Detrás de la máscara- 3: Si pagas no es ayuda.

Bree.

Crecer… la gente habla mucho acerca del crecimiento. De cómo tu alrededor te moldea y las experiencias te impulsan a crecer.

El problema era que no crecía. Me quedé estancada en el mismo patrón de indiferencia, dolor, complejos y malas decisiones. De sentimientos tan enredados y escurridizos que algunas veces no entendía qué pasaba conmigo, pero sabía que no era bueno. Como cuando dejas la comida afuera por horas sin preocuparte por guardarla y luego, cuando le das un vistazo, comprendes que está echada a perder. Es más fácil botar los restos en la basura con todo y olla, regar un poco de desodorante ambiental y seguir con lo que estabas haciendo. 

Así era yo, no me preocupaba por lo que estaba mal y tampoco quería arreglarlo. No necesitaba soluciones, sólo vivir mi vida. 

Y evitar los regaños de mi padre. 

Entré en pánico. ¿Tú no lo harías? Estaba en la casa de un desconocido —que tal vez había visto demasiado—, sin recordar qué pasó después de que salimos de la discoteca.

Un ruido sordo seguido de un quejido se escuchó por la pequeña habitación; mi closet era más grande, hazte una idea. 

No tuve que hacer un inmenso esfuerzo para ver qué pasaba: una vuelta de mi cuerpo y estaba viendo hacia el suelo, concretamente, a un ser humano que se frotaba la cadera y me miraba como si yo oliera a podrido.

Soltó un gruñido, con la actitud de que era lo peor de su día. 

—¿Quién demonios eres tú? —escupí, mostrando un aire valiente. O eso creí. 

—Soy la persona que levantó tu culo de la calle y te trajo a su casa. Usualmente, se dice «gracias, me has salvado la vida». —Su tono era una mezcla entre el sarcasmo y el fastidio. 

—Pues nadie te lo pidió, ¿o sí? ¿Por qué debería agradecer por algo que no pedí? —argumenté, presionando mi cabeza. Alguien estaba tirando de mi cabello y mi cerebro se movía de un lado a otro… 

Ah, no, era la maldita resaca…

»¿Al menos tienes una aspirina en este armario? —me quejé cuando sentí que me daba vueltas la existencia. 

—No. No soy una farmacia ambulante. Tengo que irme. Hay personas que tienen cosas que hacer. 

Él estaba vestido con nada más que un pantalón de chándal. ¿Cuándo se puso de moda tener semejante tabla de ocho en el abdomen?

Mi cabeza giró hacia la isla de la cocina —grave error, mis ojos se achicaron ante el mareo—, tratando de hallar un punto seguro dónde posar mi vista. Me entretuve en que el microondas era una cosa antigua y amarillenta. ¿Eran restos de comida o corrosión en el costado inferior? 

Jamás podría vivir así. Nunca me sentí tan desnuda como en ese momento: privada de mi entorno cómodo. Mi labio se arrugó en disgusto al mirar hacia mis manos sucias de tierra y sabrá el infierno qué más. Mis uñas ya no estaban impolutas; una se encontraba quebrada, mientras que varias estaban descascarilladas.

—Tu ropa está por allá. —Señaló hacia el centro de lavado—. No sé en qué carajo te sentaste, pero era una porquería —gruñó, al mismo tiempo que pasaba una camiseta deportiva por su cabeza. 

Me aclaré la garganta para mejorar la resequedad. Sentía la carne al rojo vivo, como si hubiera gritado a todo pulmón durante un concierto de Taylor Swift. 

—¿Dónde está mi bolso? —pregunté, creyendo que podría encontrar una pastilla o algo para quitarme el mal sabor. 

—En la isla —contestó sin mirarme, tratando de ponerse las medias. 

Negué, estrechando los ojos hacia él, deseando tener superpoderes para cortarle la cabeza. El idiota estaba allí, sentado justo al lado de la isla que parecía ser multiuso, ¿y le costaba demasiado pasarme mis cosas? 

Sé que me vio desnuda —bueno, por lo menos tenía puesta la tanga—, pero no estaba muy dispuesta a seguir ofreciendo un espectáculo gratuito. Enrollé mi cuerpo en las sábanas y caminé con toda la dignidad posible hacia mi bolso. 

—¿Qué…? —chillé horrorizada—. ¿Dónde está mi teléfono? ¿Mi…? 

Me interrumpió, diciendo en un tono aburrido, como si le diera igual—: Te robaron. Te encontré tirada en plena acera con el culo al aire. 

Mientras hablaba, iba apilando libros y metiendo los mismos dentro de una mochila. Mi cabeza se movió de un lado a otro con lentitud, tratando de enfocar mi mente en el momento. Miré al chico con sospecha. 

