MIRANDA

— Señorita, el prisionero Logan se niega rotundamente a recibir visitas. Lo siento — musita el guardia, al decirle el nombre del recluso a quien planeaba ver.

Hace una semana que he sido dada de alta del hospital. 

Después de una serie de exámenes y revisiones, los especialistas decidieron dejarme ir a casa con medicamentos prescritos y terapias de recuperación, advirtiéndome que tendría que esperar ocho días para dejar la silla de ruedas y empezar a utilizar las muletas. 

Hoy por primera vez he salido a la calle en compañía de nana Cecil, quien al preguntarme a dónde me apetece ir a pasear; no esperaba que mi respuesta fuese: «Muero por ver a Riley”. He tenido que prometerle que mis padres nunca se enterarán de ello, con el fin de que acceda a mi petición. Y así lo hace. 

Llamamos a un taxi desde mi nuevo equipo. Papá me compró uno como regalo de bienvenida y gracias al cielo, la memoria externa que usaba con el anterior resultó intacta; lo que me permitió recuperar de ella la única fotografía que tengo de Steve: esa que tomara un día antes de la carrera contra Darnell, al finalizar la prueba a la que Riley lo sometiera en el callejón. Es como si hubiesen pasado días y no meses desde ese infortunio. Donde comenzara la mala racha. La voltereta que pusiera nuestro mundo de cabeza.

Ambas suspiramos con resignación, atendiendo al guardia. 

Riley debe pensar que lo he abandonado. Debe creer que lo pienso culpable del secuestro de mi padre pero, si tan solo encontrara la manera de hacerle saber lo del accidente, estoy segura de que no se negaría a verme. Sin embargo, eso no será posible si nada ni nadie del exterior, tiene acceso a una entrevista con él. Y yo que suponía que la cabezonería era cosa del pasado, que había aprendido la lección después de que nos distanciásemos por culpa de su orgullo y de su nulo sentido de la comunicación. No obstante, ha tropezado con la misma piedra por segunda vez.

— Vámonos, nana — digo girando sobre mis talones, apoyada en el par de muletas que me impulsan en el trayecto hasta la reja que nos lleva a la calle.

Hacemos la parada a otro taxi para emprender el regreso. El chófer del auto me ayuda a subir en el asiento trasero y Cecil me sigue después. Hay un cambio de planes cuando en vez de dar la dirección de mi casa, facilito una muy distinta al otro lado de la ciudad.

La de la madre de Steve.

— ¡Miranda! — exclama al verme, envolviendo mi cuerpo magullado entre sus delgados y cálidos brazos — ¡Pero no se queden ahí paradas! ¡Pasen, están en su casa!

La idea ha surgido de repente, cuando al subir al coche recordara todo lo que Riley prometiera a Steve, prendido del féretro minutos antes de ser sepultado. Entre todas esas promesas está la de cuidar siempre de la señora Rogers, más en la situación en la que se halla es una misión imposible de cumplir. De ese modo, cuando sepa que he venido y quede en libertad, la culpa será menos tormentosa.

Muy amablemente nos invita a compartir una taza de café con ella en una pequeña mesa redonda situada junto a la cocina, sobre la que hay un ramo de peonias frescas apenas perfumando el lóbrego ambiente, donde la falta de su hijo no pasa desapercibida. Conversamos sobre lo ocurrido con Riley la noche del secuestro.  Jura y vuelve jurar sin cansancio que estuvo todo el tiempo ayudando a reunir los documentos requeridos por el banco para poder acceder a las cuentas de Steve y, que cuando salió con rumbo al departamento, ya era casi de madrugada. Probablemente espera que dude de su inocencia y Dios sabe que no lo hago ni de broma.

— Señora Rogers — comienzo, apretando con fuerza el metal de las muletas con mis manos —, no tiene qué jurarme o explicarme nada; confío en él más que en nadie. Puedo dudar de mí misma, antes que de Riley — manifiesto, siendo acariciada por una lágrima rodando por mi mejilla. 

Su pulgar se apodera de la gota, antes de que llegue a mi barbilla.

— Ese muchacho no sabe la suerte que tuvo al encontrarte, cariño — inquiere con dulzura —. No entiendo por qué se niega a recibir visitas. No eres a la única que rechaza. Yo he ido un par de veces consiguiendo la misma respuesta —concluye. Y cuando nota mi semblante afligido, abruptamente cambia el rumbo de la conversación.

Admito que escuchar sus ocurrencias me hace olvidar un poco la negatividad que me rodea, además de que se pone a compartir recetas de cocina con mi nana cuando nos ofrece un poco de pan casero del que prepara y ésta no escatima en halagos. 

Un par de horas después nos despedimos prometiendo volver otro día.

