El sol cae a plomo y sin respeto sobre el pueblo de Larrobla, un antiguo pueblo perdido en el mapa, donde todos se conocen y nadie engaña a nadie, ni siquiera la modélica familia del intendente Vega.
Cual reguero de pólvora, los comentarios se suceden imparables ante la ausencia de don Nicanor en la misa dominical, así como la luminosa mirada de su esposa Rosa María, por primera vez sin ocultarse tras sus eternas gafas de sol.
En la hacienda grande, a la hora de la siesta veraniega, la familia se encuentra reunida en el comedor tomando un ligero refrigerio.
Paco, el hijo menor, llora desconsolado. Su hermana Graciana lo observa con indisimulado desdén.
– Vamos, Francisco. ¡Si no es para tanto!
Romano Vargas, el comisario de Larrobla, observa a su hermana Rosa María con inquietud.
– Sé que sólo han pasado cuarenta y ocho horas. Pero creo que es momento de cambiar de carátula.
– ¿Vos creés que mi marido no anda borracho perdido en algún burdel del pueblo vecino?
– ¡Ay, tío! Vamos…, ¡ni que fuera la primera vez!
– Conozco la calaña que se gasta mi cuñado y las cosas que es capaz de hacer…
– Lo dudo.
– … pero es el intendente y tiene fama más que justificada de cumplir con sus obligaciones.
– ¿Decís que pueda haberle ocurrido algo?
– Ya nos gustaría a todos.
– ¡Graciana!
Paco no es capaz de reprimir sus lágrimas.
Romano lo observa con detenimiento. Padre e hijo nunca se han tenido demasiado afecto. Es, cuando menos, llamativo su llanto.
– Recomiendo encarecidamente iniciemos inmediatamente su búsqueda.
– Estoy a tu orden, hermano.
– ¿Por qué no exageran un poquito más? – Graciana se pone de pie, enormemente fastidiada – Parece que no conocieran a papá.
– Porque lo conocemos, niña.
– Sí, ya.
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Romano asoma su plateada cabeza por el resquicio de la puerta y Graciana, dejando su lectura a un lado, lo recibe con una sonrisa.
– Hola, tío. ¡Bienvenido! Qué raro que me visites en mi santuario.
– Tu madre y yo estamos preocupados. – se sienta sobre el escritorio, mirando en derredor.
– ¿Por papá? No creo que sea necesario. Se habrá ido, por fin, con alguna gata de pueblo.
– Pero…, ¿qué pasa contigo, muchacha? Pareciera que no quisieras que tu padre regrese.
– Es que no quiero.
– ¿Por qué?
– Vos sos el comisario. – sonríe divertida – Decímelo vos.
– Mi cuñado será lo que será. Pero también es tu padre y me llama poderosamente la atención tu escaso interés.
– ¡No me digas que estoy en tu lista de sospechosos! ¿Acaso necesito recordarte cuánto tiempo hacía que mamá no miraba al pueblo con la cabeza en alto y la mirada al descubierto?
– No…., pero…
– Señor comisario…, ¿sabe usted que, desde hace cuatro años, Paco es la “dama de alterne” de papá y su camarilla de raritos? ¿Y que, desde hace largos años, mi señor padre me encarga del cierre de sus tratos legales e ilegales con sus inversionistas? ¿Te hace falta más información o te hago un dibujo?
– Podemos denunciarlo, si hace falta. Pero, para eso, primero tenemos que encontrarlo.
– Yo no contaría con eso.
– Muy segura te veo.
– Pues es lo que hay. – vuelve a concentrarse en la lectura.
Romano, impertérrito, se retira de la habitación de su sobrina, pero se detiene a mitad de camino. La actitud de Graciana, por mucho rencor que guarde, no le cierra.
Pero, además, hay algo en esa habitación, aunque no logra darse cuenta de qué es, que tampoco le cuadra.
– ¿Son ideas mías o está faltando algo en este escritorio?
– No, tío. – Graciana suelta la revista y lo mira a los ojos – Todo está donde debe estar.
—-
En el aljibe cercano a la alambrada, casi al límite norte de la hacienda, la escena es surrealista.
Una víbora muerta a tiros a sus pies y dentro, otra muestra sus colmillos peligrosamente, junto al cadáver de Nicanor Vega. ¡Su muerte debió ser espantosa!
Rosa María se cubre la cara horrorizada, mientras Paco continúa con su desesperado plañir, inconsolable. Graciana permanece inmutable frente al pozo y a su tío el comisario.
– ¿Acaso estas no son Nerea y Perséfone, Graciana?
– Sí. Son mis serpientes, tío.
– Yo sabía que en tu habitación había algo fuera de lugar. Me costó darme cuenta de que se trataba de tu serpentario.
– Era la idea. Pocas personas entran en mi habitación. Nadie tenía por qué notarlo.
– También fue muy conveniente omitir que ya no estaban en tu poder. Denunciarlas como perdidas o robadas, suponiendo que en algo te importaran las personas que viven contigo.
– Ninguna corría riesgo, te lo aseguro.
– ¿Te parece que no?
– Las que, en verdad, importan…, ¡pues no! – fría como el acero.
Romano, a pesar de que como comisario ya ha rozado imperceptiblemente el umbral más oscuro del ser humano, aún no acierta a comprender cómo un simple hombre sea capaz de infligir tanto daño.
– ¡Yo la ayudé, tío! – Paco no aguanta más – Yo le dije a Graciana que esto estaba mal y que no quería hacerlo…, pero ella me obligó.
– ¿Que yo te obligué? Él te forzaba a participar en sus múltiples aberraciones…, ¿y yo te obligué? Esta santa mujer… – toma las manos de su amada madre – …desayunaba pan, cuernos y golpes todos los días…, vos lo sabías…, ¿y yo te obligué? En cuanto a mí…, yo era la prostituta de todo Larrobla, desde el señor más poderoso hasta el más insulso de mis compañeros de clase. Todo el mundo decía que, en este pueblo, jamás iba a conseguir a alguien que me quisiera…, ¿porque quién iba a querer cargar con una gata como yo? ¡Y todo se lo debo a ese señor! La “familia modelo” del señor intendente Vega es la comidilla de todo el pueblo desde hace años. ¿Y, aún sabiendo todo eso, tenés cara para venir a decir que yo te obligué?
– Graciana…
– ¿Querés hacer “justicia”, tío? – escupe las palabras – ¡Dale! Ponenos las esposas y hacenos desfilar por todo el pueblo, antes de meternos en la cárcel. ¿Qué más da una humillación más? Pero quiero que sepas que este pendejo cobarde sólo me ayudó a tirar a nuestro adre al pozo, cuando aún estaba vivo. Del resto me encargué yo. Te puedo asegurar que sufrió mucho. Que disfruté al hacerlo pagar por todo el daño que nos hizo. Que no me arrepiento de nada. Lo que soy lo aprendí de él. Y lo haría mil veces más, sin dudarlo, con tal de defender a mi familia.
Su madre y hermano la miran horrorizados, como si el monstruo hubiera cambiado de cara pero no de maldad. Horror y culpa se entrelazan en sus rostros.
Graciana no llora. Ya lloró demasiado.
Ya no más.
—-
En el ideario popular, don Nicanor Vega, padre y esposo modélico, se fugó a la ciudad con una mujer de la vida y nunca más regresó.
El pozo norte, cual celoso guardián, mantiene a salvo el peregrino mito y oculta bajo sus raíces su oscuro secreto, como una tumba.
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