MIRANDA

Apenas escucho a mi madre y me congelo. Mi pecho sirve de contenedor a un corazón que vibra frenético, a la vez que incrédulo. Me repito a mí misma que no puede ser cierto, que sólo es una broma pesada de algún vividor que quiere hacer dinero fácil.

Es la moda.

¿No?

Últimamente se escucha en todos lados. En noticiarios, la radio o incluso, puede leerse en los diarios de todo el mundo. Gente que se dedica a extorsionar vía telefónica a familiares de una víctima al azar. Les llaman diciéndoles la cruel mentira de que el hijo mayor, la hija, la madre, o en su defecto el padre, han sido secuestrados. Éstos se lo creen entregando una fuerte suma de dinero por el rescate y al final, el presunto secuestrado llega a casa siendo el último en enterarse.

Estoy a punto de explicarle ese hecho a mamá e intentar tranquilizarla, cuando la humanidad traumatizada y sangrante de Austin entra por la puerta principal, tambaleándose. Una de las manos le descansa sobre el lado izquierdo de su estómago y la otra, oprime la parte trasera de su cabeza, haciendo presión en la herida que le mancha de rojo la camisa blanca del uniforme. Tanto la mujer a mi lado como yo nos tensamos y el hombre se queja, cayendo débilmente sobre el sofá de tres plazas frente a nosotras. 

Entonces es verdad.

— Austin…, ¿dónde está papá? — pregunto, corriendo a su lado.

— Se… se lo llevaron…, Señorita Miranda. No pude… hacer… nada — balbucea, apenas si consigue articular las palabras con algo de coherencia.

Me giro hacia Elise, quien nos mira desde su lugar con las facciones desencajadas a causa del pánico.

— Iré a la cocina a pedirle a Cecil que traiga el botiquín de emergencias — avisa, aunque con la voz ahogada por el llanto. 

Se retira.

— ¿Quién fue, Austin? ¿Quién se llevó a mi padre? — cuestiono de nuevo, retirando su mano de la herida para inspeccionarla. 

Pasa saliva. Se nota que tiene sed.

— No lo sé, Señorita. Recuerdo que le abrí la puerta del asiento trasero del coche. Apenas subió y lo siguiente que vi, fue oscuridad — dice, narrando lo que recuerda de los hechos —. Cuando desperté estaba tirado en el suelo del estacionamiento, sangrando y con el portafolios del Señor Kane tirado a mi lado. Él había desaparecido — concluye y yo asiento, tratando de contener la amenaza de llanto que obstruye mi garganta.

Los pasos apresurados de la nana Cecil cargando con todo lo necesario para limpiar y curar su herida, junto con los tacones de mi madre resonando en el piso se escuchan más cerca, interrumpiendo el interrogatorio. Dejo que hagan lo que tienen qué hacer, desalojando el área y permitiendo que maniobren con total libertad. Tengo que serenarme, pensar con la cabeza fría. Por las palabras de mi madre al sujeto en la línea, puedo asegurar que ya le dio instrucciones de cómo y cuándo entregar el rescate. Sin embargo, no puedo quedarme con los brazos cruzados.

— Creo que lo mejor será llamar a la policía — opino discretamente —. Alguien tiene que asegurarse de que estamos a salvo cuando entreguemos el dinero. Porque… ¿ya recibiste instrucciones del sitio y la hora, verdad? — Formulo, sintiendo su nerviosismo — ¿Quién lo hará?

— Austin — señala, abrazándose a sí misma y cerrando sus ojos cuando habla —. Él tendrá que entregar el dinero en una bolsa negra de plástico y dejarlo en un contenedor de basura en la dirección acordada — agrega, sollozando —. Tengo miedo, Miranda. ¿Y si tu padre no regresa con vida? — musita, cubriéndose el rostro con ambas manos.

Una lágrima desertora rueda por mi mejilla sin poder exentar a mi mente, de hacer la misma pregunta.


***


— ¿Fierecilla? Di por hecho que ya estarías durmiendo. ¿Pasa algo? — dice Riley, respondiendo al timbrar de su móvil.

— Se… secuestraron a papá — anuncio de forma entrecortada.

