Goes – Aguada. Aguada – Goes.
Clásico ineludible de todas las horas.
Quince minutos para terminar.
86 a 86.
– ¡Boom, boom, boom!
– ¡Tuuuuuuuuuuuuu!
– ¡Vamooooo, aguatero! – grita desaforadamente un hincha rival.
– ¡Enano, meta, Enano! – alienta, en respuesta, un «misionero».
La cancha es un profundo mar musical: los cánticos de la hinchada, el sonido de un bombo impertinente y de la estridente vuvuzela, los pitazos del venerable árbitro, el rebote del balón y el chirriar de las zapatillas contra el suelo encerado.
Un partido reñido, agudo, vertiginoso entre los rivales de siempre.
Lucía, con el brillante cabello recogido en una coleta y el uniforme del equipo que la vio nacer, alienta con toda la potencia de sus pulmones:
– ¡Misionero, Misionero!
Arrebatada y con entusiasmo desbordante, se da vuelta para mirar a su adorada familia.
Hoy están todos: el tata Tito, la yaya Adriana, mamá Yéssica, papá Miguel, sus hermanas Mora y Pilar, su primo Santino. ¡Todos unidos por una misma pasión!
La emoción la embarga hasta lo más profundo de su corazón.
– ¿Yyyyy? ¿Qué pasa? ¿Por qué no cantan?
– ¡Pero si estamos cantando, Lu! – responde mamá.
– Pues no los estoy escuchando.
– Estamos cantando todos, mi amor. – afirma la abuela.
– Entonces…, ¡canten más fuerte! ¡Vamos, Karachi, juegue!
– A mí ya me duele la garganta de tanto gritar. – se queja Pilar.
– ¡A mí también! – la imita Mora.
– ¿Falta mucho para que termine? – pregunta Santino, que hace horas sueña con las tortas fritas de la titi Yessi.
– ¡Canten! ¡Vamos! ¡Dale, tata, ponele onda!
Sorprendentemente, en el punto más emocionante del partido, los sonidos de la cancha se van apagando. Ya casi no se escucha el canto de los barras ni los silbatazos del árbitro. El balón rebota sobre el suelo de madera en absoluto silencio. ¡Hasta la insoportable vuvuzela devuelve un eco cargado de nada!
– ¡Dale, tata!
– …
– ¡Dale, tata, cantá!
– …
– ¿Qué te pasa?
– No puedo.
– ¿Cómo que no podés?
– No, No me sale la voz.
– Pero…, ¡si estás hablando, tata!
– Sí. Pero no encuentro la melodía que debo seguir. – afirma Tito, confundido.
Lucía, un poco enojada por tan ridícula broma, se dirige a Miguel:
– ¿Papi?
– …
– ¡Dale, no me hagas burla!
– …
– ¿No me digas que vos tampoco podés cantar?
– Creo que nadie puede, Lu.
Súbitamente, la cancha se ha quedado muda. Equipos e hinchada se miran con perplejidad creciente. Murmuran entre dientes, suspiran, se quejan. Pero sus voces no logran dar forma a sus cantos de aliento.
– ¡Yo sí puedo! ¡Escuchen este dulce canto de ángel!
– ¡Tengo hambre! – protesta Santi – ¡Quiero tortas de la titi!
– …
– ¿Lu? ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
– …
Mora y Pilar se echan a reír. O, al menos, lo intentan. Porque, en lugar de su habitual risa de campanita, suenan como dos pollitos aturdidos. ¡Se miran espantadas!
– ¡Ay! ¿Qué es esto?
– ¡Nuestra risa!
– ¡Mi voz! ¡No puedo cantar!
– Algo muy raro está sucediendo aquí. – suspira la yaya.
– ¡Uy! ¡Sonamos! El árbitro está suspendiendo el partido. – informa papá.
– ¡Ay, no! – Lu, desolada, se abraza fuerte a su mamá.
– ¡Miren, miren! ¡Ahí! ¿No la ven? ¿Qué es eso? ¡Una corchea tirada en el suelo! ¡La van a pisotear! – exclama Santi – ¡Y allá! ¿Eso es una semifusa?
– ¿Y desde cuando sabés lo que es una semifusa?
– Yo sé todo, nena.
Nadie le presta atención. Salvo Lucía. Ella sí puede ver el desfile de notas musicales sobre el suelo encerado. Un do, una blanca…, ¡un pentagrama completo! Todos en dirección a la puerta que conduce al sótano.
Pero…, ¿qué está pasando aquí?
– Mejor nos vamos. – recomienda el tata.
– Sí. ¡Salgamos de aquí! – lo avala mamá.
