5 de enero de 1843.
Un día como otro cualquiera.
Al menos, en apariencia.
El Barcino duerme, como cada uno de todos los dias de su vida, plácidamente enroscado a los pies del inmenso cuadro del coronel Sánchez, el viejo y querido amo de la casa.
El negro Numancio, quien ya tiene profusos hilos de luna entre sus apretadas motas, aprovecha la hora de la siesta para darles de comer al Pietro y al Cañizo, nuestros simpáticos y muy avispados trotones, bajo la atenta mirada del travieso Teodoro, el fox terrier más hermoso, veloz y escandaloso que el mundo haya conocido.
Por ahí anda la Dominga, como de costumbre despistada y soñadora, mirando por la ventana del salón a las señoras que, a pesar de la guerra, aún se atreven a ir de paseo con sus miriñaques y sombrillas rumbo a la Plaza Mayor.
Entre tanto, en el otro extremo de la habitación, Misia Agustina, nuestra querida ama y señora, se deja vencer por el calor y la modorra de esta tarde de verano, sobre su sillón favorito y con un libro de poemas sobre el regazo. Libro que nunca logra terminar de leer.
Sentada a sus pies, la contemplo. Mi ama está cansada. Desde que el patrón se fue a luchar por esos mundos de Dios, ya no duerme bien por las noches. Teme, y junto a ella tememos nosotros también, que pronto llegarán malas noticias desde el campo de batalla.
Frente a nosotros, Misia Agustina se muestra contenta de nuestra buena suerte. Pero en lo más recóndito de su corazón sabe que, con toda probabilidad, a partir de hoy se quedará sola en el mundo.
Y, si no es hoy, es cuestión de tiempo. Poco o mucho, es lo de menos.
Porque, aunque hoy parece un día cualquiera, en verdad no lo es.
Porque hoy, la negra Dominga, el viejo Numancio y yo partimos hacia nuestra libertad. Hoy partimos, cada uno por su lado, a nuestra nueva vida, aunque aún no sepamos dónde ni cómo será. Hoy dejamos de ser negros sufrientes y esclavos. Los últimos que quedamos en esta casa.
A partir de hoy, somos hombres y mujeres libres e independientes.
¡Libertad!
¡Qué palabra más hermosa! ¡Y añorada!
Es entonces que, a los pies de mi ama, con una sonrisa en los labios, la miro descansar y me pregunto: ¿qué es la libertad?, ¿no es que te traten con respeto?, ¿con dignidad?, ¿con cariño?, ¿y no es eso lo que siempre tuvimos aquí, en este hogar, al lado de esta familia bondadosa?, ¿al lado de esta sabia mujer que duerme el maravilloso sueño de los justos frente a mis ojos?
– ¡Mirá, Teresa! ¡Ahí van las Villagrán rumbo a la plaza! ¡Qué elegancia! ¡Lo que no daría yo por un vestido como ese!
– ¡Ssssssh! ¡Vas a despertar al ama!
– No importa. Ahora que soy una mujer libre, voy a trabajar mucho y, con lo que gane, me voy a comprar muchos lazos y vestidos para ir a la plaza, y enamorar a un hombre guapo y rico, casarme y ser una gran señora.
– ¡Dominga!
– ¿Qué? ¡Ahora soy libre! Valgo tanto como cualquiera, ¿o no?
– ¡Pero dejá de fantasear, negra ridícula!
– ¿Y ahora qué bicho te picó a vos?
– ¡La guerra me picó! ¡Cómo para amoríos estamos!
– ¿Sabés qué, Tere? Hoy en el mercado, la vieja Alfonsina me contó que le había escuchado decir al patrón que Oribe ganaría la guerra pronto y que todo volvería a ser como antes.
– ¡Como antes, no!
– ¡Bueno! ¡Vos entendés! ¡Que habrá paz, mujer! Y entonces, ¡qué felices vamos a ser con nuestra preciosa libertad! ¡Trabajar por un salario! ¡Vivir donde queramos! ¡Que nos traten con respeto! ¡Que no nos peguen nunca más!
Me levanto despacito para no despertar al ama, y me acerco al gran ventanal lleno de sol y de imágenes de carruajes apurados, soldados elegantes y señoras con cara de preocupación.
El Barcino se despereza lentamente a los pies del cuadro. Al pasar junto a él, lo tomo en brazos y me acerco a la Dominga, que sigue suspirando soñadora.
– ¿Qué te pasa, Teresa? ¿Por qué me mirás así?
– En esta casa, los amos siempre nos han tratado bien. Jamás un golpe ni una mala palabra. Siempre buena comida en la mesa. ¡Hasta nos enseñaron a leer y escribir!
– Es verdad. Pero, aun así, no nos pagan por todo lo que hacemos por ellos. ¡Ni un triste cobre!
– Pero…
– ¡Nada, Teresa! Los patrones son muy buenos, y Misia Agustina es una santa. Pero, a pesar de eso, para ellos nosotros no somos personas. ¡Somos objetos! ¡Propiedad! ¡Pero si hasta este gato sinvergüenza tiene más valor que nosotros!
– Pero ahora nos dan la libertad.
– Porque lo decretó el gobierno. Sino aquí seguiríamos como esclavos por el resto de nuestras vidas.
– ¡Dominga…, que te va a escuchar!
Dominga clava sobre mí su mirada de carbón y me escruta de hito en hito.
– Vos querés decirme algo a mí, ¿no?
– Nada. ¿Qué te voy a querer decir? Sólo pensaba en qué significa ser libre y cuál es el precio que hay que pagar para serlo.
– ¡No te pongas en dificil ahora, mujer! Que es la hora de la siesta y está muy interesante la ventana. ¡Mirá! ¡Mirá el sombrero que se puso don Etelvino! ¿Yo estoy loca o esa es una galera?
– Pero, ¿es que no te importa? ¿Irnos así, dejar sola a esta pobre mujer, en plena guerra?
– ¡Ella nos deja ir, Teresa!
– Podríamos quedarnos como pupilos. El ama está muy solita. ¿No te das cuenta?
– ¿Trabajar gratis? ¡Ya lo hice durante toda mi vida! ¡Ni hablar! ¿Te volviste loca?
– Es que…
– ¿Justo ahora te viene el cargo de conciencia, Tere?
– ¡No es eso! Es que…
– ¿Es que qué?
Trago saliva, porque sé que lo que voy a decir no es fácil. Ni yo misma estoy muy convencida de lo que estoy a punto de soltar. ¡Pero, de verdad, quiero creérmelo!
– ¿Cuántos años hace que vivís en esta casa, Minga?
– Diecisiete años.
– Yo desde que nací. ¡Cincuenta y dos largos años! ¿Y sabés qué? Esta negra veterana ha sido muy feliz entre estas paredes. ¡Este es mi hogar! Un hogar, ¿entendés?
– Pero, Tere…
– ¿Alguna vez los amos nos han gritado? ¿Nos han levantado la mano?
– No.
– ¿Nos han dejado pasar hambre o frío?
– No.
– ¡Pero si hasta somos personas educadas! Sabemos leer, escribir y, cuando ponemos atención, hasta podemos hablar correctamente. ¿Qué amos se han tomado nunca tantas molestias por gente como nosotros?
– ¿Y qué hay de ganar un salario por nuestro trabajo? ¿De poder formar una familia y vivir donde queramos? ¡La libertad…!
– ¡La libertad, la libertad! Pero, ¿qué es la libertad, Dominga?
– Teresa, ¿pero es que acaso querés seguir siendo una esclava?
– ¡Por supuesto que no! Pero tener libertad significa, entre otras cosas, tener derecho a elegir. Y yo…, ¡yo elijo quedarme con el ama en nuestro hogar! ¡Porque yo, en esta casa, ya me siento libre!
Dominga se pone de pie y se cubre la boca, espantada.
– ¿Te volviste loca?
– No, Dominga. Aún en plena Guerra Grande, yo me siento feliz viviendo en esta casa. No se me ocurre un lugar mejor dónde pasar el resto de mi vida. ¿A vos sí?
La negra joven guarda silencio por un largo rato, pensativa, y luego señala con la cabeza al ama plácidamente dormida:
– ¿Ya se lo dijiste?
– Aún no. Pensaba hacerlo más tarde, mientras preparamos las golosinas de Reyes. ¿Te acordás que mañana es 6 de enero y vienen muchos niños a visitar a Misia Agustina?
– ¡Por supuesto! El hijo de los Matosas, los tres gurises de los Fernández Calderón, la nena de los Robledo y los cinco mocositos de la negra Tomasa. ¡Ya me veo el revuelo, y al Teodoro ladrando y correteando como loco por toda la casa!
– Niños ricos, niños pobres, niños blancos, niños negros. ¡Todos unidos como un hermoso ramillete! ¿En qué casa se ha visto cosa igual?
– Es que el ama ayudó a todos a traerlos al mundo, y todos la quieren tanto… ¡Son como los hijos que nunca tuvo! Y la hace tan feliz reunirlos a todos bajo su techo…
– ¿Entendés, Dominga? ¿Por qué no me quiero ir? ¿Dónde podría ser más feliz que en esta casa?
La negra soñadora suspira y vuelve a mirar por la ventana. Ella quiere irse por esos mundos de Dios, ganar dinero, formar una familia, lucir ropa elegante. Pero, ¿será feliz? ¿Es que acaso ya no lo es con lo que tiene? ¿Realmente, necesita más?
Se gira y contempla a su ama descansando cómodamente sobre su sillón carmesí. ¡Siempre ha sido tan buena con todos ellos! Más que como a esclavos, los ha tratado como a hijos.
Y, ahora, está tan sola. El bondadoso coronel ya es viejecito y, aun así, se fue a cumplir con su deber en esta dichosa guerra. ¿Y si no regresa? ¿Qué va a ser de esa pobre mujer? Además de su gran casa, el Barcino, el Teodoro y los dos trotones, ¿quién la acompañará?
– Tere…, yo…
– No me malinterpretes. Vos podés hacer lo que quieras con tu libertad. Yo elijo quedarme con el ama. Y, ahora, mientras hace su sacrosanta siesta, ayudame a preparar el banquete para mañana. Ya habrá tiempo para despedirnos esta noche.
– ¡Ay, Tere! ¡Sos tan buena vos!
– ¡No! Ella es buena. Yo sólo soy su aprendiza y no le llego ni a la punta de los talones. ¡Dale! ¡Vamos a la cocina, que tenemos mucho que hacer!

Mi cocina es inmaculada y pulcra. Cada vaso, plato, cubierto, tarrito, utensilio, todo está limpio y en su debido lugar.
Sin lugar a dudas, la cocina es mi reino y mi dominio. Y, muy pocas veces, permito que alguien entre en él. Pero hoy hay que hacer la tanda de pastelitos y la bendita rosca de Reyes para los pequeños invitados de misia Agustina, y no me queda más remedio que pedirle a la Dominga que me ayude.
Sobre la mesa ya se encuentran dispuestos harina, maicena, leche, manteca y huevos.
– Dominga, por favor, hacé un esfuercito y tratá de que no vuele harina por todas partes, ¿querés?
– ¡Es que yo no sé pa’ qué me pedís que haga esto! Vos sabés que la cocina no es lo mío.
– ¡Dios bendito, una futura esposa que no sabe cocinar! ¡Dejá, inservible! Ya lo hago yo. Al menos podrás derretir la manteca, ¿no?
– ¡Más respeto con la inservible! Y no rezongues tanto, Tere, que te vas a llenar de arrugas.
– Traete el dulce de membrillo, por favor.
– ¡Ya voy!
Mientras la Minga hace lo que le pido, yo voy formando la masa con harina, huevos y leche y, una vez que la trabajo bien, la dejo reposar un buen rato. ¡Me encanta hacer pastelitos! ¡Cocinar siempre me alegra el corazón!
A lo lejos, escucho ladrar al Teodoro. Ya está este perro bandido persiguiendo algún conejo. Aunque, ahora que lo pienso mejor, se ve que el bicho está muy próximo a mi cocina, porque los ladridos se escuchan cada vez más cerquita.
Tan cerquita como en la mismísima puerta de mi reino. Y, encima, viene acompañado de un anciano con rostro de chocolate.
– Numancio, ¿se puede saber qué hace este perro acá?
– ¡El ama se va a despertar! Sáquelo, ¿quiere?
– Pero, mis distinguidas damas…, es que sentimos un delicioso olorcito en la cocina y no pudimos resistir la tentación de pasar a saludar.
– Mire…, no sea pavote, ¿eh? ¿Qué olorcito? Si recién estamos amasando.
– Numancio, ¡el perro afuera!
– ¿Cómo «qué olorcito»? El de ese dulce glorioso que está ahí arriba de la mesada.
Y, ni lerdos ni perezosos, mulato y fox terrier se mandan para dentro de la cocina. Me les enfrento con la cuchara de madera en la mano. ¡Nadie se va a comer mis ingredientes en mis propias narices!
– ¡Ni se le ocurra tocar ese membrillo!
– ¡Ay, Tere! Pero, ¿qué es un pedacito de dulce? Un pastelito menos. ¡Menos trabajo para ustedes! ¡En vez de agradecérmelo…!
Y, mientras la Dominga se desternilla de la risa y yo pongo la peor cara de fingido enojo que se me ocurre, este negro atrevido toma un cuchillo afilado y corta un buen pedazo de mi dulce de membrillo. Una parte se la da al Teodoro y la otra se la come él.
El perro vuelve a ladrar de puro gusto, mientras agita su colita como si fuera un plumero loco.
– ¿Ya está conforme el perrito travieso? Ahora…, ¡fuera de mi cocina! Que el ama se va a despertar y nos va a emancipar a todos antes de hora. ¡Y a él primero que a ninguno!
El abuelo Numancio, el viejo cochero de la casa, se ríe con ganas y cierra los ojos mientras saborea el dulce y lanza un suspiro de satisfacción. Luego, vuelve a suspirar, pero esta vez es notorio que nada tiene que ver con el dulce membrillo.
– Minga, ¿ya me derretiste la manteca?
– En eso estoy. ¿Y a usted qué le pasa que suspira tanto? ¿No me diga que quiere más dulce?
– ¿Puedo?
– ¡Ni se le ocurra!
– ¡Jajaja! En realidad, estaba pensando en que este es nuestro último día juntos y, para variar, nos estamos peleando. Se va a extrañar todo esto.
– La Tere dice que se va a quedar a vivir con el ama.
– ¡Minga! ¡No seas chusma!
– ¡Estoy pensando hacer lo mismo!
– ¿¡Cómo!?
– Sí, Minga. Yo ya soy un viejo. Y un viejo feliz, gracias a misia Agustina y al coronel Sánchez. No hay lugar en el mundo donde pueda estar mejor.
– ¿Aunque eso signifique trabajar sin que a uno le paguen por su servicio?
– Dominga…, vos sos una chica joven y es entendible que pienses así. Pero algún día te vas a dar cuenta de que el dinero no lo es todo en esta vida.
– ¡Pero es importante, Numancio!
– Por supuesto que sí. Pero yo estoy conforme con lo que recibo en esta casa: cariño, respeto, un techo sobre la cabeza, comida abundante. A mi edad no se necesita más.
– La Tere dice lo mismo.
– ¡Y lo sostengo! Libertad es la posibilidad de elegir lo que quiero hacer con mi vida. ¡Y yo quiero esto! Porque servir a los amos me hace feliz y me llena el corazón.
– Ustedes dos me hacen sentir como si fuera una delincuente.
– ¡No, Dominga! Ni Dios lo quiera.
– ¡Por supuesto que no! Es natural cuando se es joven querer probar todo lo que la vida tiene para ofrecer. Vos elegís hacerlo y está bien. En eso consiste la verdadera libertad.
– Pero, ¿es que acaso está mal querer ganar dinero, comprar cosas buenas, poder vivir dónde y con quién uno quiere?
– ¡Claro que no, muchacha!
– Dominga, ser libre es poder elegir lo que a uno lo hace feliz. Y no todos somos felices con lo mismo. Vos querés disfrutar de una buena vida. Nosotros somos felices con la que ya tenemos. Y ambas cosas están bien.
– Entonces, ¿no se van a enojar conmigo si decido irme?
– ¡Claro que no!
– Pero nos tenés que venir a visitar con tu marido guapo y tus hijos preciosos. ¡Nos va a alegrar mucho que vengas! ¡Si vos también sos parte de nuestra familia!
– ¡Ay! ¡Son más buenos ustedes!
– Modestia aparte.
– Lo heredamos de los amos. Y ahora, Minga…, ¿qué pasa con esa manteca?
– ¡Ya voy!
Risas van, charlas vienen, los pastelitos van tomando forma, en tanto el Teodoro nos dedica su talentoso concierto de ladridos, capaces de despertar a un muerto.
De repente, nos vemos interrumpidos por una silueta que asoma por la puerta. El silencio cae sobre nosotros instantáneamente.
¡Sobre el Teodoro también!
– ¡Ay, misia Agustina! Perdone usted a estos negros escandalosos y a este perro cachivache. ¡No era nuestra intención despertarla!
– ¡Esto es imperdonable!
Si no fuera por nuestra piel color chocolate, los tres nos pondríamos rojos de la vergüenza.
– Misia Agustina…, la Tere y la Minga no tienen nada que ver. ¡Es todo culpa mía, que me traje al perro para robarnos un pedacito de ese dulce de membrillo tan rico!
– Lo imperdonable es que siendo el último día que vamos a pasar todos juntos me quede dormida como una mequetrefa.
– ¡No diga eso, ama!
– Usted tiene sus preocupaciones y está cansada. Ni siquiera se le ocurra pedirnos perdón por hacer su siesta.
– Misia Agustina, por favor, siga descansando. Yo ya me voy para el establo y me llevo al Teodoro.
– ¡Quédese, Numancio! Dominga, ¿me preparás un tecito, por favor?
– ¡Yo se lo hago, señora!
– ¡No, Teresa! Vos estás muy atareada preparando todo para el festín de mañana. ¡Lástima que no puedan compartirlo con nosotros!
Mientras Numancio le acerca una silla para que tome asiento junto al calor del horno, y Dominga se afana con el té y la manteca, trago saliva y me planto decidida frente a ella.
– Misia Agustina, sobre eso queríamos hablar con usted.
– ¿Qué pasa, Teresa?
– Mire. Usted no se vaya a enojar con esta negra atrevida. Pero hace más de cincuenta años que vivo en su casa, y el amo y usted siempre me han tratado como si yo fuera de la familia.
– Es que ustedes son mi familia. Aparte del coronel, son lo único que tengo en la vida. Por eso, me da mucha pena que se vayan. Pero es lo justo. Ustedes son unas excelentes personas y merecen tener una buena vida. Una vida libre y sin restricciones.
– ¿Sin qué?
– Minga, no interrumpas al ama.
– ¡Perdón!
– Misia Agustina, lo que yo le quiero decir es que en su casa siempre he sido feliz. El coronel y usted son personas bondadosas, siempre se han preocupado por mí y me han tratado con respeto. ¡Y con cariño! ¿Sabe cuántos esclavos pueden decir eso de sus amos? Créame que son muy pocos, señora.
– Y a mí me alegra mucho hacerte sentir así.
– Por eso, ama, es que le quiero pedir un favor. Bueno…, el Numancio y yo, en realidad.
– ¿Numancio? ¿Va todo bien?
– Sí, ama. Es que comparto en un todo lo que la Tere acaba de decir. Hace muchos años que estoy a su servicio y, realmente, me siento muy contento de que haya sido así. Le estoy muy agradecido al coronel y a usted por la consideración y el cariño con el que siempre me han tratado.
– ¿Y qué es lo que me quieren pedir?
– ¡Ay, Tere! ¡Decile vos!
– ¡Vamos, hombre! ¡Tere! ¡No se pongan tímidos justo ahora!
– Lo que el Numancio y yo queremos pedirle es que nos permita quedarnos a vivir con usted.
– ¿Conmigo?
– ¡Y con el coronel!
– ¿Tan felices son en nuestra casa?
– Sí, ama.
– No estaríamos más felices en ningún otro lugar.
– Pero… Es que… Ustedes ahora son libres. Tienen derecho a ir dónde quieran, estudiar, trabajar en lo que más les guste, formar una familia, ganar dinero…
– No nos interesa el dinero.
– Misia Agustina, ustedes nos han dado privilegios que el dinero no puede comprar.
– Afecto.
– Confianza.
– Respeto.
– Dignidad.
– ¡Somos como una familia!
– ¡Nos ha dado un hogar!
– Queremos quedarnos.
– Para siempre.
A Misia Agustina se le llenan los ojos de lágrimas. Ella siempre ha procurado dar su cariño a todo el mundo imparcialmente, sin importar su apariencia o condición. Siempre ha procurado tratar a sus esclavos como si fueran de la familia. Que se sientan como tales le produce tanta alegría que no le cabe en el pecho.
– No se imaginan la emoción que me abraza frente a estas palabras. Quiero que sepan que, si deciden quedarse en nuestra casa, no les vamos a poder pagar un salario muy alto pero, sin lugar a dudas, serán más que bienvenidos.
– Usted ya nos da mucho, misia Agustina.
– ¡Y le estamos profundamente agradecidos!
– No. La agradecida soy yo por esta muestra de lealtad y cariño.
La Dominga, entonces, se acerca tímidamente con una taza de té humeante para el ama emocionada y se la entrega.
– ¿Y a vos qué te pasa, Minga, que estás tan calladita?
– Estaba derritiendo la manteca, señora.
– ¿Ya tenés todo preparado para marcharte esta noche a tu nueva vida?
– Bueno…, en realidad…
– Contame qué te anda pasando.
– Estaba pensando en lo linda que va a estar la reunión de mañana, con todos esos gurisitos revoltosos. ¡Qué bien la vamos a pasar! ¿No podríamos hacer unas trufas para regalarles por Reyes?
– Entonces, ¿vos tampoco te vas?
– Mientras los escuchaba hablar, estuve pensando, Numancio.
– ¡Milagro! ¡La Minga piensa ahora!
– ¡Tere!
– Disculpe, ama.
– Los primeros amos que tuve eran muy malos con todos sus esclavos, no importa si eran hombres o mujeres, niños o mayores. Yo era tan sólo una niña, pero ellos me gritaban y me pegaban por cualquier cosa. ¡Me llamaban cosas horribles! ¡Y no me dejaban ver a mi mamá! Usted no se puede imaginar qué infancia tan horrible tuve. Y, entonces, el marido de usted me compró y me trajo a su casa. ¿Y sabe qué?
– ¿Qué?
– Que, en esta casa, mis heridas se curaron. Las del cuerpo y las del corazón. Y no sólo aprendí lo que significa ser feliz, sino lo que es tener un hogar donde a una la quieren.
– ¡Dominga, me vas a hacer llorar otra vez!
– En esta casa, además de trabajar, me permitieron cantar y bailar a mis anchas. Siempre tuve una cobija para protegerme del frío y un plato de sopa caliente cuando tenía hambre. Cuando venían visitas, el coronel y usted siempre las obligaban a tratarme con respeto. Cuando me mandaban algo, era algo que yo podía, sabía y me gustaba hacer. Me educaron y me quisieron. Y la verdad…, Numancio y la Tere tienen mucha razón. ¿Qué plata es capaz de comprar todo eso?
– Pero…, ¿y tus vestidos? ¿Tu bella casa? ¿La familia que soñás formar?
– Ustedes son mi casa y mi familia. Y.…, si conozco a algún señor guapo que se quiera casar conmigo, quédese tranquila que me voy a mudar bien cerquita de usted, para seguirla cuidando.
– ¡La verdad no tengo palabras para…!
– Querida ama, nosotros los queremos mucho a ustedes.
– ¡Somos felices aquí!
– Misia Agustina, sin palabras usted nos enseñó que la libertad consiste en elegir lo que a uno le hace feliz. Y hoy, cada uno por su lado, decidimos dar un buen uso a nuestra libertad. La elegimos a usted, tal como usted nos eligió a nosotros y nos dio todo su cariño. Ya no somos sus esclavos. Ahora somos sus amigos. Permítanos sentirnos como tales.
– Y, como tales, los recibo con los brazos abiertos. Y estoy segura de que también el coronel. ¡Gracias de verdad por darme esta alegría! Y, ahora, mis queridos amigos, ¡manos a la obra! Que el tiempo vuela y tenemos mucho trabajo por hacer.
– ¡Numancio! ¿El Teodoro y usted siguen comiéndose mis ingredientes para los pasteles? ¡Señora, haga algo!
– ¡Perdón! ¡Es que este dulce está tan rico!
Y, para validar las palabras de este viejo mulato sinvergüenza, el Teodoro ladra y mueve la cola feliz, en señal de aprobación.

6 de enero de 1843.
El salón desborda de caritas sonrientes y embadurnadas de chocolate y membrillo por doquier, mientras el Barcino duerme su sacrosanta siesta escondido en el altillo, y el Teodoro corretea por toda la casa, ladrando a más no poder.
Caritas rubias, caritas morenas, caritas pecosas, caritas serias, caritas de sonrisas pícaras, caritas con chiribitas en los ojos, caritas que sacan la lengua, caritas que hacen guiñadas.
¡Todos unidos como un hermoso ramillete!
Hoy, la Guerra Grande no importa. No importan los padres ausentes ni las madres llenas de preocupación. Hoy no importan Oribe ni Rivera. Ni Rosas ni los británicos ni los franceses.
Hoy nada importa.
Porque hoy, la Mama Grande, ha reunido a todos sus “hijos”, a todos esos pequeños que ayudó a nacer, y está dispuesta a hacerlos felices por un ratito, y a serlo ella misma.
En apenas un mes, nos llegará la noticia de la muerte del coronel en batalla y comenzará el sitio de nuestra amada ciudad pero, por el momento, lo ignoramos, reímos, bailamos y comemos como si no existiera un mañana.
El gato duerme, el perro ladra, los gurises abren sus regalos de Reyes y Misia Agustina resplandece de felicidad. Y nosotros, los negros esclavos, que ya no somos esclavos, nos sentimos orgullosos de haber tomado la decisión correcta.
Porque hay cosas que el dinero no puede comprar.
Porque la libertad consiste en la capacidad de elegir lo que nos hace realmente felices. Lo que nos cura las heridas. Las del cuerpo y las del corazón.
Porque, en esta casa y con esta mujer maravillosa, descubrimos el significado de la palabra “familia”. De la palabra “hogar”.
¡Y las abrazamos con todo nuestro corazón!
Y, en ese abrazo, descubrimos y alcanzamos esa otra palabra que parecía tan distante y tan imposible para nosotros, y que hoy se hace presente con toda su fuerza y su pureza.
La palabra más hermosa de todas.
La amamos. La añoramos. La abrazamos.
¡Libertad!

BASADO EN LA OBRA «MISIA AGUSTINA» DEL PINTOR URUGUAYO DON PEDRO FIGARI.

LEER SIGUIENTE CAPITULO.

Loading


Deja un comentario

error: Contenido protegido
%d