Hace más de una hora que Austin ha salido con rumbo al parque situado en la dirección que ese individuo le dio a mamá. Ella se halla muy alterada y yo, he llegado a la línea final de mis emociones. Necesito un descanso. Un momento de soledad para dejar de aguantar el llanto que ha lanzado advertencias de hacer estallar mi pecho de un instante a otro, por eso he subido a mi recamara pidiéndole a mi nana que le preparara un té de tila y que se quedara en su compañía. Lo único que quiero; son las palabras alentadoras de Riley.

— ¿¡Cómo dices!? — exclama. El ruido callejero, conformado por motores, cláxones y el bullicio de la gente, penetra en la línea debilitando el sonido de su voz — Espera, ¿ya han dado parte a la policía? ¿Quieres que vaya a tu casa? ¿Necesitas algo? — Cuestiona con interés — Mira, ahora estoy en casa de la madre de Steve arreglando el papeleo para lo referente a sus cuentas pero, puedo dejarlo e ir directamente a verte.

Suspiro. 

Su disposición, su preocupación y sus claras muestras de cariño me conmueven. Sin embargo, la señora Rogers necesita más de su ayuda que yo.

— Ya hemos pedido apoyo a las autoridades — comienzo —. Austin está siendo escoltado por un sargento… algo. No puedo recordar su nombre, pero ha prometido ser prudente y guardar la distancia a la hora de entregar el rescate. Por el bien suyo y el de papá. Como verás, no hay mucho qué hacer, así que no te preocupes. Sigue con lo tuyo. Simplemente he querido escuchar tu voz. Lo necesitaba — concluyo.

Exhala sonoramente. Parece frustrado. 

Tomo asiento sobre el taburete del tocador.

— Daría lo que fuera por que no sufrieras, Fierecilla — declara. 

Puedo imaginarlo cerca de mí. 

Si estuviese aquí, conmigo, se pasaría las manos frenéticamente por su cara y cabello, cerraría los ojos con fuerza, respiraría profundo y las descansaría en la parte trasera del cuello, como suele hacerlo cuando se siente reprimido. Después de eso, se aproximaría poco a poco a mí, me tomaría entre sus brazos estrechándome fuerte y me besaría en la frente o en la coronilla para decirme lo mucho que lo siente, prometiendo que todo saldrá bien. 

El ejercicio me reconforta aún a sabiendas, de que estoy fantaseando y nada más.

— Te amo, Miranda. Ya verás que todo saldrá bien y que tu papá estará de regreso en unas horas — alienta, tal y como en mis fantasías.

— También te amo. Gracias por tus palabras. Tu seguridad me devuelve la esperanza — musito.

— Prometo estar contigo muy pronto. Tranquila — añade, ambos cortando la conversación.

La falta de sueño, el cansancio, la muerte de Steve, el secuestro de papá… Todo ha sido demasiado.

Entro en el cuarto de baño deteniéndome frente al espejo y mojando mi rostro en el agua fresca del grifo, rogando al cielo que pase el mal sueño y que mi padre regrese sano y salvo. Si yo pudiera saber que existe la posibilidad de que con pedir sinceramente y de corazón, Steve volverá, juro que también lo haría. No obstante, nadie retorna de la muerte.

Salgo de mi cuarto con energías renovadas, bajando las escaleras poco a poco. Acelero cuando escucho hablar a Austin y a dos más, con mi madre en la sala.

— ¿Qué noticias tienen de mi padre? — formulo. Todos se quedan callados, excepto el chófer.

— El dinero ya fue entregado, Señorita Miranda. Lo demás… consiste en aguardar. Aguardar a que el delincuente vuelva a llamar y que nos haga saber dónde liberará al Señor Kane — sentencia. Mamá y la nana me miran desde el sofá, con tristeza.

La mujer que por tantos años fuera como una segunda madre para mí, abraza a su más antigua amiga con una estima desmedida, repartiendo suaves caricias en sus brazos en tanto ella se le recuesta sobre el hombro. 

No sé qué sería de nosotras de no ser por Austin y Cecil.