Lucía mira en todas direcciones. Necesitan ayuda. Alguien sabio y valiente, que haya vivido muchos años y sepa muchas cosas de este mundo. Y de todos los mundos.
Y, entonces, se le ocurre.
¡Ya sabe a quién debe buscar!
– ¡Vayan! Yo los alcanzo en un ratito.
– Voy contigo.
– ¿Y las tortas fritas?
– Creo que, por esta vez, prefiero resolver misterios. ¡Vamos!
Lucía y Santino, tomados firmemente de la mano, desaparecen rápidamente entre la multitud.
Sea lo que sea que esté pasando…, ¡lo van a averiguar!
—
En la calle, la cálida noche los abraza en cordial bienvenida. Hay gente por todas partes y parece estar huyendo del club.
No hay música ni bocinazos. No se escuchan las risotadas habituales del bar de la esquina. Ni la guitarra del artista callejero que toca bajo la farola.
Silencio, silencio y más silencio.
Lucía busca y busca por todas partes. No puede andar muy lejos. Quizás esté viendo el partido, o lo que queda de él, tras los vidrios del Caballero.
Santino la sigue como un cachorro obediente.
– ¡Cocoa! ¡Cocoa! ¿Dónde estás?
– ¡Cocoa hay en tu casa, Lula! ¿Te acordás que tomamos hace un rato?
– ¡No! ¡Yo digo Cocoa! ¡Nuestro amigo! Tenemos que averiguar si se encuentra bien. Además, tengo el presentimiento de que él sabe lo que está pasando.
Preocupados, continúan su incesante búsqueda por las calles vacías.
Hasta que, desde el espeso silencio, se escucha un ladrido ronco. Un ladrido que se acerca cada vez más. Y más. ¡Y más!
Santino toma fuertemente la mano de Lu. No es que tenga miedo, no. Es que, como un buen caballero, debe “proteger» a su querida prima.
– ¡Guau, guau!
– Ticholo…, ¿qué te pasa? ¿Qué tenés? ¿Por qué ladrás así?
– ¿Qué le va a pasar? Está afónico. Le dije que no se metiera en la fuente…, pero este perro bandido nunca me hace caso.
– ¡Hola, don Cocoa! – saluda Santi.
– Cocoa, ¿estás bien?
– Hola, chicos. Yo estoy bien. Pero creo que algo muy raro está pasando.
– Sobre eso veníamos a preguntarte.
Acabamos de ver las notas musicales correteando por el medio de la cancha.
– ¿¡Dónde!?
– En el club, durante el partido.
– ¿Notas musicales correteando? ¿Vos te sentís bien, Lucía?
– Te juro. ¿Verdad, Santi?
– Sí, yo lo escuché con estos ojos. ¿Será que se está yendo la música, don Cocoa?
– ¡Ni lo digas, Santi! ¿Cómo vamos a vivir sin melodías? ¡Sería el fin del mundo!
– Entonces…, ¡es verdad! – murmura Cocoa, pensativo.
– ¿Qué cosa? – preguntan los primos, a la vez.
– La leyenda de Musicalia.
– ¿Musicalia?
– ¿Y eso qué es?
– Dicen que es un mundo musical que existe en las entrañas de la tierra. Y que, cada cien años, cuando la luna está completamente llena, un portal se abre entre ambos mundos.
– ¡Qué lindo!
– ¿Y podemos visitarlo?
– Si quieren recuperar la música, deben hacerlo.
– ¿Cómo?
– ¿Qué? Pero…, ¡hoy hay luna llena!
– No conozco muy bien la historia. Pero, cuando era tan sólo un niño, mi abuela me contaba que Musicalia era un bello pueblo de ladrones que se llevaban la música de todas partes.
Santino lo mira, horrorizado.
– Entonces…
– Si la música no vuelve antes de que el portal se cierre, viviremos en un eterno mundo de silencio.
– ¡Tenemos que impedirlo! ¿Cómo podemos llegar a Musicalia?
– ¡Y yo qué sé!
– ¡Cocoa!
– Tan sólo soy un viejo vagabundo. Pero…, ¡Ticholo sí que sabe! ¡Y Tomy! ¡E Issis! Los perros son muy sabios y conocen todos los secretos del mundo. Llévenlo con ustedes. ¡Traigan la música a casa!
– Pero…, ¿y mis tortas fritas?
– ¿Tortas fritas? Yo también quiero, amiguito. Pero así es la vida. ¡Vayan con la bendición de este afro sin hogar! Me cuidan al perro, ¿eh?
– Chau, Cocoa. ¡Y gracias! ¡Vamos por Tomy e Issis, Santi! Tenemos un mundo que salvar.