— No te desesperes, Miranda — aconseja con paciencia —. Ese chico es terco e impulsivo; pero con un corazón enorme.

La paz que profesa con solo sonreír, aplaca la desesperación que me embarga por no poder hacer nada, provocando que por primera vez, guarde un poco de esperanzas. 

Asiento, dando las gracias por su hospitalidad.

Al llegar a casa, mamá pone el grito en el cielo por la hora que es. Está anocheciendo y papá no tarda en regresar de la oficina. 

Últimamente lo noto cansado, demacrado. Por las noches la luz de su cuarto se queda encendida por horas y horas y, no es que me la pase deambulando por los pasillos como alma en pena y menos en muletas pero, la luz de la lámpara en su mesita de noche es notoria desde mi habitación. 

— Mamá, ¿puedo preguntarte algo? — formulo, al mismo tiempo que me llevan al sofá.

— Sí. Lo que tú quieras — responde, tomando asiento a mi lado.

— Iré a preparar la cena — dice mi nana, claramente con la intención de dejarnos solas.

Cuando se pierde por el corredor, no pierdo tiempo y comienzo el proceso para aclarar mis dudas.

— ¿Por qué la luz de tu recámara está encendida casi todas las noches?  Y… ¿Por qué papá luce tan… diferente?

Suspira pesarosa, incorporándose y caminando de un lado a otro como si no supiera qué contestar, o como si intentara encontrar una manera elocuente de explicarme.

— Miranda — inicia, regresando hasta mí y recuperando la posición que tuviera —, desde el día en que lo secuestraron, tu padre no ha tenido descanso. Pasa las noches sin dormir y si cuenta con la suerte de lograrlo, despierta sobresaltado a causa de las pesadillas y diciendo cosas a las que en ocasiones, no les encuentro sentido. Hemos buscado ayuda, pero, nada funciona. Los terapeutas dicen que es solo cuestión de tiempo. Que no es otra cosa que la secuela por lo ocurrido y que mejorará. Aunque yo no estoy tan segura de eso.

El llanto no se hace esperar.

Es obvio que está sufriendo tanto como mi padre, los daños colaterales que dejara la mente retorcida de aquel que planeara privarlo de su libertad. Miro a mi madre llorar procurando concebir, o siquiera darme una idea de la magnitud del padecer de papá pero, cualquier comparación resulta absurda. 

Busco minuciosamente en mi mente las palabras de aliento que puedan hacerla sentir mejor, cuando sus manos pasan enajenadas una y otra vez por su faz quitándose los rastros de humedad con el dorso. Claro, para que Austin y el protagonista de nuestra charla quienes avanzan por el jardín, no se den por enterados.

Un hombre opuesto al Paul Kane que dejara en casa antes de salir en el Regal a toda velocidad, besa a mi madre con pasión desmedida. Es como en las tragicomedias que pasan por telecable, cuando cambian al actor principal remplazándolo por otro que se le parezca un poco al menos.

Toda su anatomía se ha ido en descenso: Las arrugas se han acentuado, su piel se aprecia áspera y los círculos oscuros que le rodean los ojos han aumentado su tonalidad. 

Pobre papá. 

Lo único realmente bueno es, que tantas adversidades han servido para que él y mamá sean lo que antes fueron: un verdadero matrimonio.



***



— Buenas noches, mamá. Buenas noches, papá — musito, los tres parados afuera de nuestras respectivas habitaciones.

La cena ha transcurrido amena. 

Luego de devorar los alimentos, nana Cecil nos ha servido un poco de té de hierbabuena que nos ha obligado a hacer sobremesa, dándome la pauta de sacar a colación el tema de las pesadillas. Mas al pensarlo mejor y no hacerlo, he evitado una muy probable discusión que podría afectar aún más su estado de ánimo y de salud. 

Entro a mi recámara de a poco. Usar muletas es algo nuevo para mí, jamás tuve que depender de ellas antes y adaptarme me está costando demasiado. He ahí la razón por la que papá se ha  encargado de solicitar un permiso en la Universidad en lo que dura mi rehabilitación, además de que el semestre comenzó días después del accidente y por más que me esforzara por ponerme al corriente, no lo hubiese logrado.

El pijama está sobre la cama. Mamá se empeña en que las cosas que más utilizo, sean colocadas de manera que tenga fácil acceso a ellas: como mis objetos personales. 

Entro en el cuarto de baño ya con la ropa de dormir puesta. Es una odisea retirar la prendas inferiores con la escayola pero; por lo menos ya no tengo que portar el incómodo collarín o las cosas pintarían a peores. Cepillo mi cabello y lavo mis dientes, utilizo el retrete y aseo mis manos minuciosamente. Al terminar, me acerco a la mesa de noche tomando un poco de agua de la jarra de cristal, con ella ingiero las píldoras de rigor para introducirme bajo el grueso edredón y sumergirme en un sueño profundo.

