…, no sabe si es esa gloriosa visión o el bullente efecto del ron…, pero entonces lo comprende todo.
Y todas sus buenas intenciones salen volando por el balcón y se estrellan contra el roquedal que se extiende a sus pies.
– Sólo un mensaje y…, ¡estoy!
– No demores. Te espero.
Un dios demasiado humano. ¡Su único mérito!
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