– ¿No podría ser después de comer? – Lucía le da un pellizco – ¡Ufa, vamos! Mi panza puede esperar.
—
El Goes descansa silencioso y en penumbras, pero Lucía es capaz de reconocer cada rincón, cada grieta, cada recoveco de su amado club, y logra entrar a través de una ventana rota en el vestuario femenino. A sus espaldas lleva una pequeña mochila azul y, en sus manos, una pequeña linterna.
– ¡Shhhh! Entren con cuidadito. ¡Y no hagan ruido!
– ¡Guau!
– ¡Tomy!
Tiende la mano a Santino quien, con cierta dificultad, logra pasar a través del agujero del cristal. Tras él, asoma un precioso perro negro, de ojos vivos y suave pelaje negro, el simpático y cariñoso Tomy. Lo sigue Issis, con su pelo de nube y mirada curiosa, siempre tratando de descubrir el mundo. Cierra la marcha Ticholo, el callejero, protector y desconfiado, atento a cada ruido, a cada sombra, a cada olor.
– ¡Vamos! Es por aquí.
– ¿Y cómo sabés que es por aquí?
– Porque sí, Santino.
– La abu siempre nos dice que “porque sí” no es una respuesta.
– ¡Confiá en mí! Soy nieta de este club. Además, por acá se va a la cancha.
– Pero las notas musicales…
– Cuando lleguemos allí, seguro encontramos el camino por el cual se fueron.
Los cinco reinician la marcha por largos e interminables pasillos, malamente iluminados por la triste linterna.
– Oooh, tengo una canción. – Lucía da tres pasos y una voltereta.
– ¿Qué hacés, Lu?
– Cantar.
– Suena peor que la tabla del ocho.
– ¿Tan malo es? ¡Ay, Dios! Si no encontramos la música, esto es el fin.
– Uno por ocho, ocho. ¿Dos por ocho?
– ¿Qué hacés, Santi?
– Lo mismo que vos. Canto.
– ¡Jajajajaja! Sos un ridículo.
– ¡Ridícula vos que seguís con esa camiseta puesta!
Por fin, llegan a la cancha silenciosa. Donde todo comenzó, donde deben iniciar su viaje hacia Musicalia. Pero…, ¿por dónde deben ir ahora? ¿Cuál es su camino?
– Azul y rojo. ¡Mis colores de la guarda! No pensarás que voy a salvar al mundo sin ellos.
– No, pero…
– ¡Shhhh, me desconcentrás!
– ¡Perdón!
De pronto, Ticholo lanza un profundo gruñido. A lo lejos, se escucha una fantasmal melodía, una atrayente llamada, un dulce sonido de flauta. Tomy e Issis se ponen en cautelosa alerta.
Y, entonces, la ven pasar.
Una rezagada clave de sol pasa raudamente frente a sus narices y desaparece detrás de la puerta que conduce al sótano.
– ¡Guau, guau, guau!
– ¡Shhhh, Ticholo! Que nos van a oír.
Issis y Tomy deciden sumarse a tan divertido y afónico coro.
– ¡Shhhhh! ¡Quietos! ¡Basta!
– Lu…, hay que seguir a esa clave.
Como si lo hubiera comprendido, Ticholo parte como un rayo tras la nota fugitiva. Ni lerdos ni perezosos, los otros cachorros se unen, juguetones, a la carrerita.
– ¡No!
– ¡Esperen!
Lucía y Santino salen disparando tras los perros, siguiendo el eco de los ladridos y el sonido de la flauta misteriosa. ¡Música! Pero…, ¿cómo pueden escucharla?
– ¡Pará, Ticholo!
– ¡Puf, puf! ¿De dónde sale esa música, Luli?
– El portal tiene que estar por aquí cerca.
Los peques corren frenéticamente tras los perros, hasta que finalmente logran encontrarlos, muy nerviosos, junto a una puerta abierta.
– Pero… , ¿qué es esto?
– Cuidado, Lu.
Lucía se asoma al portal…, ¡y no puede creer lo que ve!
Porque del otro lado de la puerta, ya no es de noche. El sol brilla en todo su esplendor, una fresca laguna se abre paso junto a ellos y, a lo lejos, se puede ver un hermoso y colorido jardín.
Pero ni rastro de la clave de sol.
– Es hermoso.
Santino se acerca con inmensa cautela.
– La engañosa tierra de Musicalia, siempre mostrando lo que uno quiere ver.
– ¡Ay, mamita! ¿Qué fue eso?
– Santi…, ¡no!
– ¡Cuidado con el…!
