¡Ay, Jacobo, mi Jacobito!
Otra vez la madrugada lo ha sorprendido durmiendo sobre el teclado, con las gafas puestas de cualquier manera sobre la cara y una mano colgando hacia el vacío. Ni su millón de ideas estrafalarias ni todo el café que se ha tomado han podido salvarlo de las garras del pícaro Morfeo.
¿Y yo que hago ahora, dentro de esta caja tonta y llena de luces de la cual no puedo escapar?
Golpeo el cristal. Una y otra vez. Lo llamo, le silbo, le chito, zapateo. Nada que se mueve. Vuelvo a intentarlo. Parece como en trance después de una larga noche buceando y jugando entre palabras.
Ahí…, ¿qué es lo que veo? ¿Y si empujo ese botoncito medio flojo? A ver…, mmmm. Casi resulta demasiado fácil escapar de esta prisión absurda que llaman computador. ¿Por qué no lo habré intentado antes?
Bueno…, ya está, ya estoy afuera. Aliso mi vestido blanco y repeino mis rizos de sol. Contemplo mi aspecto inmaculado y sé que tengo que hablar con mi autor al respecto. No puedo ir viviendo aventuras por el bosque de Ceibo en Flor con este atuendo de baile palaciego. ¡Es muy poco serio!
¡Vaya!
Ahora que lo pienso, creo que tengo unas cuantas cosas que reclamar.
Me acerco a mi durmiente Jacobito y, con decisión, le tiro con insistencia de la manga. – Jacobo…, mi autorcito…, Jacobito…, ¡despertate!
Su única respuesta es un sonoro ronquido. – ¡Vamos, señor escritor! ¡Despierte! Usted y yo tenemos que hablar muy seriamente. – le alboroto el pelo azabache como si la vida me fuera en ello. – Mmmm… – Jacobito…, ¡soy Peruggina! ¡Esa Peruggina! ¡Arriba, dormilón! – Perug… – ¡Jacoboooooo! – pierdo la paciencia.
Mi autor se despierta con tal sobresalto que se cae de la silla. Desde el suelo me mira con ojos de dos de oro, absolutamente espantado.
Me reconoce al instante. Al fin y al cabo, soy obra y arte de su cabeza. – Pero… – Hola, escritor. – Peruggina…, pero…, ¿cómo?…, ¿qué? – ¿Por qué? ¿Quién? ¿Dónde? ¿Cuándo?
Jacobo Pastrana, alias mi Jacobito, de profesión escritor y autor de este insigne personaje que vengo a ser yo, me mira sin entender nada, como si en vez de fruto de su fértil imaginación, se tratara de un blanco y hermoso fantasma.
Bueno…, algo de eso sí que soy. Me refiero a lo hermosa, por supuesto. – Peruggina…, ¿se puede saber cómo llegaste hasta mi habitación? – ¡Ya lo ves! ¡Magia de personaje! Es que necesitaba tener una charla con mi autor. Pero como, por enésima vez, te quedaste dormido a media página, tuve que escaparme. – ¿Escaparte de dónde? – ¿Cómo “de dónde”? De mi cuento.
Jacobo se rasca la cabeza, como cada vez que intenta comprender una idea o atrapar alguna historia. – ¿Es que acaso no te gusta tu cuento? – Podría estar mejor. – ¡Peruggina! – A ver…, nomás para empezar…, ¿por qué me pusiste ese nombre tan feo? ¿No podrías haberme llamado Mariana o Elisa o Atanasia? – ¡No es un nombre feo! Peruggina era el nombre de mi abuela, una matriarcal genovesa, alegre y valiente, capaz de abandonar su empobrecido hogar para venir a un mundo nuevo a forjarse un futuro mejor. – ¿Y? – Que yo la quería mucho y como muestra de mi afecto quise ponerle su nombre al más querido de mis personajes. Espero no te parezca mal.
Ahora soy yo quién se rasca la cabeza, perpleja. ¿Ahora resulta que yo soy su personaje más querido? Suspiro. En el fondo, o no tan en el fondo, mi Jacobito es un hombre sensible y querendón. Me da ternura su respuesta, pero yo vine acá para reclamar y quejarme, que eso se me da muy bien. Y eso es lo que pienso hacer. – ¿Y qué hay de Vladimiro? – ¿Qué pasa con Vladimiro? – ¿Cómo “qué pasa”? ¡Todo pasa! – Explicate. – Es que, en tu historia, yo soy una princesa que vive un millón de correrías en el bosque de Ceibo en Flor. Pero Vladimiro es más lento que una batata. Y encima… – ¿”Encima”, qué? – ¡No vuela!
