En un latido: Así comenzó.

Estaba allí, esa sensación molesta. Mi madre me decía que nadie debía saberlo. Que mantuviera mis palpitaciones para mí.

Pero no pude. Tenía que decirle al pastor. 

Esperé que se acabara el servicio. La congregación se marchaba con lentitud. Unos tenían la mirada cargada de esperanza y otros iban peor a como entraron: con la idea de que no eran dignos. De que no habría salvación para ellos. 

Sin embargo, esta no es una historia de religión. No. Se trata de cómo yo, a los cinco años, ya venía con esos latidos extraños. 

Mi mamá no era creyente. Tenía la sospecha de que asistía porque cuando terminaba el servicio del mediodía daban comida y ropa a los necesitados. 

David no había vuelto en días y la comida se había acabado. 

—¿Pastor? 

Él volteó a verme extrañado. Era la primera vez que le hablaba porque quería. Las otras veces mi madre me obligaba a ser educado; a pesar de la poca educación que recibía de su parte. 

—Aser. ¿Qué sucede, chico? 

Cuando hablaba con él me sentía en calma. El pastor Kavanough me llenaba el pecho de cosas buenas.

Pero también sentía un latido extraño. 

—Me duele el pecho —conté, señalando en medio de mis pectorales hundidos. Estaba tan flaco que no necesitaba una radiografía si me rompía un hueso.

Su rostro se arrugó y me miró con miedo. Seguro pensaba que me daría un ataque frente a sus ojos. 

—¿Dónde está tu madre? 

Levanté un solo hombro, al mismo tiempo que respondí—: No lo sé. 

Él dejó escapar un sonido entre angustiado e impaciente. 

—¿Pero qué te duele? 

—El pecho —repetí, como si estuviera hablando con un tonto. 

—Lo sé, chico, pero necesito que me describas el dolor… 

Presté atención, pero la sensación se había ido. Antes de eso, cuando tuve ese palpitar raro, un muchacho estaba tocando unos acordes de la guitarra, preparándose para el siguiente servicio.

—Es como un bumbum bumbum y se detiene y entonces viene otro bum corto. Y se repite varias veces. Y también siento que alguien empuja mi pecho. 

Él me miró como nunca antes me habían visto. En ese entonces yo no lo sabía, pero la extraña mirada era de admiración y también de fascinación. 

—¿Estás bien ahora? —Asentí, mientras él levantaba mi barbilla para verme mejor. Estaba estudiando mi semblante, tal vez comprobando que no estuviera morado o pálido. Cualquier indicio de un ataque. 

—¡Oh mi…! —Mamá dejó la exclamación incompleta cuando llegó a nosotros—. ¡Te estaba buscando! Tengo tu parte guardada. Vamos a casa… 

«No quiero ir a ese lugar», pensé en ese momento. Mi corazón empezó a palpitar raro, insistente y molesto. Era distinto al que le describí al pastor; era muy pequeño para entender que este era diferente porque se trataba de miedo, de ansiedad. 

Mi mamá ya me llevaba arrastras hacia los pequeños peldaños para bajar del entarimado. Volteé a ver al pastor y hubo algo en ese momento, un tipo de estremecimiento. Así tan pequeño yo sabía que esa persona no me haría daño. Y que debería estar a su lado. 

No sé qué habrá visto el pastor, nunca le pregunté, pero él llamó a mi madre—: Marie, espera. —Ella se detuvo de golpe, consiguiendo que diera un paso en falso porque estaba preparado para bajar el peldaño—. Es domingo. Si no tienes nada que hacer, me vendría bien una ayuda. Te pagaré el día. 

—¿Qué tengo que hacer? —cuestionó dudosa, como si pedirle que realizara una tarea era demasiado esfuerzo para ella. 

—Bueno, por ahora, me vendría bien un poco de orden al desastre —explicó, apuntando hacia las bancas desubicadas y mal acomodadas—. Y si no hay problema, me gustaría que el siguiente domingo vengas más temprano. Tal vez Aser disfrute de la escuela dominical. 

Marie —mi madre— ladeó la cabeza, pensativa. 

—¿Hay que pagar inscripción? —preguntó un poco más entusiasmada a la idea de liberarse por unos minutos de mí. 

La escuchaba constantemente diciendo que era muy inquieto, que jamás paraba y que le vendría bien un descanso. Pero yo era un niño con hambre que necesitaba matar la angustia con ocio. Sólo que ella no lo veía así. 

—No. No. Es gratuito. Para los miembros de la congregación. Es durante unas horas los domingos. Con un maestro especial de la congregación. 

—¿Habrá comida después? 