Santino, sorprendido y asustado, se precipita sobre Lucía y la abraza, perdiendo ambos el equilibrio junto al frágil portal.
– ¡… agua!
Con un chapoteo sordo, ambos chicos van a dar de lleno en la fresca laguna, entre gritos, ladridos y carcajadas.
¡Bienvenidos a Musicalia!
—-
– ¡Ay, está fría!
– Chicos…
– ¿Están…?
– ¿… bien?
– ¡Ay, mamá!
– ¿Qué te pasa, Santino?
– ¿Cómo que qué me pasa? ¿Vos sos sorda? ¿No escuchas que los perros están hablando?
Tomy, Issis y Ticholo miran a los chicos con aire de preocupación, sacudiendo sus colitas cual plumero trabajador.
– Bienvenidos al mágico mundo de Musicalia, donde todo es posible y nada es lo que parece.
– Ticholo…, podés hablar.
– Eso parece.
– Lu…, ¿están bien? ¿Tienen frío? Por cierto…, pude rescatar tu mochila.
– Estamos bien, Issis. ¡Gracias!
– Lu…, ¿y la clave? ¿Se habrá ahogado? – pregunta Santi, preocupado.
– ¡Miren! – señala Tomy con una pata – Allí hay unas lanchas. Tal vez, alguien la llevó a tierra en una de ellas.
– Santi…, ¡son como las del Parque Rodó! ¡Te juego!
– ¡Dale!
Olvidado el susto de la caída y de los perros parlantes, cada niño trepa a una lancha. Tomy va con Lucía e Issis hace equipo con Santino.
– ¿Con quién venís, Ticholo?
– Con nadie.
– ¿Cómo que con nadie?
El ágil perro se zambulle en el agua transparente y suspira de satisfacción. ¡Le encanta bañarse!
– Prefiero ir por mis propios medios.
– Don Cocoa se va a enojar.
– ¿Lo ves por alguna parte?
– No.
– ¡Basta de cháchara! ¿Están listos? ¡En sus marcas…, listos…, fuera!
Aventureros, empapados, risueños, los chicos dan comienzo a tres cuadras de alocada carrera. Pedalean y pedalean a todo lo que da, hasta que se les acalambran las piernas.
Las carcajadas resuenan por todo el lugar.
Sorprendentemente, es Ticholo quién lleva la delantera.
– ¡Vamos, Lu! – arenga Tomy – ¡No dejes que ese perro loco nos gane!
– Tengo una canción que te va a divertir. Y mi corazón no para de latir.
– Uno por ocho, ocho. ¡Puf, Lu! ¡Necesito…! Necesito una sola torta frita de la titi. ¡Porfa!
– ¡Ánimo! – lo alienta Issis – Ya falta poco.
– ¿Qué les pasa? – se burla Ticholo – ¿No me digan que están cansados?
– Ticholo, te vas a resfriar.
– Y don Cocoa nos va a matar.
– ¡Bobadas! Soy un perro callejero. No hay nada que me haga daño. ¡Miren! Ya se ve la orilla. Y, por lo visto, tenemos un bonito comité de bienvenida.
En efecto, ya se puede ver la orilla y el precioso jardín. Junto a ellos, los espera un esponjoso gato blanco y una bella joven con una flauta en la mano y una caja de madera a sus pies.
– ¡La princesa Merengues! ¡Jajajaja!
– Ticholo, no seas malo. – lo reta Lu.
– Me parece que la conozco.
– ¿Conocés este lugar?
El astuto perro callejero decide, por el momento, observar y callar.
Ciertamente, no debe olvidar que se encuentran en la tierra de Musicalia, donde todo es posible y nada es lo que parece.
—-
– ¡Wow! ¡Eso fue muy divertido!
Larguísimo cabello semejante a hilo de plata, penetrantes ojos verdes, cutis de porcelana, voz dulce y cantarina, pies descalzos y un precioso vestido blanco, como si fuera un dulce merengue. A su lado, un robusto gato hace juego con ella.
Issis y Tomy la observan con atención, Ticholo con desconfianza.
– ¡Hola! Yo soy Santino y ella es mi prima Lucía. – se presenta con aire embobado – ¿Y vos quién sos?
– Mi nombre es Morelia y este es mi gato Avalon. Estábamos paseando por el jardín y no pudimos evitar ver su alegre carrera.
– ¡Sí que fue divertida! – responde Lu, bajándose del bote – ¿Qué es eso que tenés ahí? ¿Es una flauta?
– Sí. ¡Me encanta la música!
– A mí también. ¿Querés que te cante una canción?
– ¡Claro! Si puedo acompañarte…
Ambas chicas dan dos pasos a la izquierda, luego dos a la derecha, a continuación dos giros y baten palmas, entre risas.
