RILEY

Si se pudiera flotar entre las nubes, ¿la sensación se parecería en algo a lo que siento ahora mismo? 

Mis pies casi no tocan el suelo y la noticia que he recibido de boca de quien considerara mi peor enemigo, me lleva a perder un poco la cordura. 

Soy como un adolescente que acaba de besar a una chica por primera vez. No. De hecho, creo que esto es mejor. Ahora tengo ese peso en mi pecho que me obliga a sonreír y que me transforma el panorama, aunque éste no sea nada alentador. El peso que en contra de toda teoría física, te ayuda a levantarte de tu cama todos los días y que tira de tus labios manteniéndote sonriente y luciendo como un idiota lunático, frente a todos los demás. 

Los prisioneros me observan como a un puto bicho raro en tanto regreso al taller cruzando el pasillo rodeado de celdas y milagrosamente, eso me sienta bien, porque aunque se estén preguntando: ¿Qué mierda se habrá metido? A diferencia de ellos yo tengo una razón para estar feliz, la misma razón para apreciarme como el hombre más irracional del planeta.

¿Qué le diré? 

¿Qué me dirá ella cuando la pueda tener una vez más frente a mí? 

Merece que me arrodille ante sí pidiéndole perdón por ser un desgraciado, un inseguro que se atrevió a desconfiar de su palabra y que creyó haber sido desplazado con saña por otro sujeto igual o peor que yo. Pero, muy por encima de todos los malos entendidos y de lo crudos que han sido los últimos meses, no logro contener la dicha de saberme correspondido. El placer de amarla y ser amado de igual manera.

— Mi Fierecilla — la frase sale de mi interior, en medio de un suspiro que me atraviesa el pecho.

Cierro los ojos intentando mantener su imagen en mi cabeza. La efigie rubia y de ojos grises que me persigue a cualquier hora y a donde quiera que voy.

— Mi apodo es Speedy. Si no te importa, me gustaría conservarlo — dice el moreno de rastas, en respuesta a mis pensamientos en voz alta.

Sin darme cuenta en qué momento he llegado, abro los párpados encontrándome ya en mi destino. 

Una palmada en su espalda acompañada de una sonrisa que muestra toda mi dentadura, provoca que el ceño se le frunza y que sonría a la par.

— ¿Se puede saber qué te pasa? Tus cambios de humor me dan urticaria — enuncia, siguiéndome de cerca hasta el motor del Shelby setenta y nueve que nos sirva de distractor todas las mañanas —. Puedo ver tus caries desde ésta distancia — añade agachando un tanto el torso, para asomarse con detenimiento por la enorme ventana en la que se ha convertido mi boca.

Tomo la llave de tuercas entre mis dedos, haciéndola girar.

— Es muy probable que mi estancia aquí no dure mucho. 

Un grito de entusiasmo que se escucha en todo el salón, sobre salta al resto de los presentes, los cuales giran sus cabezas en nuestra dirección al mismo tiempo que mis manos cubren los gruesos labios del boca floja a mi lado.

— ¿Quieres callarte? — Susurro a su oído — No hay necesidad de publicarlo. La vida me ha enseñado que no es bueno cantar victoria antes de tiempo. Las peores desgracias ocurren cuando te confías de los hechos.

Basta con decir esa frase para que los recuerdos de aquel día en la milla ocho regresen a mi subconsciente, aglomerándose en mis neuronas junto con las últimas palabras que mi amigo exhalara entre mis brazos. 

Escenas de la carrera, el rostro de satisfacción de Darnell, el cuerpo de Steve siendo catapultado por los aires y el haber tenido que dejarlo abandonado sobre el asfalto por salir huyendo de la policía: Todo eso se quedará para siempre escrito en mi línea del tiempo.

— Cuando te pones así, me das miedo — musita Speedy, liberándose de la cárcel de carne y hueso que formara con mis brazos —. Si pudieras ver tu cara. Es el semblante de alguien planeando un asesinato. ¿Por qué no me cuentas lo que ocurrió en aquella carrera?

Parpadeo un par de veces deglutiendo con dificultad el coraje que anuda mi garganta antes de atender a su petición, relatando los acontecimientos. 

Le narro todos y cada uno de los detalles, desde la golpiza que recibí a las afueras de la guarida, pasando por el desafío que se me fuera lanzado por el culpable del fallecimiento de mi compañero y mi obvia negativa hacia él. También le hablo sobre mi decisión de no volver a correr para no exponer a Miranda al ambiente inseguro y a la gente por la que siempre me vi rodeado. Las horas que invertí en el entrenamiento de Steve al saber que correría por primera vez y el mismo que sin saberlo, me convertiría en cómplice involuntario en el acto suicida que terminaría en su deceso. 

Los sucesos son desmenuzados claros y minuciosos hasta viajar mentalmente, como si volviera a estar ahí y apreciar la anatomía de mi hermano transformarse en un pesado objeto inanimado.