—¡Aser! —gruñó mamá por lo bajo, apretando mi brazo con más fuerza de la necesaria. 

Sin embargo, el pastor Kavanough se echó a reír, contestando—: Sí, amigo. Y también habrá golosinas. Te daremos unos cuadernos, una biblia infantil y algunos crayones. Conocerás amigos nuevos y escucharás el evangelio…

Él continuó hablando, pero yo me quedé en la parte en la que tendría crayones, cuadernos, y haría nuevos amigos. Claro, además de comida segura. 

—Estaremos aquí —prometió mamá, sonriendo por primera vez en mucho tiempo.

—Bien. Hay que iniciar por aquí. Faltan cuarenta y cinco minutos para que empiece el último servicio. Es el más concurrido… 

El tipo de la guitarra volvió y fue como música para mis oídos. No sé explicarlo, pero ¿nunca te ha pasado que escuchas tu nombre sin que nadie te llame? Como una voz lejana, pero al mismo tiempo tan alta y, sin embargo, tan suave, que la escuchas en la entrada de tu oído. Como si te estuvieran diciendo un secreto. 

Y el bumbum, bumbum, bum empezó. Mi boca se abrió de la sorpresa al comprender que se trataba del sonido de la guitarra. 

—Es por eso —avisé a nadie en especial, mirando al chico que estaba entonando una melodía. 

—Discúlpenos, pastor. Aser a veces se deja llevar. Es un niño con una mente muy inquieta. 

Era su manera de decir que yo me la pasaba inventando historias. Pero no era así. Yo podía ver cosas, sentir cosas, escuchar cosas, sólo que no sabía como describirlo y acababa diciendo tonterías sin coherencia.

Pero el pastor Kavanough no estaba prestando atención a la disculpa de mamá, sino a mi rostro. 

Caminó hasta mí, poniéndose de cuclillas, y esbozó una sonrisa que me gustó. No era la que David me daba cuando insistía en que tenía hambre. Tampoco la que mamá me daba cuando le pedía un juguete nuevo. Esta era más genuina, sin la mandíbula apretada y menos dientes. Una sonrisa de alegría. 

—¿Te gustaría tocar la guitarra, Aser? 

—¡No! ¡No! Si la daña no tengo dinero para reponerla. Y él es un niño, no sabe cuidar las cosas… 

—Marie. El chico tiene un don. Exploremos para descubrir cuál es… —pidió, en vez de ordenar. 

Mi madre me miró durante unos segundos, dudosa de darme permiso. Sin embargo, no sé si fue su cansancio, que le costara decirle que no al pastor, o no le importaba en realidad, pero al final asintió. 

Ese día lo recordaría siempre. Fue el inicio de algo. De una marca en mí. Me definió de alguna manera hasta llevarme a lo que era. Tal vez si el pastor no hubiera insistido en descubrir mi don, quizá para mí serían palpitaciones sin sentido. O como me dijo un doctor una vez: ataques de ansiedad. 

Pero lo que sí te puedo asegurar es que a veces me sentía enojado con el pastor por eso. Porque se empeñó en pulir ese don; no era para darle utilidad, sino para ayudarme a entenderme a mí mismo. Pero eso tenía un precio: que siempre sabía las intenciones, las mentiras de los demás. Esa vocecita me gritaba que mentían. Que me harían daño. O que eran demasiados puros o buenos. 

Y cuando estás preparado para desilusionarte, ¿cómo lo aceptas antes de que pase?

Aprendí a vivir con eso. A ignorar los latidos. A dejar que me doliera sólo para comprobar que ese don se equivocaba. 

Pero no siempre fue malo. 

Por ejemplo, venía sintiendo los latidos iguales desde hacía un rato, como si me hubiera dado vacaciones. Tenía aquel constante bum, bum, bum, que no vacilaba. Los vacíos, los vuelcos de corazón, eso para mí parecía tan lejano que ni recordaba cómo era. 

Sin embargo, hay momentos en que vuelves a sentir. En el que tu corazón se salta un latido. Un solo segundo en que todo se descoordina. 

Y fue la primera vez que la vi. 

No recuerdo el día exacto. Era una época tan loca que apenas tenía idea de situaciones puntuales: el cumpleaños de mis hijos, Navidad, el día que murió Sophie, ese tipo de fechas. Andaba tan consumido por mis responsabilidades que los años pasaron y ya no era un chico recién casado, sino un tipo viudo con hijos adolescentes. 

Pero, volviendo a ella, no recuerdo el día, aunque sí te puedo decir lo que me causó verla.