Santi, abrazado a Issis y Tomy, las mira con admiración. Entretanto, Ticholo con mucha cautela se acerca a olfatear la misteriosa caja de madera.
– Tengo una canción sonando aquí en mi piel. Es mi imaginación escrita en un papel.
– Y, a veces, creo que es sólo un juego y nada más. Y, a veces, creo que todo puede pasar.
– Oooh, tengo una canción para que cantes con el corazón.
– Oooh, tengo una canción. Va iluminando por dónde yo voy.
– Pero…, ¡la cantás perfecto! Y la melodía…
– ¡Gracias!
– ¿Cómo conocés esta canción?
– Intuición.
– ¡Morelia es la mejor! – exclama Avalon.
Santi las aplaude emocionado, mientras Issis y Tomy lanzan ladridos de aprobación.
– ¡Qué conmovedor!
– ¡Ticholo!
– Seré curioso, Morelia. ¿Qué hay en esta caja?
– ¡Caramelos!
-¡Tréboles!
Avalon y Morelia responden con tanta rapidez, que apenas se dan cuenta de que sus palabras son absolutamente contradictorias. La chica echa una rápida mirada al gato, se pone colorada y procura no darle importancia:
– Caramelos de trébol. Son muy populares por aquí.
– ¿En serio?
– Bueno, bueno, bueno. – interviene Lula – Dejen ya esa caja. Tenemos un problema que resolver.
– ¿Me cuentan?
– Sí. Parece ser que la música está desapareciendo de nuestro mundo y viniendo hacia aquí. ¡Nos estamos quedando mudos!
– ¿Hacia aquí? – pregunta Avalon.
– ¡Sí! – responde Issis – Hace un rato, vimos cómo una clave de sol cruzaba el portal.
– ¿Un portal? ¿Desde su mundo hasta aquí? ¡Qué divertido! – exclama Morelia.
– No sé. – piensa Tomy – Tal vez las atraiga tu flauta. ¡Suena tan bien!
– ¡Oh!
– No, no, no. – exclama Santi – No queremos decir que te estés llevando nuestra música a propósito.
– Perooooo…
– ¡Basta, Ticholo! Nuestra amiga nunca nos haría eso, ¿verdad, Morelia?
– ¡Ay, Lu, qué simpático este Ticholo! Me recuerda a un perrito que tuve hace unos años. A ver…, ¡déjenme pensar! A lo mejor atraje las notas sin querer.
– ¿Con la flauta?
– Tal vez. Pero no se preocupen. ¡Vamos a solucionar este problemita!
Morelia dirige una enigmática sonrisa al astuto perro de la calle, mientras pronuncia estas palabras. Ticholo mira inquieto a Lucía, quien parece no darse cuenta de nada.
– Pero…, no podemos solucionar nada con la panza vacía. ¿Qué les parece si comemos algo? ¿Unas tortas fritas?
– ¿Tortas fritas? – preguntan los primos asombrados.
Tomy e Issis ladran alborozados. Ticholo pone los ojos en blanco.
– No tenemos tiemp…
– ¿Me ayudan a prepararlas?
– Pero si ni siquiera lluev…
Un trueno, un relámpago. Pues ahora sí que llueve.
– ¡Síiiiii!
– ¿Cómo hiciste eso?
– No sé. Un poco de magia, tal vez.
– ¡Me encanta!
– ¡Vamos por aquí! ¡Sean bienvenidos al mundo mágico de Musicalia!
Y, corriendo y resbalando bajo la lluvia, la alegre y hambrienta tropa desaparece tras el jardín.
—-
En la cálida y alegre cocina, vuela harina por todas partes. Perros y gato juegan felices, mientras Luli y Santi parecen dos gnomos blancos haciendo travesuras.
– ¡Qué divertido! – exclama Morelia.
– ¡Jajajaja, Lu! ¡Tenés la nariz blanca!
– Y vos te parecés al tata Tito.
Todos estallan en carcajadas, mientras afuera continúa la tormenta.
Luli se da cuenta de que Ticholo se ha quedado afuera, ajeno a la comida y a la diversión. Decide salir a buscarlo y lo encuentra bajo un sauce llorón.
– Estás empapado.
– Me gusta el agua.
– Sí, pero…
– ¿Cómo van esas tortas fritas?
– ¿Por qué no venís a probarlas?
En respuesta, el perro le enseña una pata. Tiene una pequeña espina clavada.
– ¿Te duele mucho?
– Un poco.
– Esperá.
Lu desaparece unos minutos, y regresa con su mochila. De allí saca un alfiler y alcohol.
