Kavanough- 18: Hablemos.

18: Hablemos.

Despertarse con un mural para deleitarse la vista debería ser obligatorio.

Él se durmió ya pasadas las tres de la madrugada. Sin embargo, era de las que me costaba conciliar el sueño en una cama ajena. Así que me quedé mirando a Aser hasta que me dormí. Y al despertar, estaba dándome la espalda. Creo que fue uno de los mejores momentos que recordaría en la vida.

Tragué la bola que se formó en mi garganta porque nunca había experimentado el hecho de apreciar a una persona dormir. Yo era muy fría. O creía ser muy fría. Tal vez dependía de la persona con la que estabas; no sabes cómo esa persona es capaz de arrancar tu coraza y hacerte ir más lejos cada día.

Antes de Devon tuve dos o tres novios. De esos de besitos a escondidas, agarrarse las manos y un poco de toqueteo en los armarios. Luego de Devon no hubo más nadie así que no tenía otra fuente de comparación a la hora de pensar en cómo era con otros hombres antes de Aser. Quizá la terapia me abrió los ojos, o podría ser que con Devon nunca hubo más que una dependencia disfrazada de amor, pero con Aser era como ver a una nueva Megan. Una capaz de suspirar y ponerse colorada. Que era cariñosa y no sabía mentir. Con Aser todo era distinto. Más real y maduro.

Y tenía miedo de no ser lo suficientemente madura para seguirle el paso.

Me quedé allí por un buen rato sólo mirando su espalda. Grabando cada tatuaje en mi mente, esperando que alguno me contara sobre su vida. Aser continuaba demostrando que si quería saber algo sólo tenía que preguntar. Pero estaba comenzando a descubrir que a veces no me gustaban sus respuestas. Así que allí estaba, tratando de adivinar, de unir una imagen con otra para hallar un pedacito de su historia escondida entre líneas.

El ruido de una vibración me apartó de pensamientos acerca de imágenes y significados, llevándome a prestar atención a la procedencia de la vibración.

Era un celular. El mío no podría ser. A menos que fuese mi madre, pero continuaba sin ser probable. Tenía que ser el de Aser.

Un segundo me tomó pensar en buscarlo y echar una miradita. Sólo para saber quién lo llamaba o le enviaba mensajes un sábado en la mañana.

Pero lo hermoso de ir conociéndote a ti mismo es la capacidad de rechazar esos pensamientos nocivos y buscar alternativas.

Mi mejor opción era esperar que no fuese una emergencia…

El teléfono de la casa empezó a sonar al mismo tiempo que el celular de Aser vibraba sin tregua. Tal vez sí era una emergencia.

Besé su hombro antes de darle una pequeña sacudida.

—¿Aser? Están bombardeando tu teléfono —avisé en un susurro, muy cerca de su oído. Vi cómo los vellos de su nuca quedaron en puntas. Él se removió un poco, pero no se despertó, y volví a intentarlo—. Aser, despierta. Parece que es una emergencia.

Esta vez incluso los vellos de sus manos se pusieron chinitos. Eso provocó que mi cuerpo reaccionara igual. El vacío se formó en mi estómago y se esparció por cada órgano, célula, rincón, bacteria, sin dejar un sólo pedazo sin invadir. Durante esos pocos segundos olvidé qué estaba haciendo, lo único que quería era entender las señales que enviaban nuestros cuerpos. Como si estuviéramos conectados a un nivel más grande. Se sentía parecido a enchufar el cargador a la corriente y esperar que el cable pasara la carga a la batería.

Desperté en el instante en que el clarín de un coche me hizo saltar del susto. Y no fui la única, Aser quedó sentado con los ojos rojos y abiertos a más no poder.

—Hola.

Se me escapó una sonrisa tímida. Él estaba completamente desnudo debajo de la sábana. ¿Cómo no le daba miedo un incendio y tener que salir en pelotas por allí?

—Buenos días, preciosa.

Su semblante se suavizó y también recorrió mi cuerpo con la mirada. Yo no estaba desnuda, pero sí tenía puesta su camiseta. Al menos me tapaba las tetas.

Aser dejó escapar una sonrisa perezosa, esa que venía con una mirada maliciosa, que sólo significaba sexo… hasta que a la persona se le quedó pegado el dedo en el claxon, ocasionando un ruido molesto.

Aser arrugó su frente, viéndose entre incrédulo, molesto y cansado.

—Sí, eso. Primero fue tu teléfono, luego el de la casa. Y ahora parece que viene un tornado y somos los únicos lejos de un refugio —me quejé, encogiendo mi cuerpo cuando volvieron a presionar el bendito pito del coche.

Aser se levantó rápido, como si estuviera listo para el armagedon. Buscó su pantalón de chándal y, mientras se lo ponía, encontró su teléfono.

Cerró los ojos y me miró por unos segundos. Ya empezaba a reconocer la culpa en sus ojos.

—¿Qué?

