19. LA FAMILIA

La conciencia del hombre empezó a reprocharle.

—Miranda… yo…

—No sientas pena por mí. La pendeja de la doctora es mucho más bonita e interesante que yo, así que no me extrañaría que hasta tú prefirieras una mujer así. Yo los únicos reconocimientos que tengo son los de la vitrina y que soy la tía niñera más loca que mis sobrinos tienen.

—Dudo mucho que haya alguien mejor que tú y en cuanto a la segunda, sobre todo lo de loca, no lo dudo, eres la mejor.

Miranda se sintió halagada.

—¿Y qué piensas de mí lado poco refinado?

—Pues —la miró despeinada y sin maquillaje —. No lo sé, parece que no has madurado mucho.

—Tal vez —susurró coqueta—. Ya sabes que me encanta juguetear.

Roman acarició su rostro hermoso.

—¿Lo dices por los juguetes que tienes en tus cajones?

Miranda hizo una mueca.

—Tan gracioso.

—Pero yo soy tu juguete favorito ¿verdad? —la atrajo metiendo una mano bajo la camiseta, para acariciar su trasero desnudo—. Entre nosotros la vanidad ha pasado a un segundo plano. Así que ahora —Miranda jaló si barba para que se agachara y rodeó su cuello —, te voy a pedir que subas —la cargó — y te pongas lo primero que encuentres —recibió varios besos en el cuello — porque quiero llevarte a conocer a unas personas muy importantes para mí.

Miranda se sorprendió y se bajó de su cuerpo.

—¿A dónde iremos? —inquirió interesada.

—No preguntes, solo haz lo que te pido. Ponte ropa cómoda y vámonos. Te daré diez minutos.

—Pero, aún no me baño.

—Que sean nueve.

—¡Roman!

—Nueve menos quince segundos, catorce, trece…

—¡Ya ya entendí! —exclamó agitando las manos, apartándose de él.

Mientras conducía por la carretera libre escuchaba los lamentos de Miranda acerca de lo esponjado que iba a estar su cabello recogido en una cola de caballo y de lo pálida que lucía sin maquillaje, porque enseguida de ella, él también se metió la ducha y la obligó a no ponerse más maquillaje que un brillo de labios. La miro de reojo por un instante y tan sólo se topó con el rostro más hermoso que había conocido.

—Ya casi llegamos.

—¿A dónde? ¿Quién vive cerca en este desierto? ¿No es una reserva natural protegida?

—Ya verás de quién se trata y no viven adentro, es alrededor.

—Roman…

—No te preocupes por cómo te ves, eso no importa y créeme que a ellos tampoco les interesará.

—¿De quienes hablas?

—Tranquila curiosa.

Dos horas después de que pararon a desayunar y al baño, Roman condujo por un camino polvoriento que la hizo toser y después de andar varios minutos con las ventanas cerradas se detuvo en la entrada de un pequeño rancho cerca de cerro rocoso.

—Llegamos —dijo con los ojos brillantes.

Miranda amaba los paisajes como el que tenía frente a sus ojos. No había gran vegetación.

Tan sólo un gigantesco árbol a pocos metros de la casita de madera y láminas, parecía un lugar abandonado, aunque limpio y el único toque colorido eran unas pequeñas macetas con flores en distintas tonalidades. Amaba las flores.

Había un gran silencio y en lugar de inquietar sus nervios, sumado al aire puro que se respiraba, lejos de la ciudad de los Ángeles, la vista la llenó de paz.

Roman la observó callado y le gustó su evidente admiración al ver cosas tan sencillas. De repente una punzada alteró su concentración y ésa fue: la culpa. Tenía que decirle la verdad y pedirle perdón. No quería perderla.

Apenas tenían un mes de relación, en el que la pasión los abrazó sin control, pero en medio de todo ese remolino de sensaciones, cuando ambos quedaron satisfechos, descansando uno al lado del otro Roman experimentaba la misma paz que ella estaba sintiendo en ese momento y no deseaba apartarse de su lado.

Miranda era una chica dulce, inteligente, con carácter fuerte, pero amaba a su trabajo como luchador. Lo apoyaba, lo admiraba y este último detalle era algo que siempre había deseado encontrar en una mujer. Respeto por lo que él hacía de corazón. ¿Estaría esa hermosa chica también interesada en compartir su vida?

—¡Qué hermoso lugar! —por fin reaccionó entusiasta —¡Cuánto silencio! —comentó la joven con un suspiro —. ¿Oyes los pájaros? —inquirió cerrando los ojos un instante.

—Me alegro que te guste.

—¿No me digas que rentaste lugar? —inquirió mirándolo con ojos brillantes y una sonrisa que en su rostro desmaquillado lució casi infantil por la honesta felicidad.

Roman la miró totalmente perdido.

—No —respondió sintiendo que su corazón iba a estallar de amor por ella —Te traje a conocer a mi familia —declaró inclinándose a tocarle una mejilla antes de besarla en los labios.

Miranda se emocionó por lo que sus palabras implicaban y se lo demostró rodeando su cuello para corresponder al beso.

Luego se apartó.

—¿Estás seguro? —inquirió ella —Lo que te dije cuando tuvimos sexo… ya sabes —miró alrededor para comprobar que nadie oyera —de que quería que te casaras no es verdad, aunque si era virgen —bromeó nerviosa.

—¿Tienes miedo? —respondió Roman pegando su frente en la de la joven.

Al oírlo hablar tan serio, un escalofrío recorrió el cuerpo femenino, lo cual trajo a su mente una dura verdad.

—No, no tengo miedo, pero…

—Nada. Llegaremos como dos buenos amiguitos que se están conociendo —la interrumpió al verla tan insegura.

—Mira como luzco, creí que iríamos a la playa o algo parecido —cambió de tema rápidamente.

—Así te ves hermosa, eso ya lo sabes

—Eso lo dices porque me… —pausó para no decir: me quieres pues si era cierto, lloraría de felicidad y después de dolor.

No era justo para Roman ilusionarse con una mujer cuya fertilidad era semejante a la de las rocas que rodeaban el paisaje. Sin embargo, ése no era el momento para arruinarlo.

—Me gustas como sea.

—Siendo así, bajaré de este auto bajo tu riesgo.

La primera que salió a recibirlos fue Lauren, la madre de Roman, una señora de estatura mediana, piel morena clara y cabello teñido en un color rojizo. Su aspecto era muy sencillo y descomplicado pues apenas miró a la nerviosa Miranda le sonrió con la misma espontaneidad que solía hacer su hijo.

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