– A ver esa pata…
Con mucho cariño y delicadeza, la niña toma la pata de Ticholo y, tras unos pacientes minutos, logra quitarle la espina.
De fondo, se escucha el sonido de la lluvia, la risita de Santino y Morelia, y los juegos de Avalon, Issis y Tomy. Si no tuvieran un problema que resolver, sería un momento perfecto.
– Sos una buena veterinaria. Gracias.
– ¿Me vas a contar?
– ¿Qué cosa?
– Por qué no te cae bien Morelia.
– Hace muchos años… – responde el perro, tras una pausa.
– ¿Sí?
– Me escapé de este lugar.
– ¿Sos un perro de Musicalia?
– Sí. Era la mascota de una bruja malvada y fea llamada…
– ¿Morelia?
– Sí. Y no estoy seguro. Tal vez sea su nieta o bisnieta…, pero yo conozco a esta chica y no me gusta.
– Pero si es muy divertida y nos está haciendo tortas fritas. Y nos va a devolver la música.
– ¿Estás segura?
– Ella dice que fue un accidente.
– Por eso tiene las notas en su caja de madera.
– ¡Son caramelos, Ticholo!
– Pues hacen mucho ruido los caramelos de trébol.
– ¿Qué?
– La música está en la caja.
– ¿Estás seguro? Pero…, ¿por qué haría eso?
– Hay un hechizo. Nuestra música la vuelve joven y hermosa. Este lugar se vuelve bello y hermoso.
– Pero…
– Musicalia es un mundo engañoso. Parece hermoso, pero en realidad es triste y oscuro. Nos muestra luz del sol cuando es de noche, nos regala lluvia para distraernos. Todo es engañoso en este lugar, vemos sólo lo que queremos ver.
– ¿Qué hora es?
– Las tres de la mañana.
– ¿Qué? ¿Cómo lo sabés?
– ¿Ves esa flor? Ahora esta levemente azulada, hace un rato era gris. Cuando acabe la luna llena, será de un azul intenso. Y será la señal de que el portal se ha cerrado y de que hemos perdido la música para siempre.
Luli se levanta de un salto, valiente y decidida. Ya no se escuchan risas y juegos. El silencio los envuelve con su abrazo.
– Morelia…, tenemos que hablar.
No hay respuesta.
– ¿Morelia? ¿Santi?
Niña y perro entran impetuosamente en la cocina, pero nadie los recibe. Ni amigos ni mascotas. Ni flauta ni caja de madera.
Tan solo un montón de harina por todas partes y unas tortas fritas frías, que en nada se parecen a “los de la titi».
Lu mira a Ticholo con desesperación.
– ¡Tranquila, mi niña! ¡Ahora sí empieza la diversión!
—-
– ¿Se puede saber por qué tenías qué decirles que la caja tenía caramelos, gato atolondrado?
– ¡Perdón! Es que te vi nerviosa y te quise ayudar.
– ¡No me ayudes, Avalon! ¡No me ayudes! ¡Sos peor que ese perro botarate de Ticholo! Todavía no puedo creer que haya regresado y esté a punto de desbaratar mis planes.
El gordo gato blanco la mira apenado. Hace ciento cinco años que es el fiel ayudante de Morelia y, aún así, no ha sido capaz de ganarse ni un poquito de su cariño.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Esperar. Dentro de tres horas toda la música será mía, y yo seré ama y señora de toda Musicalia.
Como si en aquella tierra hubiera algo digno de ser gobernado: unos cuantos ogros, un par de duendes asustadizos, tres conejos, ocho mosquitos…, ¡y él!
Musicalia, una tierra de mentira.
– ¿Y qué vamos a hacer con… ellos?
– Nada.
– ¿Cómo nada? Tenemos que devolverlos a su casa.
– Una vez se cierra el portal, nadie puede entrar y nadie puede salir, gato alcornoque. Serán mis esclavos.
¡Genial! Dos niños y tres perros, cinco nuevos súbditos. Será un reinado maravilloso.
Avalon pone los ojos en blanco. Se verá fresca como una rosa, pero a Morelia se le está envejeciendo el cerebro.
– ¿Hay algún problema, Avalon?
– Esos nenes…, me dan pena.
– ¿Te dan pena? ¿Y para qué quieren volver a su mundo triste y silencioso? A Lucía le gusta cantar y bailar. Puede ser la artista de mi corte.
Seguro los mosquitos estarán muy emocionados.
– Pero su casa…, su familia…, sus amigos…
– Si quisi…, si quisi. No puedo devolverlos a casa sin la música.
– Entonces…
– Entonces…, ¿qué?