Ahora Jacobo me mira como si estuviera loca, a punto de echarse a reír. Bueno…, a lo mejor sí estoy un poquito loca. Después de todo, ¿para qué quiero un caballo que vuele? Si seguro me mareo y, con la suerte que tengo, me caigo y me despeino. ¡Qué vergüenza! – ¿Alguna otra cosa, Peru? – No me estás tomando en serio. ¡Y me molesta mucho que no me tomen en serio! – Pero sí… – y tomando una libreta, se pone a tomar apuntes. – Un caballo volador. ¿Qué más?
Me siento terrible. Mi Jacobito no sólo es un buen escritor, sino también un padre amoroso y dispuesto a aceptar las descabelladas sugerencias de su muy caprichosa hija. O sea de mí. – Esteeee… ¿Qué más? – me rasco la barbilla, buscando desesperadamente excusas para seguir incordiando – ¡Ah, sí! ¿Qué es eso de ponerme como compañera a esa aburrida de Chanterella? ¿Y esa quién es? Soy una princesa y debería vivir mis aventuras junto a un apuesto y valiente caballero. – ¡Pero si tenés doce años, Peruggina! Necesitás una buena amiga…, ¡no un novio! – ¡No me importa! Mi compañero debería ser un gallardo príncipe montado en un caballo blanco llamado Stratovarius, ¿a que sí? – ¿Y Stratovarius también vuela? – toma nota mi autor, poniendo los ojos en blanco, pero siempre dispuesto a complacerme.
Me pongo roja como un tomate. Esto no está llegando a ninguna parte. Porque cuando me escapé de mi cuento, me proponía algo diferente. No quejarme, quejarme y quejarme. Es que no puedo con mi condición.
Jacobo me mira con expectación. Está a la espera de nuevas sugerencias sobre cómo escribir mi cuento.
Me pongo a llorar. – Pero Peru…, ¿qué te pasa? ¿Ahora por qué llorás? Mirá…, ya anoté todo. ¿Qué más? Si querés hasta podemos cambiarte ese vestido y esos rizos, y… – ¿Qué dijiste? – Que si querés, podemos… – ¡Ya te oí!
Lo miro sorprendida. ¿Mi autor puede leerme el pensamiento? ¿Puede conocerme tanto y tan bien? ¿Y por qué no?
Si él y yo somos uno solo, unidos en alma y corazón. – ¡No quiero otro vestido! – exclamo en un berrinche. – Bueno…, entonces… – ¡Y no quiero ningún príncipe en caballo blanco! – Pero… – ¡Y tampoco quiero un caballo que vuele!
Jacobo se acerca preocupado, y lleno de infinita ternura juega con uno de mis rizos de princesa. – ¿Y, entonces, qué es lo que quiere mi personaje favorito?
Miro hacia el suelo y, con las manos a la espalda, pateo una basurita imaginaria. – Agradecerte. – murmuro entre dientes. – No te oigo. – Agradecerte. – repito en el mismo tono. – ¿Qué? – ¡Que gracias! – ¿Gracias? – Sí…, ¡gracias! Porque me diste vida, porque invertiste horas y horas creando una buena historia para mí, por darme aliento en cada palabra que escribís. Por tus noches de desvelo, por tus enojos y frustraciones. Por tus mágicas ideas y tus éxitos. – Bueno…, yo… – Hoy, desde mi cuento te observaba, y te vi caer dormido después de pasar la noche en vela escribiendo para mí. Y me emocioné. Me emociona que ames tanto lo que hacés. ¿Y sabés qué? – ¿Qué? – Vos no sos mi autor.
Con las pupilas anegadas corro hacia él, hacia mi Jacobito y, antes de que se ponga triste por mi última frase, le doy el abrazo más apretado del mundo. – Vos no sos mi autor – le repito con voz ahogada – ¡Vos sos mi papá! Y si estoy contigo y vos estás conmigo, no necesito nada más.
Y, así, el amanecer nos sorprende en un tierno abrazo entre autor y personaje, juntos a la par, unidos en una feliz historia sin final.
Deja un comentario