32. UNA GRINCH EN TU JARDIN

—Lo del novio funcionó bien por un tiempo —dijo Josh a sus papás —, pero luego…

—¿Y saben quién era el novio?

—Creíamos que era Roman —respondió Selena.

—¿Por qué? —inquirió Olivia con curiosidad.

—Pues… —la adolescente de quince años se ruborizó.

—¿Qué pasó? —preguntó Ted.

—Ellos parecían llevarse muy bien… demasiado —aseguró Cameron —el día de la alberca, tuvimos que regresarnos por la noche por causa de Samuel.

—Sí —musitó su madre recordando lo extraño que le pareció.

—Pues resultó que fue porque ella tenía otros planes y nos advirtió que calláramos que Roman estuvo con ella para evitar problemas con el supuesto novio que tiene, porque nos ahorcaría.

—Luego le hablamos para preguntar si al día siguiente iríamos al cine como habíamos quedado.

—Yo bien claro oí la voz de Roman muy, muy romántico.

Olivia levantó las cejas.

—¿Creen que tienen algo que ver a espaldas de Gustav? —preguntó Olivia cada vez más interesada

—Yo no creo que tenga nada que ver con ese tipo —aseguró Ted molesto. Ese ex marido de Miranda era detestable.

Miranda cerró la cortina con disgusto pues el ruido de la construcción era mucho, sin embargo, veía que la casa ya lucía como tal.

Roman pasó varios días revisando que todo fuera tal como deseaba y aprovechaba para recuperarse, aunque sus heridas físicas requerían varias semanas más. Era desesperante que Miranda siguiera evadiéndolo después de la noche que pasaron. Ella le había dejado bien claro que sí se acercaba se iba a arrepentir.

Al cabo de una semana la buscó y pronto vio las consecuencias de su incumplimiento. Notó que su jardín poco a poco empezaba a secarse, mientras que del lado de Miranda todas las flores estaban hermosas.

—¡Miranda, ábreme! —se atrevió a reclamarle, golpeando con fuerza la puerta trasera de la casa.

La chica estaba adentro, pudo verla esa tarde en el invernadero del jardín. Miranda lo escucho hablar por varios minutos más, incluso llegó a pensar que tiraría la puerta.

—¡Vete de mi casa! —le gritó desde adentro.

—¡Deja de comportarte como una niña y enfréntame!

—¡Ya no voy a hablar contigo!

—¡No me moveré de aquí! —rugió erizándole la piel.

Miranda se armó de valor. Iba a abrir la puerta cuando vio cerca de ella una pistola, específicamente una de paintball.

—¡Será mejor que te marches Roman o pagaras por ello! ¡Ya te dije que no tenemos nada de qué hablar!

—¡Eres tan testaruda!

—¡No solo éso, también estoy loca, así que lárgate! —gritó tomando la pistola.

Roman tocó con más fuerza, cada vez más frustrado. Miranda respiró profundo y sus ojos brillaron. Corrió escaleras arriba, hasta su habitación y desde allí pudo ver la bellísima casa recién pintada, con hermosos ventanales… Y ese césped tan precioso que ahora había al lado de las casas de ambos. Sería una pena dañarlo. Así como les había pasado a sus flores.

Roman frunció el ceño cuando escuchó el ruido de un cristal romperse. Después otro y otro. Miró hacia su casa y corrió a través del jardín. Se encontró con una escena que le puso los pelos de punta. Varios ventanales estaban rotos y las paredes teñidas de naranja fluorescente.

—¡Maldita Grinch, hija de put…! —se mordió la lengua y apretó los puños antes de echar un grito de frustración.

Roman la vio en la ventana con la pistola y palideció al ver que volvía a apuntar. Le advirtió con un dedo y Miranda bajó el arma.

Ya era suficiente. Con éso bastaría para que la dejara en paz. Por unos días así fue hasta que una mañana tocaron a su puerta. Miranda se levantó adormecida. Abrió la puerta y no pudo creer lo que veía ante ella.

—¡Dios mío qué… hermoso! —susurró viendo su patio delantero lleno de pétalos de flores esparcidas y varios ramos de rosas. Se llevó las manos a la boca a punto de llorar de alegría por el espectacular y colorido detalle.

Al pie de la puerta estaba un mensaje.

—»Disfruta de tus flores, vecina. Roman»

Miranda, escuchó un auto y vio a Roman pasar lentamente frente a su casa. Su sonrisa le provocó un escalofrío. Sus emociones desaparecieron al instante y una idea se clavó en su mente.

Roman la saludó con una mano después sonrió y se alejó a toda velocidad.

Miranda regresó al interior de la casa, atravesó la sala y el comedor. Llegó a la parte trasera. Pudo ver su pequeño y florido jardín…

El alivio le duró sólo un segundo, pues más allá de dos hileras de flores ya no había nada.

Roman detuvo el auto y se regresó, tenía que ser testigo de lo que vendría, sin importar que su vida corriera riesgo en manos de esa pequeña serpiente.

Miranda empezó a respirar con dificultad. Su pecho subía y bajaba. Le empezó a doler la barriga, apretó los puños y caminó entre su ahora desértico y desolado jardín. Masculló entre dientes cuánta majadería se sabía mientras recorría el lugar. Llegó al vivero y por fortuna aún tenía algunos de sus ejemplares más delicados intactos. Empezó a temblar

antes de soltar un grito.

—¡Maldito greñudo salvaje!

Miró hacia la casa, había un sitio donde él guardaba herramientas caras de jardinería y electricidad. Sería una pena que cayeran en la recién inaugurada y estúpida piscina que tenía.

Aunque si hacía un enorme charco de lodo y los hundía en él, sería más divertido.

—¡Imbécil, te metiste con una profesional! —gesticuló con la mandíbula tensa.

Caminó en dirección a la casa de su vecino llevando consigo unas tijeras de podar.

Miro el cerrojo del cobertizo y lo tumbó de un solo golpe. Roman la vio asombrado.

—¡Wow! —susurró más no se acercaría a ella mientras cargara esas pinzas. Miranda las soltó al instante y entró.

Roman aprovechó y corrió hacia ella que se había encerrado en el lugar.

—Oh mira, una podadora…

—¡Vecina!

—¡Vecino…! —repitió ocultando apenas su sorpresa y un repentino nerviosismo.

—¿Buscaba alguna herramienta? —preguntó vestido con una camiseta sin mangas ajustada a su tentador cuerpo. Roman la recorrió, pues ella usaba algo similar y sin sostén.

Sus pezones se elevaron al instante.

Miranda volteó a ver su entrepierna y allí estaba esa herramienta que tanto le gustaba manipular.

Se llevó las manos a las caderas, en actitud desafiante.

—Si, vecino —dijo despectiva —Ocupo su cabeza en una charola de plata.

—La única cabeza que le puedo ofrecer es la que me cuelga entre las piernas y sabe que siempre está a su disposición.

Miranda no esperó esa respuesta y mucho menos que le pareciera una propuesta tan deseable.

Entreabrió los labios excitada. Roman sabía que lo deseaba. El ambiente cambió en ese momento y se acercó a ella.

—No te atrevas a forzarme.

Roman contuvo el aliento.

—No sin tu permiso.

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