Fue como si estuvieras manejando sin rumbo y de pronto estás frente a un acantilado y necesitas frenar de emergencia. Cómo tu cuerpo se resiste ante la gravedad y luchas por tener el control. Te zarandea, te haces daño, pero te detienes, y miras al vacío. Te quedas asombrado pensando: pude acabar en ese hueco. Te maravillas y crees que has sobrevivido. Pero un movimiento en falso y terminas cayendo. Sientes el golpe, el vacío, la sensación de que ya no estás allí. Tú no diriges tu vida. Hay alguien que mueve los hilos, que cambia las fichas; existe un ser que escribe tu historia. 

Eso fue lo que sentí cuando la vi de pie frente a una estantería repleta de pruebas de embarazos. Y, aunque sabía lo que eso significaba, no pude contenerme. Tenía que hablarle. Ver sus ojos, escuchar su voz. 

Mis latidos gritaban fuerte en mi cabeza. Como una canción que sólo es llevada por la batería. 

«Sólo eso, hablarle», me aseguró mi mente. Todo en el terreno platónico. Yo estaba de paso en Massachusetts y ni siquiera sabía si volvería. Me habían citado en un parque cerca y la persona no llegó; esa es otra historia, vamos a concentrarnos en el momento en que mi corazón volvió a ponerse como loco. 

Tenía sed y quería una pastilla para el dolor de espalda. Dos días antes estuve ayudando a un caballo que se cayó en un pozo. Tuvimos que halar al caballo porque la neblina no estaba cooperando para que la grúa nos diera una mano con el arnés. Necesitamos más de seis manos para eso. 

Bien, como iba, necesitaba una pastilla y encontré la farmacia. Se me antojaba una Coca y tenía fatiga, pero no sabía dónde encontrar un lugar para comer; mi idea era matar el hambre mientras hallaba un sitio decente.

Pasando por el pasillo de las vitaminas y fórmulas de bebés, escuché con claridad que alguien me llamó. Un sordo: Aser. 

Sin connotación, sin ningún tipo de emoción en el llamado. Volteé a pesar de que sabía que nadie por allí me conocía. 

Entonces, volvieron a llamarme, un grito muy cerca de mi oído izquierdo que me estremeció. Y al girar mi cabeza tanto por el llamado como por la intensidad del mismo, la vi. 

Era ella. Lo siento si esta parte mata el romanticismo, pero lo primero que miré fue su culo. Uno muy torneado en forma de un delicioso melocotón maduro. 

Mis pies se movieron al mismo tiempo que mi corazón latía con una velocidad rara. Entre más cerca, más fuerte y errático se volvía. Y cuando me detuve detrás de ella cesó el raro palpitar. Así de simple. De pronto solo estaba el latir regular. El clásico bumbum, bumbum. 

Era pequeña a la par de mi metro noventa. Estaba tan abrigada que supuse que era una chica que no toleraba el frío. Me preparé para hablarle, hasta que la vi suspirar. Un suspiro enorme. Los suspiros que botas cuando es un asunto de vida o muerte y cualquier mala decisión acabará contigo debajo de cientos de escombros.

«Te hará daño», susurró una voz por dentro. Siempre era así, directa. No se iba por las orillas y adornaba las cosas. Y no era mi voz. No esa basura de que es tu voz interna, porque yo sabía reconocer el tono de mis pensamientos. Sin embargo, esta no tenía género, ni de hombre ni de mujer. Era una voz neutra. Clara y baja.

«Pero no puedes alejarte», agregó. Y lo tomé como una señal de que me daba igual. Aceptaría el riesgo. Seguro era una mujer casada que estaba ansiosa por ser madre. O bien podría ser una niña de quince con un embarazo no deseado. Fuese lo que fuese, tenía que creer que tal vez me haría daño de una forma no intencional. Tal vez me recordaría a alguien, tal vez estaba triste y me haría sentir igual. 

Con estas advertencias era sólo lo básico. No me daba explicaciones detalladas ni teníamos largas discusiones.

Así que fui dispuesto a todo. Después de años de no tener ese tipo de latido, estaba más que ansioso por saber qué la hacía diferente. Incluso de la primera vez que vi a Sophie.

—Me han dicho que todas son muy exactas —aseguré, manteniendo mi distancia. Hasta se me escapó mi acento más marcado de lo normal. Sólo pasaba cuando estaba nervioso. 

Ella giró la mitad de su cuerpo. Allí empezó otra vez ese condenado palpitar. Fuerte y apabullante. Incluso caía en lo desesperante. 

Ojos grandes y grises. De un gris oscuro, como opaco. Me dolió por una rara razón que no había brillo. Como las nubes en el cielo cuando se acerca una tormenta. Nariz pequeña, y… 

Ella no perdió el tiempo para bajar más su mirada. Se fue hasta llegar a mis botas y volvió con la misma lentitud. 