— Todo lo que me has dicho es una puta mierda, hermano. La milla ocho está llena de gente buena, pero también hay quienes son la peor de las calañas —Suspira, pesaroso — Si lo sabré yo; que nací y crecí ahí — manifiesta, algo que nunca me había contado si bien porque no había querido o porque la oportunidad de hacerlo no se había presentado —. ¿Contra quién corrió Steve?  

No he revelado nombres durante mi relato, así que es lógico que quiera indagar.

— Su nombre es Darnell — digo con desdén.

Speedy abre la boca como queriendo decir algo más. Sin embargo no le es posible, ya que los gritos de Colleman se lo impiden.

— ¡¡Logan!! ¡¡Estás de suerte!! ¡¡Tienes otra visita!! — vocifera, haciendo palpitar mi corazón con la esperanza de que sea Miranda quien me está esperando. Tardo en reaccionar — ¡Pero muévete, con un demonio! ¡No tengo todo el día!

Como si su trabajo aquí, fuera algo que le demande demasiado esfuerzo.

No hay nadie que no se dé cuenta que relega obligaciones a los demás guardias con rango menor que, ya sea por miedo o por respeto, se encargan de ello sin chistar aligerándole el trabajo por el que le pagan un salario mucho más elevado que al resto.

— Deséame suerte. Vuelvo en un rato — pido, lanzando a sus manos la llave de tuercas y saliendo hasta el área de visitas, pasando junto al cabrón con placa sin siquiera mirarlo.

Mis piernas hormiguean ansiosas, trasladándome deprisa y con urgencia desmedida, ante los cubículos provistos de un cristal que nos separa de la zona externa y de un auricular para poder conversar con quiénes acuden a vernos. 

Es lo más ridículo que he presenciado en mi vida. 

Cuando mi madre me visitaba en el correccional, gozábamos de contacto físico compartiendo las pocas horas de estancia conviviendo en el patio. Y ahora, se requiere incuantificable protección y restricciones ilimitadas. 

¿Para impedir qué?

¿Que estrangules a tu hermana o a tu primo delante de decenas de celadores con armas de fuego, preparadas para meterte un tiro entre ceja y ceja?

Finalmente la conmoción aminora cuando el guardia señala con su índice, hacia mi visitante. No es que me haya desilusionado darme cuenta que no se trata de quien yo pensaba, el gusto sigue siendo inmenso. No obstante, su naturaleza es diferente. Es como si mi propia madre me sonriera a punto de llorar, del otro lado del vidrio traslúcido.

— Señora Rogers, no sabe cuánto lo siento — enuncio, después de tomar asiento y de coger la bocina —. Le prometí a Steve que siempre la cuidaría y mire, debe estar maldiciéndome por haberlo defraudado.

Niega, con sus iris marrones brillando entre la humedad.

— Por supuesto que no, Riley. Esto no es tu culpa. Mi Stevie sabe que eres un buen muchacho y donde quiera que esté, seguramente está rezando porque dejes este lugar lo más pronto posible — afirma con ternura —. Por cierto, alguien estuvo por mi casa el día de ayer con escayola, muletas y todo. Ella misma me llamó hace un rato para decirme que ya no me rechazarías.

Un golpe imaginario directo a mi superficie craneal, me sacude la masa encefálica al comprender de quien me está hablando.

— Sí, muchacho. Miranda fue a visitarme después de haber venido hasta aquí junto con Cecil. Su nana. Estaba muy triste porque te negaste a verlas, igual que a mí tantas veces. Pero, a pesar de eso no paraba de decir cuánto te quiere y cuánto confía en ti. Tuviste mucha suerte al conocerla — sentencia, agachando su rostro y levantando las cejas en un gesto de tristeza —. Lo que yo hubiera dado por que mi hijo… — corta la frase en seco y yo la completo en silencio.

«Hubiera tenido a alguien así».

Alguna vez me lo dijo, justo ese día en el que Kurt y yo discutimos por mi repentina salida del mundo clandestino; que él me envidiaba por tener a Miranda y por el giro que acababa de dar mi existencia.

— Logan, cinco minutos más — avisa uno de los custodios, señalando el tiempo que resta para terminar con la hora de visitas. 

Asiento, limpiando despistadamente la gota desleal que gana la disputa colándose por mis parpados.

— Parece que los chaperones no toleran ver a una pareja feliz — manifiesta, sacando un pañuelo blanco del bolsillo de su abrigo y quitándose la suciedad de la nariz. Sonríe —. Tengo algo para ti en casa. Es una caja minuciosamente sellada que mi niño dejó bajo mí poder, un día antes de la carrera — menciona, intrigada —. Me hizo prometer que, si algo malo le sucedía, te la entregaría en propia mano. Algo me dice que presentía lo que pasaría. Lo noté inseguro y temeroso. Quise hacerlo recapacitar, pero lo conoces mejor que yo, es un chico terco.

Mi rostro se contorsiona al escucharla referirse a él en presente, como si todavía se encontrara entre los vivos. Sin embargo, no hago nada por corregir su error, pues supongo que como madre debe resultarle difícil hacerse a la idea de su irremediable ausencia.

— ¿No le dijo nada sobre su contenido? — formulo, buscando adivinar qué cosa no le fue posible entregarme él mismo y lo obligó a buscar intermediarios.