— ¡¡No puedo más, Elise!! ¡¡No puedo más!! 

Los gritos de papá me regresan la conciencia luego de unas horas, en complicidad con la claridad colándose por debajo de mi puerta. Enciendo la lámpara de noche arreglándomelas en bajar del colchón, cubrirme con la chamarra a los pies de la cama e ir como refuerzo de mi madre, la cual debe estar hecha un manojo de nervios. 

Al entrar, soy recibida por más gritos.

— ¡¡ ¿Es que nunca voy a ser capaz de olvidar esos ojos, Elise?!! ¡¡Esos ojos que son tan azules, como demoníacos!! — enuncia sollozando, andando por el frío suelo, descalzo y de un lado a otro con los puños aferrados a sus cabellos. Me petrifico, intentando escuchar un poco más — Y ese olor a tinta fresca y a cicatrizante que desprendía su tatuaje, aún puedo…

—¡¡ ¿Qué has dicho, papá?!! — cuestiono, exaltada. 

Se queda mudo al verme. Mamá se levanta y corre hacia mí limpiándose el rostro, dispuesta a hacerme regresar a mi dormitorio.

— Miranda, hija — señala, poniendo sus manos sobre mis hombros —. Será mejor que te ayude a recostar. Debes descansar.

— No — replico, sacudiéndome su agarre —. Repítelo, papá — pido, deseando con el alma que sus palabras no hayan sido producto de mi atormentada imaginación.

Suspira. Entonces cierra los ojos antes de reiterar sus oraciones.

— Que no puedo olvidar sus ojos. Son de un azul tan intenso y tan sádico, que no me dejan en paz — aclara, pero ahora con un ápice de tranquilidad —. Su tatuaje era reciente y brillaba por el exceso de pomada cicatrizante que llenaba el aire con su penetrante olor. Es una tortura. A veces pienso que me volveré loco.

Una inhalación honda llena mis pulmones por primera vez en meses. Siento que por fin puedo respirar con libertad y que la confianza perdida, vuelve a mí en porciones monumentales.

— Papá, ¿estarías dispuesto a repetir eso delante de quien sea necesario, para dar con el culpable? — pregunto y su ceño se frunce, con algo más que desconcierto.

— ¿De qué hablas? El culpable lleva meses en prisión.

— No. Te equivocas — expongo, acercándome a él con sigilo —. ¿Sabes quién es la persona que está pagando por ese delito, papá? Se trata de Riley.

Sus cuencas oculares aparentan crecer y su respiración se torna agitada.

— No lo sabía y tampoco me extraña. Es un delincuente, Miranda. Merece estar ahí por lo que me hizo y por haber sido el culpable de tu accidente.

— ¡Ese es precisamente el problema! ¡Que él es inocente, papá! — vocifero con la sangre hirviendo en mis venas. ¿Cómo es posible que sus prejuicios lo vuelvan ciego? — Para empezar, los ojos de Riley son verdes. ¡¡Verdes!! Cuando aseguras que los de tu secuestrador eran azules. Y está el asunto del tatuaje — sentencio —. Conozco ese tatuaje como la palma de mi mano. Una «F» en llamas que fue hecha cuando era apenas un adolescente, que ahora luce sus colores desgastados y sin vida, cuando el que tú recuerdas todavía se percibía fresco.

Pasa sus manos por el rostro varias veces antes de proseguir.

— Siempre pudo usar lentillas de contacto y…, retocar su tatuaje.

Una carcajada escandalosa sale de mi pecho con incredulidad, es tan grande el repudio que siente por el chico del que estoy perdidamente enamorada, como para aceptar que se está cometiendo un atropello y una injusticia contra él. Que al negarle el beneficio de la duda está haciendo exactamente lo mismo que su secuestrador le hiciera: privarlo de algo valioso para cualquier individuo como lo es su libertad.

— ¿Es tu última palabra? ¿Permitirás que permanezca en prisión pagando una deuda ajena?

— ¡¡Es culpable y ahí se quedará hasta que la ley opine lo contrario!!

Asiento en silencio.

— Bien. Muy bien. Entonces olvídate de que tienes una hija y disfruta de la decepción.

— ¡¡Miranda!! — Grita mamá en protesta, mientras entre Paul  Kane y yo se desata una batalla visual — Es tu padre. ¿Cómo puedes tratarlo así?

La enfoco para responder, apretando mí mano en derredor del bastón que en este instante es más que un sostén para mí.