La voz que le responde no es la que ella espera.
– ¿No podemos compartir?
– ¿Compartir?
– Sí. Compartir. Como compartimos nuestras risas, nuestros bailes, la magia de la lluvia, las tortas fritas.
Morelia se muestra pensativa un instante, y en los ojos de Avalon asoma un rayo de esperanza.
– ¿Y qué querés compartir, Lucía? ¿Mi reinado, mis súbditos, mi belleza?
– Cariño, amistad, música. Hay de sobra para las dos. Si vos querés…
– Sos muy chiquita para entender.
– Morelia…, pero la música se puede compartir. Yo te doy la mitad y me llevo la otra mitad, y así las dos podemos vivir en un mundo hermoso.
– ¡No!
– Pero…
– El hechizo de la juventud eterna no funciona con la mitad de la musica. Tiene que ser toda mía. ¡Y va a ser toda mía!
– Por favor, Morelia… Seamos amigas. Compartamos.
– ¡Jamás!
– ¿Dónde está Santino?
– No te preocupes. Pronto le vas a hacer compañía.
– ¿Ah, sí? Lu…, ¡pensá rápido!
Una caja de madera sale volando desde una puerta cercana. El rostro de Lula se ilumina. La atrapa como puede. Para ser una caja pequeña, pesa como un millón de toneladas.
– ¡La encontraste, Ticholo!
– ¿Qué es esto? ¿Un partido de básquet en mi casa?
– ¿Cómo estás, Morelia? ¿Siempre con ese carácter tan angelical?
– Ahora me arreglo contigo, perrito.
– A tu servicio.
– ¡Dame esa caja, Lu!
– ¡No!
– Morelia…, no…
– ¿De qué lado estás, Ávalon?
– Del tuyo, pero… La nena tiene razón. Es más lindo compartir.
– Pues…, ¿saben qué? ¡Yo ya no quiero compartir! ¿Dónde están Santi y mis perros?
– Lucía…, quiero esa caja…, ¡ahora! – exclama Morelia, abalanzándose sobre ella.
– ¿La querés? ¡Veni por ella! – le responde con sonrisa pícara.
– ¡A mí, a mí! – pide Ticholo, correteando como loco.
Luli le lanza la mochila con alegría:
– ¡Tuya!
– ¡Gracias!
– ¡Devuélvanme eso! Ávalon…, ¡hacé algo, gato bobo!
– ¡Yo juego, yo juego! ¡A mí, a mí!
– ¡Ávalon! – nadie reconoce si es un grito de Morelia o un trueno.
– Perdón…, ¡me emocioné!
– Oooh, tengo una canción para que cantes con el corazón. Oooh, tengo una canción. Va iluminando por dónde yo voy.
– ¡Por donde voy!
– ¡Muy bien, Ticholo! Estás aprendiendo.
-Uno por ocho, ocho.
– ¡Dejen de cantar y devuélvanme esa caja! ¡Sim sala bim!
– ¡Oh, oh!
– Mejor nos vamos. Creo que Morelia está un poquito enojada.
– ¿Me lo jurás?
– Otro día. ¡Vamos!
– ¡No! ¡Esperá! No podemos irnos sin Santino, Issis y Tomy.
– ¡Vos corré!
– Pero…
– ¡Corré!
Lucía y Ticholo huyen raudamente de la sala, pasándose entre risas la mochila, mientras Morelia sale en su persecución montada en una aspiradora.
Avalon, suspirando ruidosamente, camina con absoluta parsimonia en dirección a la flauta olvidada.
¿Que de qué lado está?
¡Pronto lo sabrán todos!
—-
Luli y Ticholo corren, corren, corren a todo lo que da a través del jardín. Las flores del tiempo marcan vertiginosamente el tic tac del reloj. Su azul intenso señala el fin de la noche y el ocaso de la luna llena.
Tres lanchas los esperan al borde de la laguna, ajenas a la gloriosa carrera con la que llegaron a esta extraña tierra.
– Lu…, ¡la mochila! ¡Subí!
– ¡No! Sin ellos no me voy.
– Yo los rescato. Pero tenés que poner la música a salvo.
– ¡Que no, Ticholo! ¡No los voy a abandonar!
– Lu…
– Pero…, mis queridos…, ¿adónde creen que van?
El pelo de plata está empapado y enredado por la lluvia, los ojos verdes relampaguean, la dulce voz suena como un cañonazo, y la aspiradora está en cortocircuito.
– Morelia…, por favor…
– No has cambiado nada en doscientos años. Seguís siendo una bruja malvada y mentirosa.
