Ocho días habían pasado desde la inesperada noticia de su traslado y Michael, jamás se había sentido tan ansioso.
Las valijas estaban hechas y los libros en cajas que luego de organizarse, Nate le haría favor de enviar. Nunca le gustaron las despedidas. Sin embargo, se la había vivido diciendo adiós a todo aquel con quién hubo compartido momentos importantes y por supuesto, a una que otra amiga con derechos cuyo corazón, seguramente dejaría roto tras partir.
No pensarían que siendo un tipo joven, buen mozo y aparte con un status profesional envidiable, habría pasado los últimos cinco años en soledad.
¿O sí?
A sus veintisiete, contaba con un par de aventurillas en la lista. Nada serio. O al menos, nada que se le pareciera a su última relación de verdad. Pero pese a todo aquello, la vida tenía que continuar. Por sobre todas las cosas seguía siendo un hombre. Uno con necesidad de compañía y calor humano, aunque posteriormente de cubrir esas necesidades, su alma siguiera incompleta.
— ¿Seguro que no se te olvida nada? —Preguntó Nathaniel, con Mike de pie en mitad de su recámara y girando sobre su eje, haciendo un inventario mental de pertenencias por si algo le hacía falta.
—No. Parece que he empacado todo.
El rubio asintió, advirtiendo de golpe la nostalgia.
Tanto tiempo compartiendo espacio, que ni siquiera hacía falta verlo subir a un avión para apreciar su ausencia.
—Entonces, siendo así, será mejor que nos demos prisa. Tu avión a Los Ángeles sale en dos horas y los expertos dicen, que conviene al menos estar una hora antes para documentar equipaje.
El último vistazo a su rincón sagrado y un suspiro se exteriorizó, sufriendo de un ataque precoz de nostalgia, al igual que su compañero.
—Sí. Ya es hora.
Salieron del apartamento con las maletas en mano que posteriormente, ocuparon un espacio amplio en la cajuela del mustang rojo que manejaba el canadiense. Por otro lado, Michael conservó bajo resguardo el portafolios cuyo interior custodiaba algunos documentos personales, entre ellos la carta de presentación que el mismo Doctor Flanagan redactara y que según los protocolos, debía presentar antes de tomar posesión del nuevo puesto.
El trayecto al aeropuerto no pudo ser más incómodo.
Le guardaba cariño a Nathaniel, tanto como se le puede querer a un hermano. No obstante, en mala hora se le había ocurrido iniciar con un tercer grado.
—En vez de médico, debiste ser reportero de chismes. ¿No te lo habían dicho? —preguntó el de ojos marrones procurando no sonar molesto, aunque lo estaba.
Llevaba toda la semana con un solo pensamiento recurrente entre tantos pendientes que debía solucionar antes de irse, que los cuestionamientos del ojiverde solamente servían para recalcar esas cavilaciones que le hacían latir dolorosamente el cerebro, como si fuese un segundo corazón.
“¿Habré empacado analgésicos?” Se dijo mentalmente, con la cefalea apareciendo de a poco.
—Si me dices que no has pensado en ello los últimos dos o tres días, consideraré el ya no sacar el tema a colación.
Mike suspiró, porque el tema “Lillian Buttler” era ciertamente lo que le martilleaba el cráneo.
—Hace cinco años que no he vuelto a saber de ella, Nate. Y de todos modos… —La frase quedó a medias.
El rubio resopló, sin desatender al camino.
—Sé a lo que te refieres. El destino es una mierda, amigo mío.
Y lo era.
¿Quién le iba a decir que después de más de diez años, regresaría a Rainbows Bay?
En minutos estaría abordando un avión y le resultaba tan irreal, que esporádicamente sopesaba la concepción de estar soñando.
Un sueño convenientemente cruel, para ser honestos.
El resto del recorrido sucedió en silencio.
Nathaniel no solo era su amigo sino también su confidente, así que estaba al tanto de los pormenores que antecedían la adultez de Mike. Sobre todo de aquella penosa despedida que en medio de lágrimas, le hubiese relatado a solo unos meses de haberse conocido.
Su pasado y su futuro inmediato, poseían la facultad de trastocar a cualquiera.
Arribaron al aeropuerto con el tiempo suficiente para documentar equipaje y darse un abrazo, con el rubio haciéndole la promesa de visitarlo pronto en California.
