ODAS A EGLANTINE – El recolector de piedras.

Un bólido cruza raudo entre las flores. Un bólido de brillo iridiscente. Un bólido negro con reflejos verdes, azules, rosas. El efecto del sol entre sus plumas.
Se detiene. Parece suspendido en el aire mientras liba el néctar de una enorme flor amarilla, antes de pasar a la siguiente. ¿Cómo lo hará? Uno de esos misterios de los dioses. Los mismos dioses que crearon este lugar tan grande, tan imponente, tan bello con todas sus maravillas.
El bólido distraído no percibe que unos intensos ojos color de noche lo están observando. Ojos de noche, pelo azabache, piel olivácea. Y una enorme sonrisa. Su pequeño cuerpo bien abrigado con una piel de oso y el amor de mamá, bien protegido contra el intenso frío de la mañana, si bien hoy el sol brilla radiante. Sus piececitos descalzos, siempre en contacto con la tierra, con sus raíces.
En su mano izquierda una vasija redonda, en su derecha una esfera dorada, de semillas rojas como la sangre, dulce, jugosa, fragante, que le da energías para el ascenso y el trabajo que le espera.
Toré.
El pequeño recolector de piedras de la tribu.
Cada mañana, apenas despunta el sol, se levanta rápidamente, desayuna un trozo de pescado asado y una vasija de agua, y parte con sus tres compañeros a recolectar, mientras los adultos van de cacería, y las mujeres cuidan del hogar y de los niños.
Los tres pequeños parten con una misión que cumplir: uno busca agua y peces, el segundo busca frutas, Toré busca piedras. Cada uno, a su manera, contribuye a la identidad y supervivencia de su pueblo.

Toré se siente muy orgulloso de su trabajo, de saberse útil, querido y respetado. No tiene miedo a las víboras ni a los mastodontes que habitan el cerro. Aunque sólo tiene ocho años se siente mayor, adulto.
Mientras sube a lo más alto, Toré silba y canta. Y sueña. Cuando sea grande quiere cazar osos, armadillos, gliptodontes. Sueña con convertirse en un cazador valiente, ágil y certero.
Como su papá.
Mientras va ascendiendo, entonando su dulce melodía, presta mucha atención a su labor. “Esta sí, esta no». Piedras negras, piedras grises, piedras ámbar. Elige sólo las mejores y las guarda en su vasija. Hoy es un día particularmente bueno y en poco tiempo encuentra muchas. ¡Qué contentos se pondrán papá y mamá! ¡Cuántas herramientas útiles podrán fabricar! Para alimentarse, para abrigarse, para defenderse.
El sol ya está en su cenit y Toré, paso firme tras paso firme, ya ha llegado a la cumbre de ese hermoso lugar. Cansado, se tumba sobre la hierba y come más frutos dorados, sabrosos, energizantes, mientras escucha el trinar de los pájaros, se deja envolver por el perfume de las flores, y espera encontrarse con el bólido alado otra vez.
La vista es magnífica: frente a él, el mar. A derecha e izquierda, más cerros. Y por allí abajo, ve discurrir lentamente un arroyuelo. A lo lejos, le parece divisar a sus compañeros. Desea que les esté yendo tan bien como a él.

Una hora después, sabe que ha llegado el momento de descender con su carga. Es hora de volver a casa, en mitad del cerro, a admirar y clasificar sus piedras, comer más pescado asado, escuchar las historias de la abuela y esperar la llegada de papá, junto al resto de los cazadores.
Entonces la ve. De un violeta intenso. Grande. Hermosa. La piedra más hermosa que ha visto en su vida. Se acerca a ella, conteniendo la respiración, casi con temor. Casi con miedo de que, si respira, no la vuelva a ver. Se acerca, la contempla de lejos durante mucho rato. Se acerca más, se agacha, la toma entre sus manos, la observa, la mira contra la luz. Como cuando vio el bólido negro zumbando de flor en flor, y pudo apreciar toda la belleza de su reflejo tornasolado.
Es la piedra perfecta. Redonda. Hermosa. Tan hermosa que no está hecha para pulir y cambiar de forma. Tan hermosa que no está hecha para quitar la vida ni lastimar a nadie. Tan hermosa que sólo está hecha para admirar, para dar vida y alegría a cualquiera que la contemple.
La admira un rato más y la guarda junto a su corazón. Esa piedra no será para su tribu. Será suya, la llevará siempre consigo, será su amuleto, su ángel de la guarda. Un regalo de su magnífico cerro para darle la bienvenida, para recordarle lo hermosas que son la vida y la naturaleza, para decirle que ahora este es su hogar para siempre.
Comienzan su descenso a casa. Toré, las piedras y su dulce canción. Con el corazón contento. Y el regalo que le hizo el cerro junto a su pecho.

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