El repicar estridente de la campanilla del teléfono sobre la mesita esquinera, nos sobresalta a todos. Uno de los policías a cargo del caso, el sargento ese que acompañara a Austin a la entrega del dinero, nos indica que guardemos silencio colocándose el índice sobre los labios. Es un sujeto alto, moreno, ojos color miel y cabellos en rape. Utiliza unos lentes muy parecidos a los de Cinthia. Simpatizarían, seguro. Camina hasta la bocina colocando un raro aparato a un costado de ésta y conectando un cable en uno de los orificios auxiliares.

Parece ser un rastreador.

— Señora Kane — inquiere con calma, tacto temerario y voz ronca —. Escuche: deberá prolongar la llamada un corto tiempo con el fin de que podamos rastrear el número desde el cual se están comunicando con usted. Si lo hace; lo tendremos — instruye, tomando el auricular para dárselo y ella lo recibe, nerviosa.

Se pone de pie.

— Diga — responde asintiendo, agitada — ¡¡Oh, Dios!! ¡¡Gracias al cielo!!

El sargento utiliza el lenguaje de señas para ordenarle que siga, que alargue la maldita llamada. Pero no funciona. Se corta mucho antes de que el aparato pueda rastrearla.

— ¡¡Demonios!! — grita él, lanzando puñetazos al aire.

— Lo siento. No pude hacer nada — replica apenada, regresando el auricular a su lugar.

— No se preocupe, Señora Kane. No fue su culpa — añade, soltando el aire de sus pulmones —. Vayamos a lo verdaderamente importante. El dónde es que está su esposo. 

La emoción y el alivio nos invaden a todos cuando nos dice que papá debe estar esperando a que vayamos por él. El secuestrador ha jurado que para cuando acabaran de hablar, estaría en la acera, de manos atadas, amordazado y con una funda de almohada oscura ocultándole la visión. Los policías nos piden que esperemos en el interior a pesar de que morimos de la ansiedad, siendo ellos los que salen por él.

Detonamos en lágrimas al verlo cruzar el umbral. 

Unos cuantos golpes y moretones ensombreciendo su rostro aterrado. Por lo demás, se halla en una sola pieza. Ambas nos prendemos de su cuello plantando decenas de besos y escuchándolo quejarse de dolor. Lo ayudamos a sentarse en el sofá. Tenerlo de regreso hace que me olvide de los percances. De los resentimientos.

Nada importa ahora.

— Señor Kane, nos disculpará que tengamos que hacerle algunas preguntas. Es el protocolo — dice el sargento, tomando también asiento frente a nosotros —. ¿Sabe que usted es de los pocos que regresan a salvo con sus familias, después de entregar el rescate? — cuestiona. Mi piel se eriza y un escalofrío me recorre completa. 

— Al grano, Señores — ese es Paul Kane. Genio y figura —. Comprenderán que lo único que quiero, es tomar una ducha y descansar.

Asienten.

— Bien. ¿Recuerda usted algo, una seña, una marca; algo que nos pueda ayudar a dar con la identidad del secuestrador?

Papá guarda silencio, pensativo. Como si estuviese repasando mentalmente todo lo que ha sucedido desde que saliera de su oficina en la automotriz, hasta que fuera liberado.

— No pude ver su rostro. Llevaba pasamontañas y nunca se despojó de él en mi presencia — enuncia, aún meditabundo —. Me llevó a un lugar con poca luz. No sé decirles la ubicación, solo sé que hacía muchísimo calor. Parecía un horno. 

Hace una pequeña pausa, remembrando.

— Ajá. ¿Algo más?

— Espere. Sí. Hay algo más. Se quitó la chamarra. Sudaba demasiado. En el brazo izquierdo llevaba un tatuaje. Una «F» envuelta en llamas infernales y abrasadoras. Nunca podré olvidarla.

Mis ojos arden y mi respiración se detiene, junto con el transitar de la sangre en mis venas. 

No. No puede ser cierto.

No. Claro que no.

Moriría.

De hecho, creo que ya lo hago.

Estoy muriendo. Desgarrándome por dentro.