Por los altavoces, una voz de mujer les avisó el número de andén que debía ocupar.
Sus manos se estrecharon.
—Te llamo en cuanto esté instalado.
—Mucha suerte, Michael.
El dolor de cabeza empeoró nada más despegar el ave metálica. Quizás cualquiera de nosotros haría responsable a la altura o a la presión atmosférica. Empero, ninguna causa física amedrenta tanto al ser, como darle millones de vueltas a los pensamientos. A los recuerdos. Y eso es a lo que Michael se dedicó hasta que no pudo aguantarlo más.
Rogó al cielo que esos analgésicos estuviesen dentro del portafolios, de lo contrario sus sesos se esparcirían hasta la cabina del piloto si las punzadas lograban su cometido.
Dos píldoras de ibuprofeno le resbalaron por el tracto así, sin nada que ayudara en la encomienda, salvo por la saliva y los movimientos de su glotis empujando hasta desaparecerlos.
Cerró los ojos y respiró profundamente.
Quería dormir hasta aterrizar.
Más eso hubiese sido un efectivo escape del estrés si en vez de un asiento, se le hubiesen asignado tres.
—Seis horas. ¿Cierto? —preguntaron a su costado, acortando toda tentativa de desconexión.
Se mordió el labio inferior y pestañeando frenéticamente, encaró al sujeto.
Se trataba de un hombre de mediana edad, entre los cuarenta y muchos o cincuenta y pocos. Su cuero cabelludo ya mostraba un notable y amplio avance de alopecia areata. Los anteojos gruesos y de armazón plateado enmarcaban unos iris color miel que le produjeron escalofríos, al mismo tiempo que el mostacho entrecano que le adornaba la parte superior de la boca.
A buena hora se le había ocurrido a William mandarle a su doble.
Las sienes le pincharon aún más que antes.
Ni dos gotas de agua se habrían parecido tanto.
— ¿Co… cómo dice?
El tipo sonrió, amigable y comprensivo.
—Lo siento. Preguntaba que si son seis horas de vuelo desde Boston, hasta Los Ángeles.
Un movimiento de cabeza agitado, sirvió para afirmar.
—Mi nombre es Ansel Miller. Profesor.
—Michael. Michael Moore —Pronunció, recibiendo la mano que el desconocido le ofreció —. Médico.
El parecido con su progenitor rayaba en lo absurdo.
Hipnotizado, deseaba saber si lo que acontecía era un tipo de presagio o solo los nervios, que lo hacían ver moros con tranchetes.
“Estás paranoico, Michael Moore”. Se dijo, fingiendo una sonrisa complaciente cuando desde que el extraño incitara una presentación innecesaria, también había dejado de prestar oídos a la serie de aclaraciones que cuchicheaba, sumido en la más profunda estupefacción.
—Siento muchísimo lo que le voy a decir, ah…
—Ansel.
—Eso. Ansel. Pero hace un rato estaba a punto de…
— ¡Oh! —Exclamó este, entendiendo el mensaje fuerte y claro, señalando el respaldo del asiento de Mike.
—Sí —apuntó el de ojos marrones, zanjando el intercambio de oraciones que obligó al tal Ansel, a virar hacia la ventanilla.
Siendo médico, estaba acostumbrado a tratar con personas, pero todos los seres humanos tenemos días buenos y días malos.
Ese era un día malo para Mike.
Reintentaría dormir y tal vez al despertar, dejaría de ser el grandísimo idiota y arisco que aparentaba haberse peleado con el mundo. No obstante, al volver a tener puestos los cinco sentidos, notó que sus falanges apretaban de más el frasco de analgésicos. Poco a poco deshizo el agarre, introduciéndolos en el maletín descansando en su regazo, abierto todavía.
“Esto debe ser una broma”. Masculló entre dientes, extrayendo una de las dos cosas materiales que conservaba de su pasado, además de las memorias. Desgastado y amarillento, “El Principito” lo miraba burlándose, desde la cubierta. Sin meditarlo, abrió las páginas y ahí estaba.
***
— ¡Sonrían! —Gritaron, para posteriormente deslumbrarlo con la luz cegadora de un flash.
Las carcajadas de una Lillian alegre y dichosa por estar festejando su cumpleaños número diez, taladraron los tímpanos de un Michael dos meses mayor que junto a Jack, la abrazaba deseándole lo mejor.