— No. Con el ajetreo de la última vez que te vi, la olvidé por completo. Pensé en traerla conmigo, pero el abogado amigo de Miranda sugirió que no era buena idea. Imaginé que si la traía la violentarían al revisarla y, las instrucciones de que sólo tú debías hacerlo, fueron explícitas.

Miro hacia el suelo y suspiro con frustración.

— Hora de irnos, Logan — vuelvo a escuchar.

— No se preocupe, pronto voy a salir de aquí. Entonces le prometo que ir a por eso tan importante, será lo primero que haga — prometo, siendo presionado para dejar el auricular en su lugar.

La señora Rogers emite un hasta luego por lo bajo, en tanto permanece inerte observándome en la lejanía. Le he hecho una promesa. Una que no dejaré sin cumplir. Ir por ese paquete será mi prioridad en el instante en el que dé mi primer paso fuera de ésta jaula.

***

Antes de que la cena sea servida, somos conducidos a las regaderas en fila india como si fuésemos niños de preescolar. Los diez minutos reglamentarios para darnos una ducha rápida son contados por uno de los tantos centinelas que nos rondan a diario, como cuervos a la carroña. Salimos de ahí siguiendo el conocido trayecto a la cocina, situándonos en los comedores designados e ingiriendo la asquerosa comida tan solo por llenar el estómago y por no morir de inanición. 

La mitad de la noche transcurre lento. Doy vueltas en mi cama sin poder dormir o al menos, dejar de adivinar en torno al asunto del paquete de Steve o la tan deseada visita de la Fierecilla.

— Speedy — susurro en medio de la oscuridad de la celda, cansado de dilucidar —. ¿Estás durmiendo?

Cuando creo que sí lo está, resopla.

— Eso intento, pero no paras de moverte y de hacer rechinar la cama como si estuvieses follando con alguien allá arriba. Tan solo de imaginarlo, me dan náuseas.

Mis comisuras tiran en distintas direcciones cuando lo imagino haciendo muecas de repudio, en la cama inferior de la litera.

— Lo siento. Es que, no logro conciliar el sueño — digo a manera de disculpa, captando el bufido que mi compañero exhibe.

— Pues deberías contar ovejas. O si eso no te funciona, imagina que las llevas a pastar, que se defecan, y luego cuentas su mierda de una en una.

Un almohadazo cae en su cara como misil de guerra, arrojado desde un F- 18 de la fuerza aérea.

— Muy gracioso — protesto, recuperando la almohada que me es lanzada de vuelta —. Ahora recuerdo que tú y yo dejamos una conversación pendiente.

— ¡¿Es en serio, hermano?! —Formula, exasperado — ¿No podemos dejarlo para otro día?

No le hago ni caso a sus rabietas.

— El tema eran Darnell y tu niñez en la milla ocho. 

Suspira, resignado.

— Está bien. Decía que nací y crecí en ese barrio y que conozco al tal Darnell. La noche en la que me arrestaron, su padre y el mío… bueno, mi padre de acogida, nos enviaron a entregar droga juntos; con la diferencia de que él escapó y yo no. Ahora si me disculpas, yo sí quiero soñar con algunas nenas ofreciéndome la prueba de amor — concluye, dejando a mi mente divagando por las siguientes cuatro horas que faltan para que amanezca.



***

— ¿No tienes hambre? — formula el chico a mi lado, al terminar con su desayuno y al notar mi plato intacto.

La plática que tuvimos anoche, aunque corta, me ha dado mucho en qué pensar.

— No. Es todo tuyo — respondo, empujando su objetivo con el dorso de mi mano y haciendo que éste se deslice por la cubierta de la mesa.

No he olvidado las ganas de acabar con Darnell que aquel día tuve que sofocar por miedo a ser arrestado, de no haber sido así, lo hubiese asesinado al igual que él lo hizo con mi amigo. Porque nadie me quita de la cabeza que aquello no fue un accidente, sino un homicidio y, creo que tengo la manera de vengarme y de desquitar toda la rabia que aún siento.

— Esa cara de nuevo. ¿En qué piensas ahora?

— ¡¡Logan!! — otra vez Colleman. Qué maldita manía la suya de interrumpir las cosas preponderantes — ¡¡Tienes visitas!!

Mi compañero y yo nos dedicamos una mirada de soslayo.

— ¿Tan temprano? — Un encogimiento de hombros es mi respuesta.

— Iré a ver quién es — digo, saliendo del comedor.

Mis pisadas marcan la orientación que siguiera ayer, cuando fuera a recibir a la Señora Rogers. Por otro lado, Colleman me hace retroceder.

— ¡Hey, tú! ¿A dónde vas? — inquiere, aguardando al lado opuesto del pasillo.

— Creí haber entendido que tengo una visita.

— Y así es. Pero no en los cubículos —Su ceño se frunce —. Eres un cabrón con una suerte que no mereces — murmura divertido y a la vez contrariado. La verdad es que aun no entiendo a qué se refiere —. Siempre me he preguntado si eres imbécil, o te haces. Tu visita es conyugal, Logan.

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