—¿Me robaron? ¿Estás seguro? ¿Sabes lo que significa meterse con una Harriet? —advertí. Era un poco tarde para hacerme la dura, pero igual y me decía qué hizo con mis cosas. 

—¿Eres la hija de un mafioso? 

Mi frente se arrugó en lo que respondí—: ¡No! —Incluso mi propia voz me daba dolor de cabeza. 

—¿No eres familia del presidente? ¿Un tipo de la CIA?, ¿tampoco de Seguridad Nacional? ¿Familia de algún Yakuza

—¡Por supuesto que no!

—Entonces, me vale quién seas, Harriet —contestó como si yo estuviera exagerando. 

—Oye, mi padre es un miembro respetado de una organización. Es muy amigo del senador. Es un importante arquitecto, reconocido en… 

—Bla, bla. Etcétera, etcétera. ¿Puedes darte prisa? No pretendo dejarte aquí. —Estrechó la mirada con malicia. 

Se me escapó un resoplido ofendido.

—No hay nada que pueda robar en esta madriguera —ladré con desdén—. Y, en todo caso, aquí el único que tendría motivos para hurtar cosas es otro —agregué, lanzando un vistazo hacia el pequeño lugar. 

Él tipo botó un suspiro y negó con una ligera sonrisa. Conocía muy bien el gesto, solía recibirlo con regularidad de las personas: desilusión.

—Lo que gano por hacer un favor —murmuró para sí mientras se ponía una gorra de los White Sox con la visera hacia atrás—. En fin. Hay cámaras de seguridad afuera del bar. Tal vez se vea algo además de ti enseñando el culo.

Recogió su teléfono de la isla y, cuando lo desenchufó, el aparato no dio señales de vida. Presionó varias veces el botón de encendido, sin embargo, no funcionó. 

—Creo que está muerto. 

Miró hacia el techo y luego volteó a verme todo eso en un segundo, contestando—: ¿Tú crees? —No se perdió el sarcasmo en su tono. Frotó su cara como si su día estuviera de mal en peor, agregando—: Supongo que no hay manera de saber si vinieron por ti.

»En serio no puedo demorar. Tengo que ir a un sitio, a la biblioteca y luego a clases. ¿Hay una persona que venga a buscarte? 

Estaba a punto de negar, pero no tenía más opciones. No encontré mis llaves —ni siquiera las de la casa— así que con seguridad también mi Audi andaba por allí; si es que no fue desmantelado para venderlo por piezas. No tenía dinero, tarjetas de crédito, nada. 

—Mi padre. Pero, si no tienes teléfono y estoy sin un centavo, ¿cómo…?

—Claro, sería un inmenso honor ayudar a la princesa —espetó, haciendo ver el asunto como todo un suplicio. 

—¿Eres así de carismático con todos? —renegué, arrugando la nariz mientras subía mi falda. 

—No. Sólo con las personas que complican mi existencia —respondió, girando sobre sus talones cuando hice señas con mi dedo índice de que se volteara. 

Aproveché para sacarme la asquerosa sudadera de… ¿Nirvana? Doble-asco. 

Vi mis zapatos en un rincón y ni siquiera tuve que ir hasta ellos para comprender que el tacón estaba arruinado. Gemí, sintiendo que mi día no estaba mejorando…, y aún faltaba el regaño de mi padre.

—En el piso de abajo hay una mujer que alquila minutos desde el teléfono fijo. Sólo un minuto. No tengo tanto dinero como para una charla amistosa —advirtió, abriendo la puerta, pisando con insistencia dando a entender que estaba apurado. 

Odiaba a este tipo. 

Cerré mi bolso, me puse los zapatos, y traté de acomodar mi pelo en una cola de caballo con una liga que encontré en su isla. No sabía de quién era, pero con su genio de seguro era de una ex que no se aguantó a semejante troglodita. 

—Entonces, ¿rescatas a muchas mujeres afuera de tu club? —pregunté para mantenerlo hablando. 

Me encantaba el silencio, sin embargo, el pasillo estrecho y poco iluminado no me hacía sentir muy protegida. Literalmente, tenía la sensación de que las paredes se hacían más angostas con cada paso. Mi tacón creaba un ruido insistente que no ayudaba con mis nervios. Para rematar, el tacón dañado me hacía tambalear y comenzaba a doler mi tobillo. 

El grosero no respondió. De hecho, estaba tan adelantado que tuve que dar saltitos con el zapato bueno para llegar a él. 

—¿Estás estudiando? —cuestioné, cruzando los brazos alrededor de mis pechos para cubrirme. Estaba casi segura de que me estaban espiando a través de las ventanas pequeñas a un costado de las puertas. 

Sin embargo, el desconocido continuó en ese mutismo exasperante.

—¿No eres muy viejo para estar en la universidad? 

Se detuvo e hice lo mismo. En vez de darme una mirada de cansancio, lo que me entregó fue un semblante ofuscado. 

—No pretendas que te importa lo que hago. Ambos sabemos que no es así. Prefiero que estés callada, ¿es mucho para ti? No has dejado de quejarte desde que abriste los ojos. Sólo quiero acabar con esto. —Se dio la vuelta como si yo fuese invisible. 

Idiota, ¿tenía que darle las gracias? Yo no pedí su ayuda. Él lo hizo por su cuenta y no es que se mereciera una medalla.

Bajamos un par de escaleras y él se encargó de tocar la puerta. Cuando abrieron, una mujer coqueta lo saludó con tanta emoción que me dio vergüenza ajena; el individuo —del que ni siquiera sabía el nombre— tenía la frente arrugada, luciendo nada entusiasmado por la cálida bienvenida. 

Aguanté las ganas de reír porque él me estaba haciendo un favor y si se arrepentía no tenía cómo regresar a casa. 

—Bueno, ya sabes, un minuto. —Se estremeció ante la sonrisa provocativa de la mujer—. Y apúrate, ¿quieres?, este lugar me da mala vibra. 

Presioné los labios en una fina línea para no estallar en una carcajada. No tuve que aguantar demasiado al recordar que vendría un reclamo. Respiré hondo, apretando mi mandíbula para resistir la tentación de decirle al desconocido que prefería llamar un taxi. Eso sería más sencillo… si tuviera dinero para pagar, además de que el taxi debía anunciarse en la garita. En pocas palabras: estaba sin alternativas. 

—¿Sí? 

—Papi… 

—Ahórrate el discurso, Brianne. ¿Sigues en el mismo lugar del mensaje?

Me encogí ante su tono: estaba en serios problemas.

—Sí, pero déjame… 

—Enviaré al chófer. 

Colgó la llamada. Nunca fue tan duro o cortante. 

Sí, había coqueteado otra vez con el peligro, jugué con los límites y me burlé de las reglas, sin embargo, ¿estaba ganando algo? 

Cuando coloqué el teléfono en la mesa, volteé hacia la sala de estar decorada por una cantidad intimidante de cerámicas y figuras religiosas. ¿En qué me había metido?

Un estremecimiento me recorrió el cuerpo por la laguna mental producto del alcohol. Recordaba bailar en la discoteca, beber tanta champaña que se me antojó algo más potente. Luego del segundo Macallan no había más nada en memoria. No sabía si me había acostado con el tipo. Esperaba que no… en todo caso, ¿cómo le preguntas a un desconocido si tuvieron sexo? ¿Me acostaría con él?, me pregunté, considerando seriamente la idea. Mis labios se fruncieron, analizando al chico. Estaba por cumplir los veintisiete, y él parecía mayor de veintitantos… no era feo. Nada feo. Tal vez necesitaba un corte de cabello y hacerse la manicura. Quizás algo menos… callejero. ¿Una gorra y zapatillas?

—Me estás incomodando —farfulló, mirando su reloj de mano. 

La esquina de mi labio se arrugó al comprobar que era un reloj inteligente… de esos que usan las personas que realizan deportes. 

No, definitivamente no me acostaría con él en mis cinco sentidos. 

—Está bien. No hay una forma correcta de preguntar esto, pero ¿nosotros estuvimos…? 

Ni siquiera podía decirlo. No por vergüenza, sino porque uno siente esas cosas, ¿verdad? Me había pasado de tragos antes, pero terminaba en mi cama. Me acostaba con otros tipos, claro, sin embargo, en ninguna ocasión lo había olvidado. Salí de mis divagaciones cuando dejó escapar un resoplido burlesco. 

—No te ofendas, cariño, pero no eres mi tipo —aseguró, con una sonrisa presumida que quise borrarla de una bofetada. 

—Perdóname, pero soy el tipo de cualquiera

Idiota. 

—Exacto —aceptó, lo que me hizo esbozar una sonrisa engreída que él borró al agregar—: Cualquiera que se aproveche de mujeres borrachas no es lo mío. Soy más selectivo como para llevarte al baño de hombres y cogerte. 

Se me escapó un jadeo. Una mezcla de sorpresa y rabia. ¿Insinuaba que era una puta que permitía que cualquiera la tocara? 

—Eres… 

—Aclarado ese punto, supongo que hasta aquí llegó mi buena acción del día. Adiós. 

En nuestro intercambio ya estábamos frente a otra ronda de escaleras. Miré hacia todos lados, sintiendo que estaba desprotegida. No sabía dónde me hallaba, pero sí sospechaba que me encontraba lejos de casa. 

—¡No me puedes dejar aquí! —grité mientras me quitaba los zapatos para alcanzarlo. Era un idiota, pero era lo más confiable que tenía a kilómetros. 

Escuché su gemido, sin embargo, no se detuvo, aunque dijo—: Voy tarde. 

—Te… te pagaré —propuse. 

—Veinte dólares no cubrirá mis gastos. 

—¿Qué hay de cincuenta? 

Negó, bajando las escaleras. Dudé de ir tras de él cuando encontré un charco de un líquido con aspecto inquietante… eso no era agua. Pero mis dudas se marcharon al verme sola en un sitio oscuro y oloroso a humedad.

—¿Doscientos? —insistí, esquivando una especie de pegote asqueroso. 

¿Dónde te metiste, Bree? ¿Y sin zapatos?, mi labio se arrugó y estaba a muy poco de llorar. Me sentía humillada, temerosa, preocupada por lo que haría papá. El corazón bombeaba con energía y la ansiedad de que la suciedad del piso podría escalar hacia mis piernas me venció, provocando que moviera los pies con más rapidez. Cuando finalmente lo alcancé, él tenía la mirada más confiada del mundo, como si nada pudiera dañarlo. Fue en ese instante que noté su altura. Me llevaba un par de centímetros, aunque su contextura no era muy gruesa. Se veía pálido. Con manchas debajo de los ojos y una dureza en los mismos que me hizo detenerme tres escalones arriba. 

—Cuatrocientos.

Se me salió una risa incrédula. Se encogió de hombros, girando sobre sus talones para seguir bajando. 

—Trescientos —negocié, con el corazón apretado cuando un manchón pasó por mi lado. ¿Era agua sucia? 

Me detuve para mirar hacia atrás, notando a una señora de mediana edad, con una ceja levantada, como si me estuviera retando a decirle algo por arrojar un cubo de agua sucia mientras bajaba la escalera. Respiré hondo y decidí que había tenido suficiente de esa gente. Alcanzaría al muchacho y me iría a casa. Me daría un baño de espuma durante una hora para quitarme los restos de agua sucia de las piernas y los brazos. Durante mi descenso esquivé más charcos de aguas negras, envoltorios de golosinas, refrescos, etcétera. 

En la planta baja me sentí un tanto aliviada de que él siguiera allí. Seguro que la tentación del dinero tenía mucho que ver. 

—Trescientos setenta y cinco. Lo menos que aceptaré. En efectivo.

Se me escapó un suspiro pesado. Lo que hacía para no quedarme sola.

—Es demasiado dinero por un favor. Eres un aprovechado.

Ni siquiera me miró al responder—: Lo dice la persona que se da el lujo de pagar esa cantidad. Cuando estés de este lado, en el que debas pedir prestado un baño para ducharte porque tu casero no arregla una tubería, entonces me dices lo que es ser un aprovechado. 

Salió al aire frío de Nevada. El invierno estaba llegando. Por primera vez me dio igual poner mis pies en el pavimento; estaba más limpio que el suelo del edificio.

Los transeúntes me miraban con curiosidad y otros con perversión. Abracé mis pechos, sin embargo, empecé a tiritar producto de la combinación de incomodidad y frío. Escuché el suspiro del tipo, pero volteé a verlo cuando colocó una chaqueta sobre mis hombros. 

No pude evitar una sonrisa agradecida, que murió cuando él explicó:

—Pareces un letrero de neón con esos pezones erguidos. 

El asco en su voz me hizo sentir avergonzada. Pequeña. Sola. Y ni siquiera lo conocía. ¿Cómo me sentiría frente a papá?

Seguir leyendo.

Loading


Una respuesta a «Detrás de la máscara- 3: Si pagas no es ayuda.»

  1. Avatar de Maria antonieta
    Maria antonieta

    Ah bárbara esta Bree tras que la debe la cobra, y todavía regatea con tanto dinero que se supone que tiene?? Y es su vida la que esta en riesgo. Cole te tuvo paciencia aunque por la plata baila el perro.
    Tendrá razón su papá con lo de una matrimonio arreglado? Si ella no piensa ni siquiera que sea tan malo despertar en la cama de un hombre desconocido en un lugar con escazas condiciones de higiene por lo que ella nota, como será que hará para cambiar esos patrones??

Deja un comentario

error: Contenido protegido
%d