— Lo es y siempre lo respeté por ser justo y ecuánime. Ahora se comporta como un dictador pretencioso a quien le es más importante hacerse de un culpable que cargue con la culpa, así éste no haya tenido nada qué ver con ello — digo, saliendo a toda prisa y sellando la entrada tras de mí.

Como por inercia y sin meditarlo, rebusco en los bolsillos de mi chamarra el teléfono móvil precisando una sola cosa: solicitar la ayuda de un profesional. La ayuda de alguien dispuesto a jugárselo todo por conseguir la libertad de un inocente y lograr su absolución, cueste lo que cueste. Alguien que conociéndolo como lo conozco, no será capaz de negarse con tal de limpiar la mala  opinión que tengo de él. 

Utilizo la tecla de marcado rápido esperando unos segundos, a que la llamada sea tomada.

— ¿Miranda? ¿Qué ocurre? — dice, respondiendo al tercer tono. 

Su voz suena adormilada y arrastra la lengua al hablar. 

Lo he despertado.

— Te cuento mañana. ¿Podemos vernos?

— Está bien. Llámame cuando Paul se haya marchado a la empresa, ya sabes que no me soporta. A diferencia de Elise, que se ha mostrado comprensiva y no me guarda rencor.

El alivio me embarga de nuevo.

— Gracias, Jason — digo, contando las horas que faltan para que amanezca.



***



—  No es tan sencillo — opina Jason, cuando termino de contarle lo que ocurrió anoche.

Esta mañana papá se ha levantado más temprano que de costumbre, ni siquiera se ha despedido de mí antes de marcharse, lo que me da una idea de su posición con respecto a Riley. En cuanto he estado segura de su ausencia, he llamado a Jason para avisarle e invitarlo a tomar el desayuno conmigo.

— Necesitaríamos obligar a tu padre a declarar y  a como veo las cosas…

Los dedos índice y pulgar permanecen unidos a su barbilla, oprimiendo con ligereza.

— Por favor, no sé a quién más acudir — ruego, interrumpiéndolo a mitad de su frase. 

Suspira, luego da un último sorbo a su café y saca el móvil del bolsillo en su saco azul.

— Está bien, haré un par de llamadas. Tengo algunos contactos. No te garantizo nada pero, veré que puedo hacer.

Acto seguido se incorpora de su asiento y sale apresurado al jardín. Después de unos minutos regresa, con una mueca en el rostro que me resulta compleja de leer.

— ¿Qué pasó? — formulo, la impaciencia es mi peor enemiga en éste instante.

Suspira.

— El caso se ha cerrado hace un par de meses. Dieron carpetazo al encontrar a FURIA culpable gracias a la prueba del tatuaje — declara, agriamente —. Sin embargo, tenemos una ventaja en todo esto. Aún no se ha dictado sentencia y eso nos da la pauta para reabrir el proceso y reanudar las investigaciones.

Si pudiera saltar de alegría lo haría.

— Pero, tu papá debe declarar. Deberemos someterlos a él y a Riley a un careo, solo así sería posible debido a las inconsistencias que se han presentado con Paul. Ese es un buen pretexto para renovar pesquisas — agrega. Difícil, pero no imposible — Lo veré dentro de un rato — anuncia.

— ¿Cómo? Ayer fuimos nana Cecil y yo a visitarlo y se negó a recibirnos. Un guardia nos dijo que el mismo Riley lo ha decidido así — añado con pesar.

— No es obstáculo. También de eso me acabo de enterar y me adelanté a los acontecimientos. El juez que llevó el proceso fue mi profesor en la facultad, así que la orden para presionarlo a que me reciba, está lista. No le quedará más remedio que aguantar mi presencia.

Sonrío y lloro de alegría al mismo tiempo, tomando su mano pálida sobre la cubierta y acunándola entre las mías.

— Mil gracias por aceptar ser su abogado, Jason.  Por tus honorarios, aunque no cuente con papá, yo tengo la manera de remunerarte. Algunos de mis ahorros…

— Nada de eso, Miranda. Sabes por qué lo hago — musita, plantando un dulce beso en mi palma.

— Jason, yo no… — intento rehuir de sus galanterías, pero él me ataja con agilidad.

— Calla. Sé lo que dirás y no va por ahí. Lo amas y él a ti.  Así que no hay espacio para mí. Aunque no lo creas, ya no soy tan aficionado a los tríos — bromea y sonríe —. Es mi manera de congraciarme contigo, aunque solo podamos ser amigos. De mi cuenta corre que en menos de dos semanas, FURIA esté de regreso.

SEGUIR LEYENDO

Loading


Deja un comentario

error: Contenido protegido
A %d blogueros les gusta esto: