Me llamaban Old, el cachorro.
El sol cae a plomo sobre la llanura chaqueña, con su monte y su campo, con su campo y su monte y, como únicos colores, el crema del pasto y el negro de la inmensa arboleda.
Parece como si el tiempo se hubiese detenido. Y es que, en este mundo abandonado a la buena de Dios, el reloj apenas avanza. Sin embargo, ya han pasado diez años desde la muerte de nuestro adorado Míster Jones y, desde entonces, mi vida ha transcurrido como una pequeña eternidad, entre la sarna y el hambre, en compañía del toba Candiyú.
De algún modo, mis dos amos se parecen.
Míster Jones era un dueño simpático y un excelente patrón. Trabajaba como nadie. Siempre solo, con sus fieles perros como única compañía. Aficionado al whisky, no por borracho irremediable, sino a causa de su soledad, de la lejanía de su patria amada y de las duras condiciones que hay que afrontar en este agreste y pétreo lugar.
Ciertamente, no es fácil vivir entre estos cerros.
Candiyú también es un buen amo. Al menos, no me maltrata como hacen otros hombres con sus animales. Cierto es que casi nunca me da de comer, pero es que muchas veces ni siquiera él puede alimentarse a sí mismo. Un poco de mandioca. Algo de maíz que logro robar de los campos vecinos. Y eso es todo. El trabajo escasea y las condiciones de vida son muy duras. Ni siquiera puede darse el lujo de formar una familia, aunque me consta que le gustaría mucho. Y a mí también.
Pero, de momento, estamos condenados a esta cruel soledad.
Por eso, mi amo también es aficionado a emborracharse. Chicha o mistela, realmente da igual.
Pero, aunque noche tras noche, Candiyú bebe hasta perder la conciencia, sigue siendo un buen amo. Un amo cansado y abatido. Un amo que hasta hace no tanto tiempo tenía sueños e ideales que cumplir, y hoy se encuentra resignado frente a tanta miseria y frustración.
Diez años han pasado desde la muerte de Míster Jones y, aún no sé qué habrá sido de la vida de mis compañeros: Dick, Prince e Isondú.
También desconozco el paradero de Milk, mi valiente padre. Aún recuerdo con cariño cómo mostraba los dientes y se le erizaba el pelo cuando La Muerte apareció para llevarse al amo. Creo que, más que asustarle perder a Míster Jones, le aterraba la idea de perderme a mí.
De hecho, si perderme lo atemorizaba, eso fue lo que finalmente sucedió. Luego de que Míster Moore vendiera las tierras y los indios nos repartieran, nunca más volví a saber de él.
Hoy ni siquiera sé si mi padre está vivo o no. Aunque, después de tantos años sin noticias, ya no lo creo.
Me llamaban Old, el cachorro. Ahora soy, simplemente, el viejo Pioq, que en el idioma toba significa “perro”. Candiyú no se esforzó demasiado por buscarme un nombre, y para mí está bien así.
Desde que soy Pioq, tuve muchas oportunidades de ver a la cara a La Muerte. Ya no soy un cachorro travieso e ingenuo. Desde la muerte de Míster Jones tuve muchas oportunidades de reflexionar sobre lo sucedido y de lamentar su pérdida. ¡Era un amo tan bueno!
Y, con el tiempo, si bien juré que si me enfrentaba a La Muerte otra vez no la dejaría vencer, tuve que aprender por las malas que nunca podría derrotarla.
Una tarde de hace un par de años, echado solo bajo la sombra de un abedul, procurando defenderme de la cruel canícula, vi al padre de Candiyú, el viejo cacique Amarú, que venía bajando por entre los cerros con una liebre muerta en la mano. ¡Al menos por una vez, llenaríamos la barriga!
¡De repente, frente a él, otro Amarú se aproximaba en su dirección! ¡A paso lento, como si no tuviera prisa alguna por llegar! ¡Como si el tic tac del reloj, lento e inexorable, no importara!
Me levanté y empecé a ladrar, con el pelo erizado como aprendí de mi padre, más asustado que enfurecido. Entonces, el falso Amarú desapareció.
Durante dos noches, aullé y lloré como un niño. Candiyú, sin saber lo que sucedía, me amenazaba con el puño en alto, diciendo que con esos aullidos estaba llamando a la desgracia. Pero ella se había presentado solita, sin que nadie la llamara, y yo no quería ver partir al amo viejo.
Durante dos días, lo seguí a sol y a sombra. No podía apartarme de él. Recordaba a Míster Jones, y estaba más que dispuesto a enfrentarme a La Muerte, tal como mis antepasados no supieron hacerlo. ¡Con valentía!
¡Pero no pude!
Dos días después de su aparición, una tarde de calor insoportable, en que el polvo todo lo cubría, una yararacusú apareció de la nada, como un relámpago y mordió al pobre anciano. ¡Fue tan rápido que no pude hacer nada, salvo correr espantado a esconderme!
La muerte del pobre viejo fue instantánea.
E hijo y perro nos quedamos ahí, tristes e impotentes. Resignados al cruel destino. Conscientes de que cuando aparece La Muerte no hay nada que se pueda hacer. Llega como un rayo y te lo quita todo.
Pero la vida continuó. Y los años siguieron pasando a cámara lenta, y amo y perro seguimos aquí, tristes e impotentes, resignados. Luchando por sobrevivir, entre mandioca y mistela.
Pero entre Candiyú y yo, hay una pequeña diferencia.
¡La esperanza!
¡Yo sí creo que, pese a todo, nuestra suerte algún día va a cambiar! ¡Algún día, en esta tierra remota, voy a ver una gran sonrisa en la cara de mi joven amo! ¡Una sonrisa de auténtica felicidad!
Y, aunque ya estoy bastante mayorcito, no pierdo la fe de vivir aún muchos años, para poder verlo. ¡Porque la fe es lo último que se pierde! ¡Y yo mantendré la mía hasta mi último aliento!
HOMENAJE A «LA INSOLACIÓN» DEL ESCRITOR URUGUAYO HORACIO QUIROGA.
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