Pensé que también podría unirme al juego. De tetas medianas, no exageradas, pero sí lo justo para no verse plana por el frente. Cintura pequeña, pero esas jodidas caderas anchas me darían un infarto. No miento, mi corazón estaba en su máxima capacidad… 

—¿Necesitan ayuda? 

Se rompió el hechizo. Mi palpitar se relajó. A este paso yo moriría del corazón algún día. Bill decía que no era normal tener tantas arritmias e ir por la vida como si nada. El tipo era un cardiólogo retirado por abuso de sustancias. Le quitaron su licencia. Ahora me ayudaba en Patterson. 

Pero volviendo al momento, ambos volteamos hacia la entrometida chica que me miraba como si yo fuese su tipo de medicina. Odiaba a las descaradas; tipas tan ofrecidas que no les importaba ir repartiendo el trozo de pastel a cualquiera. 

—Estos son los mejores. Un poco más costosos que estos de aquí… —Llevó su mano cerca de las cajas con la intención de rozar mi hombro—, pero este es más preciso y les ayudará a descubrir si están esperando… 

Annabell —la dependiente— me miró atenta a que la corrigiera. Ella me había visto llegar y estuvo a unos pasos de mí durante mi pequeña parada para pedir mis pastillas. Pero no estaba interesado. Me gustaba escoger. Y ella no me daba la vibra para hallarla atractiva. Nada personal, sólo el proceso natural de selección. 

Sentí la mirada penetrante de la chica y, al posar mis ojos en ella, descubrí que esa nube gris estaba avergonzada. También estaba esperando que negara el asunto. 

Pero en ese momento me pareció más seguro —para espantar a mi acosadora— e incluso divertido no renunciar a mi paternidad. Aguanté la risa todo lo que pude, agarrando la caja, agradeciendo a la eficiente chica. 

—Gracias, Annabell. Si es una niña le pondremos tu nombre.

Fui algo sarcástico. Una mala costumbre que ponía de los nervios a David, sin embargo, mientras crecí se volvió mi mecanismo de defensa. 

—¿Verdad que es muy lindo? —Se toqueteó el pelo, sin ninguna vergüenza, coqueteando conmigo allí frente a la futura madre de mis hijos. Ficticios, claro, pero ella no lo sabía. 

Quizá no captaba el sarcasmo, o yo estaba falto de práctica. Pero no tuve tiempo de reaccionar cuando la pequeña fiera arrebató la caja de mis manos con furia. Podría ser gracioso, pero la descarga que viajó hacia mis dedos me dejó mudo por unos segundos. Los mismos que la vi alejarse pisando fuerte como un toro listo para embestir. 

—¿Se enojó?

Volteé hacia Annabell, que me miraba con ojos llenos de promesas candentes. Seguía sin verla atractiva. Mi cabeza se sacudió en respuesta, desilusionado de que mi encuentro con esa pequeña abeja terminara de esa forma. 

—Gracias por tu ayuda —agregué, otra vez con sarcasmo. Ella se echó a reír nerviosa, quizá entendiendo mi tono. 

Me dirigí a la caja a pagar para largarme de Massachusetts. El clima, la ciudad, no era mi ambiente. Adoraba Patterson con su clima seco en verano, con su punto agradable de frío durante el invierno. No esa mierda que congelaba mi culo y que pronto vería copos de nieve. 

Allí la vi. Me la estaba encontrando tan seguido que pensé que quizá era el destino. Aunque, el pastor Kavanough odiaba atribuirle las vueltas de la vida al destino. Pero esa también es otra historia. 

Esperé que alguien más se hiciera detrás de ella. No quería parecer un acosador. Sin embargo, era un puto chiste malo que los compradores usaran otras filas y no esa. Bueno, además de que era una caja rápida de máximo diez artículos. ¿Quién compraría más de cinco artículos en una farmacia? Ni idea, pero tal parece que necesitaban una de esas en el local.

Me vi arrastrando los pies hacia la cola. Con la jodida voz diciendo—: Háblale. 

Te juro que sólo quise disculparme. Ella no se veía muy entusiasta por lo que tenía en la mano. Tal vez fui muy insensible. 

—Lo siento. Te veías muy perdida y pensé que serviría una broma para aplastar lo incómodo del asunto. 

Mientras hablaba me coloqué a su lado. Esperaba que supiera leerme de la misma manera en que podía leer su malestar. La chica sólo me miró. No dijo nada, no realizó ningún movimiento. Es más, no había hablado durante todo este tiempo. 