Era una mañana soleada en la que amablemente, los Buttler los habían invitado a él y a su padre a dar un paseo en el barco pesquero de Martin, al igual que a Jackson y a su madre.
La amistad había florecido para todos.
Martin y William se reunían cada sábado por la tarde en la casa del segundo a jugar póker, mientras que Selene llevaba a los niños a sus prácticas de natación en la escuela de Solange.
Las olas del mar hacían hondear al navío a su antojo, algo que milagrosamente a Mike y Lilly no les afectaba pero, que a Jack ya le había provocado una revolución en su sistema digestivo.
Oleaje y cuatro sándwiches de crema de cacahuate con mermelada de fresa, no son una revoltura favorable si salir a mar abierto es la intención. La cara de asco que lucía en la polaroid, lo decía todo.
—Será mejor que duermas un rato —Sentenció su madre, mojándole la cabeza de cabellos dorados —igual que los de ella— con agua dulce. Pero el ojiverde se rehusaba, testarudo.
Llevaban horas plantados en cubierta, esperando ver delfines.
No quería perder detalle.
— ¡Estoy bien, mamá! —Exclamó. Sin embargo, nada más concluir su alegato, se sacudió la mano de su madre y corrió a vomitar.
—No creo que papá vuelva a meter un pescado ahí en su vida. Es donde le lleva la cena a mamá cada viernes —declaró la pequeña castaña, al tiempo que otra dosis de alimento sin digerir caía en cascada al recipiente de acero.
Mike lo observaba de lejos, alarmado.
—Mi padre dice que beber electrolitos ayuda con las náuseas.
—Además de un par de horas de descanso —dijo William, sumándose y como siempre, atusándole el cabello castaño claro a su unigénito—. Anda, Jackson. Hazle caso a tu madre. Acompáñanos a la cabina. He traído un par de botellas de electrolitos en la mochila de Mike.
El aludido resopló, descontento. No obstante, dando su brazo a torcer.
—Chicos, ¿me despertarían si aparecen delfines?
—Claro que sí —prometió el chico Moore, preocupado por el estado en el que su mejor amigo se hallaba.
Con semblante pálido, Jack le agradeció.
—Qué pena que haya enfermado —se quejó Lillian, sin despegar su escrutinio del acceso a la cabina, por donde Jackson se perdió.
—Sí. Pero no sufras, papá es un experto. Verás que en un rato, aparece por esa puerta como si nada.
—Tienes razón. William es genial. Yo ya no tengo ronchas. Mira — profirió ella mostrándole la extensión de los brazos, pues semanas antes un brote de varicela la había hecho faltar a clases.
Las cuatro semanas más aburridas para Michael.
La había extrañado a mogollón.
Incluso prestar atención a las lecciones impartidas por sus profesores le fue una odisea, ya que no conseguía concentrarse. No pensaba en nadie más que en su compañera de aventuras y en sus ojitos azules, irritados por la fiebre la noche en que se uniera a su padre en la consulta domiciliaria.
— ¿Lo ves? Te digo que él puede con todo —remató el hijo orgulloso, como si en lugar de su progenitor, estuviese hablando de Batman o Superman.
Posteriormente, ambos se giraron enfocando al horizonte, donde las gaviotas parecían sostenerse con el ímpetu del viento, planeando sin siquiera moverse. Siempre en el mismo sitio, a la altura de sus frentes.
—Por cierto, no te he enseñado lo que me regaló papá —sentenció la ojiazul, metiendo su mano derecha en el bolsillo de sus shorts.
Mike soltó las barandas a estribor y se aproximó más, atraído por las tonalidades nacaradas que el objeto sobre su palma desprendía.
El color rosa pastel le hizo alusión al rubor que bajo el influjo de los rayos solares, tenían las mejillas de la niña más bonita que había conocido nunca. Ni siquiera Tracey Toker se le comparaba.
Y eso que era la más popular del colegio.
Y el celeste, el cielo reflejándose en sus iris.
Una corriente eléctrica lo recorrió entero y se asustó, víctima del desconcierto.
¿Qué le sucedía?
No lo tenía claro. Más, con todo y que la sensación era nueva y estremecedora, también era digna de disfrutarse.
—A que es bonita.
Michael pasó saliva con dificultad, pensando en lo siguiente que diría.
La frase surgió, espontánea.
—Tan bonita como tú, mi querida “Caracola”.
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