– ¡Callate, perro viejo! Me va a encantar trapear el suelo contigo. ¡Dame esa caja, Lucía!
– Quiero ver a Santino.
– ¿Querés negociar? La caja y la flauta están en Musicalia. No hay nada que negociar. ¡Dame esa caja!
Luli apreta la mochila contra su corazón. Dentro de la caja se escuchan melodías que le llenan el alma de luz.
– ¡Muy bien! Por las malas será, entonces.
Morelia, muy enfadada, palpa entre sus ropas. Una vez, otra, y otra. ¿Dónde está?
– ¿Acaso buscás esto, ama mía?
– ¡Ávalon, gato adorado y siempre tan oportuno! ¡Cómo te quiero! ¡Sos el mejor gato del mundo!
– Ya lo sabía.
– ¡Qué bueno! Y, ahora, dame esa flauta…, ¡y terminemos con esto de una buena vez!
– No.
– ¿Cómo dijiste?
Tras el obeso gato blanco, tres siluetas se dibujan. El simpático Tomy y el dulce Santino, con Issis en brazos.
– Dije que no.
– Ávalon…, ¿estás loco? ¿Por qué los soltaste? ¡Siempre haciendo todo mal!
– Porque yo sí quiero compartir. Cariño, amistad, música. ¡Como hace un rato!
– ¡Yo te doy todo eso!
– Tal vez. Pero estos chicos deben volver a casa. Con su música. Es de ellos. Les pertenece.
– ¡No! ¡La música es mía! ¡Dame la flauta! ¡Ya!
Esta vez, Ávalon no duda. Se acerca, con su habitual parsimonia, a Lu y le entrega la flauta.
– ¡Corran! ¡Viaje bueno!
No hay tiempo para abrazos.
Lu salta con Tomy en una lancha, Santi hace lo mismo con Issis en la otra. Ticholo, independiente como de costumbre, se zambulle en la laguna.
Parten igual que llegaron, en rauda carrera.
– Gato traidor…, ¡me las vas a pagar! ¡Esto no se va a quedar así! ¡Te lo juro!
Ávalon no retrocede. Enfrenta con valor a su dueña sabiendo que, por primera vez en ciento cinco años, ha hecho lo correcto.
Despliega sus garras. Si ha de morir, será luchando.
Pero no le da tiempo ni a pestañear.
Porque un bólido marrón, chorreando agua, atropella a Morelia tirándola de cola a la laguna y se detiene a su lado, con expresión burlona:
– ¡Su taxi, señor! ¡Suba, por favor!
– ¿Mi taxi? ¿Adónde vamos?
– A compartir cariño, amistad, música. ¡Y comida! ¡Vamos a casa!
– ¿A casa?
– ¡A casa!
—-
Es lindo contemplar el amanecer. Y éste es un amanecer especial.
Lu, Santi, Tomy, Issis, Ticholo y Ávalon cruzan el portal mágico y vuelven a estar en casa. Con la música a salvo.
– Lu…, ¡la flauta!
Lucía obedece y rompe la flauta en pedazos.
Musicalia y Morelia se han ido para siempre.
– Lu…, ¡tengo hambre! Quiero tortas de la titi.
– Vos siempre querés tortas de la titi. – lo abraza.
Tomy e Issis, negro y blanca como un damero chino, gimen y ladran felices en torno a sus amos. Ticholo no deja de moverse nervioso en torno a la caja. Y Ávalon, el nuevo miembro de la familia, observa curioso su nuevo mundo.
Ya ninguno de los cuatro puede hablar, pero Lu sabe que pueden entenderla:
– Tomy e Issis, siempre a mi lado en todo momento. Ticholo, perro rebelde y adorado. Ávalon, indeciso y juguetón. ¡Gracias! Por vivir esta aventura conmigo y ayudarme a salvar la música.
– ¡Claro! Gracias a los bichos. A tu primo adorado, ¡chocolate! Bueno…, está bien. ¡Dame!
– Para vos tengo algo especial. Vení. ¡Ayudame!
Luli saca la caja de madera de dentro de la mochila, y pone su mano sobre la de Santi:
– ¿Lo hacemos juntos?
– ¡Sí!
– Oooh, tengo una canción para que cantes con el corazón.
– Oooh, tengo una canción. Va iluminando por dónde yo voy.
Juntos abren la caja y miles de notas se abren camino por todas partes. La música vuelve a llenar el mundo.
El canto de los pájaros, los bocinazos de los autos, la risa de sus hermanas, la pelota rebotando sobre el suelo encerado.
Hay música por todos lados, y el mundo está a salvo.
– ¡Bienvenidos a casa, chicos! ¡Bienvenidos!
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