Miró mis compras, frunciendo el ceño hacia lo que había en mi canasta. 

«Te está juzgando», murmuró la voz. 

No me gustó la sensación. Pero más que nada por la intriga. Había crecido con miradas que me juzgaban por todo: mis tatuajes, mis pensamientos, mi personalidad, mi salida de la congregación, irme a estudiar veterinaria en vez de algo más pomposo como neurocirugía, o superficial, como la cirugía plástica. Que esta desconocida me juzgara no era nuevo. Sin embargo, me intrigaba saber qué llamó tanto su atención para hacerlo. 

En un latido se adueñó de algo dentro de mí. ¿Quieres saber cómo? Sonrió de verdad. Sin ser forzada, desconfiada, prejuiciosa, nada. Una sonrisa real. ¿Qué hice yo? Lo que haría cualquier ser humano: le devolví la jodida sonrisa.

«Es una locura, Aser. La mujer lleva una prueba de embarazo en sus manos. ¿Crees que fue obra de la paloma?», regañó mi cerebro. 

Y estaba de acuerdo con él. Muy divertido seguir a mis latidos, pero eso iba rumbo al precipicio sin ser adivino.

—Relájate, todo irá bien —prometí, poniendo la barrera. El jodido límite que debí poner tan pronto me encontré con su espalda. 

Abrió la boca para responder y entonces comprendió lo que decía. Sus mejillas se tiñeron de un rosa pastel. Muy tenue. 

A. La. Mierda.

«No, amigo, no. Deja eso. No necesitas ese paquete en tu vida. Con Jules jodiendo es suficiente». 

Ella me sonrió con cortesía y avanzó cuando fue su turno. Sin mirar atrás. 

«Aprende de ella, campeón. Al menos la chica sabe cuándo retirarse», amonestó mi cerebro con algo de sarcasmo. 

Le hice caso a mi cabeza. Me enfoqué en mis asuntos. Cosas más serias que desconocidas con un trasero apetitoso, que daban ganas de darle una nalgada suave. No te miento, me picaba la mano por hacerlo. 

Para evitar cualquier locura —porque mi cuerpo se mandaba solo en ciertas ocasiones—, le cedí mi puesto a una señora. Se veía como que no podía más con sus cosas. Traía más de diez artículos, pero seguro que por ser mayor la dejarían pasar. 

En eso me entretuve, ayudándola a poner sus cosas en la caja, cuando escuché en mi oído:

—Se va, Aser. 

Pero cuando miré ya se había marchado. No haría esa mierda de dejar mis cosas para perseguirla. Fue un momento de locura. Una cosa rara que no se repetiría. Quizá nunca la vería otra vez y, si lo hacía, ¿qué garantías había de que ella recordara a un tipo muy mayor, tatuado hasta los nudillos, que se le acercó como un demente? 

Me convencí de que ella pertenecía a las cosas inexplicables y locas que pasan en la vida. Me sucedía muy a menudo que me quedaba hablando con una persona o haciendo cualquier tontería, y la persona luego me decía que de no haberle hablado habría tomado el tren equivocado, o la lluvia la hubiera empapado. Una vez casi atropellan a una persona si no fuera porque se me olvidó preguntarle algo y la llamé, y dio la espalda a la carretera justo cuando un auto pasó a toda velocidad. Jules un día mataría a una persona por cómo manejaba. 

Así que eso era: tal vez estaba salvando a la muchacha de alguna calamidad. La única razón para sentir esa desesperación por hablarle. Tenía que seguir con mi vida. 

Ignoré a la voz que me dijo—: Sabes que no es cierto… 

El celular se encendió como una lámpara en medio de una noche oscura, trayendo mi trasero patético al caos que fue toparme con esa chica. 

No había vuelto a casa, evitando encontrar ese lugar vacío. Una semana y la jodida cosa empezó a sentirse como un hogar. Pero Meg se fue y, por muy cómodo que fuese el jodido rectángulo de heno, no podía quedarme en las caballerizas. 

Necesitaba darme un baño. Quitarme el olor a sudor, sangre y más fluidos que no te gustaría saber. Estaba en el condenado presente, uno que prefería no tener. 

Nunca fui un tipo de mantener mi vida en orden. Pero en ese momento quise volver a escuchar a mi padre decirme que la vida necesita de un orden. Que las cosas apresuradas y mal hechas no funcionan. Él me diría que abriera su libro favorito y buscara las respuestas entre los versículos. No recordaba cuánto tiempo había pasado de eso, tanto que olvidé cuándo fue. 

Y era muy terco para empezar esa noche.

Seguir leyendo.

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