— Perfecto. Revisaremos los archivos. Esas cosas quedan registradas por si acaso algún antiguo recluso, cayera en reincidencia. Nosotros nos retiramos — anuncian, poniéndose de pie —. Lo mantendremos al tanto de las novedades. Que pasen una buena noche. Traten de tranquilizarse y descansar, todo queda en nuestras manos. Y señor Kane, es un gusto que se encuentre ya con sus seres queridos. Con su permiso. Señora. Señorita — se despiden, estrechando nuestras manos y emprendiendo su partida.

Austin los acompaña hasta el jardín. Nana Cecil abraza a mi padre patentándole su aprecio y gusto por verlo con vida.

— Ve a dormir, cariño — dice mamá, aliviada —. Debes estar muerta de cansancio.

Si. Eso es. Estoy muriendo; pero no de cansancio, sino de zozobra.

— Sí, mamá. Buenas noches — beso su frente —. Buenas noches, papá. Gracias al cielo que estás aquí. Te quiero mucho — confieso, abrazándolo y besando sus mejillas.

— Yo a ti, Linda — declara de vuelta, yendo hacia su cuarto del brazo de mamá.

Corro a mi recámara cerrando la puerta con pestillo y tomo mi móvil, marcando el número de Riley. Necesito advertirle lo que está pasando. 

¿Qué si creo en él?

Sí, ciegamente.

No sería capaz de provocarme un dolor de esa magnitud. Me ama, estoy segura. Lo sé.

No responde. El buzón salta casi enseguida y yo siento volverme loca. 

Una idea descabellada llega a mi mente. 

Abro estrepitosamente el cajón superior del buró junto a mi cama, asiéndome de las llaves del Regal. No hay otra manera, marcaré de nuevo y si no contesta, saldré a buscarlo. 

El buzón de nuevo. 

Compruebo la hora antes de guardar el celular en el bolsillo trasero de mis pantalones, empuñando el llavero en mi palma derecha. Sigilosamente quito el pestillo y abro la puerta, saliendo de mi dormitorio a paso lento, con cuidado de no ser vista pues las cámaras ya están activadas y es una suerte que conozca todos y cada uno de los lugares donde están instaladas.

Bajo las escaleras dirigiéndome a la cocina para salir por la puerta de servicio, la cual da directamente al garaje. 

El Regal se aprecia grande, imponente. Me produce un miedo terrible conducirlo pero, mucho más temor despierta en mí el que alguien inocente vaya a dar a la cárcel por un delito que no ha cometido. 

«Una «F» envuelta en llamas infernales y abrasadoras». Escucho por enésima vez en mi cabeza.

Sacudo los nefastos pensamientos, ocupando el asiento del conductor y atándome el cinturón de seguridad, encendiendo el silencioso motor.

El zaguán está abierto y tengo libertad para acelerar. 

Una honda aspiración de alivio nace en mi organismo al encontrarme en el exterior y mi pie se hunde en el acelerador. El ser más rápida y precisa es de vital importancia, si encuentran algo en los archivos, lo cual es probable, no se andarán con miramientos e irán por el poseedor del tatuaje. 

Debo evitarlo a como dé lugar.

Es un poco más de media noche y el tráfico fluye, ligero. Es como si todos en la avenida supieran que algo me está metiendo prisa. Imágenes del último mes se amontonan en mi subconsciente atormentándome, torturándome. Es un martirio advertir hasta en el viento, cómo se puede terminar y quedar reducido en nada. Esa primera carrera, las gotas de agua de la ducha estilando de sus cabellos, adornando su torso desnudo. Nuestras citas, mi cumpleaños y ese primer y apasionado beso. Sus confesiones, aquellas que me mostraron al verdadero Riley. 

Sus caricias. 

Líquido salado baña mi rostro naciendo de mis ojos cansados e invadiendo mi círculo de visión. Entonces, suenan las bocinas de los otros coches perforando mi canal auditivo. Me limpio la humedad con las mangas sin despegar las manos aferradas al volante y una luz rojo incandescente se prende en el semáforo, marcando el alto. De pronto un estruendo, un impacto frontal, mi auto dando volteretas en el aire y posteriormente sobre el asfalto, hace que mi vida entera se reproduzca activamente ante mis ojos.

Ya es demasiado tarde para frenar.

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