—Hay algo que tengo que hacer. Una vaca no puede parir… No sé cuánto me tome, Meg —explicó, sonando muy arrepentido, como si pudiera predecir que la vaca tendría problemas.

—No es tu culpa…

Suspiró, antes de interrumpir mi intento de liberarlo de su culpa.

—Sí lo es. Le dije que el ternero era muy grande y que teníamos que adelantar el parto. La cabeza dura no me escuchó. Ahora tiene una vaca muy cansada para pujar y un ternero a casi nada de morir…

—¿Cuando dices que no sabes cuánto te tome, te refieres a horas?

Botó un suspiro grande y fuerte. Del tipo que insinuaba que no me gustaría la respuesta.

—Depende de cuánto esté sufriendo el animal. Y…

El claxon apagó la explicación de Aser.

Él colocó el teléfono en su oreja y esperó a lo mucho dos segundos.

—Ya te escuché. Me estoy vistiendo. —Silencio, y luego murmuró—: Son mis vacaciones. Las primeras que tomo en tres años… —La otra persona tuvo que decirle algo que lo hizo estrechar su mirada, como incrédulo—. No lo haré por ti. ¿Queda entendido? Dame unos minutos y estaré abajo.

Cortó la llamada. Pude escuchar a la otra persona —una mujer— gritando a todo pulmón cuando Aser presionó el ícono rojo de finalizar.

—No quiero molestar. Puedo esperar aquí por unas horas. O llévame al pueblo y encontraré un buen hotel…

—No. Nada de eso, Meg. Vienes conmigo.

Mi ceño se arrugó y se me escapó—: ¿Qué?

—Esto tardará, preciosa. Podría ser más de siete horas. ¿Qué harás por allí sola durante ese tiempo? —Besó mi cabeza antes de agregar—: Busca unos pantalones cortos… Y zapatillas. Cepilla tus dientes. Ya vuelvo.

Me volvió a besar, pero esta vez en mi frente. Y me dejó allí, escuchando ese estúpido clarín que me volvería loca.

Cinco minutos después llevaba mi mochila de mano con cargador, auriculares, monedero, un panti extra —porque nunca está de más ser precavido— y un repelente de mosquitos porque Darling investigó que en los pueblitos pequeños los mosquitos están a la orden del día.

—Lo siento mucho. Se supone que hoy hablaríamos. Hay tanto de qué hablar, Meg. Cosas que preferí decirte en persona porque… son delicadas. Al menos, para mí.

—Tenemos mucho tiempo para…

—No. La verdad es que no. La persona que veremos no es mi mayor fanática. Muuuucha historia entre nosotros. —Me dio una mirada de soslayo, con esa bendita culpa nadando en sus ojos—. Y no te lo hará fácil. Sólo debemos ignorarla y…

Fue muy tarde cuando quiso decir más. Estábamos llegando a una camioneta todo terreno. Una mujer estaba de pie en el lado del conductor. Me quedé estancada en mi sitio. No voy a mentir: me intimidó. Allí estaba esta rubia alta, con bronceado precioso, con gafas de sol y un jodido sombrero vaquero. Ella vestía un conjunto sacado de una revista sobre ganadería. Una camisa de mezclilla anudada en su cintura, al igual que sus pantalones de mezclilla y botas de vaquero. Parecía una modelo.

¿Sabes lo que llevaba puesto?

Un pantalón corto y una camiseta que enseñaba los abdominales que me costaba mantener a base de lechugas. Mis caderas se veían inmensas en comparación a las de ella: delicadas y estrechas.

—Mejor me quedo —murmuré a Aser, como si yo fuese una niña a muy poco de estar frente a la directora de la escuela.

—Escúchame, preciosa. Eres hermosa. No estarías aquí si no pensara que lo eres. No suelo hacer esto, tratar de que te sientas bien contigo misma no es mi responsabilidad. Pero te necesito como una roca, Meg. Porque ella puede oler el miedo. Y no dudará en darte pelea hasta hacerte correr.

»Y no quiero que corras, preciosa. Te quiero a mi lado. ¿Estamos bien?

Asentí, medio miedosa y un tanto sorprendida por su discurso.

Aser tomó mi mano y caminamos lo más relajados posible dada la situación.

Él no mentía, sentí las dagas de ponzoña de la mujer mientras nos acercábamos. Pero Aser no se detuvo y yo tampoco.

—¿Te gusta amanecer con el colchón mojado, Aser? —escupió, mirándome de arriba abajo, dando a entender que yo era una bebé

—El tiempo apremia, Jules —contestó como si le diera igual su comentario.

Sin embargo, tan cerca, su altura me ponía muy ansiosa. No sólo tenía un porte de bailarina, sino de las rudas, de las que no se dejan doblegar.

—No pensé que podrías caer tan bajo… traer a esta mocosa a la casa de Sophie…

Ni siquiera había entrado al auto, cuando Aser azotó la puerta de la parte de atrás con una rabia increíble. El coche se sacudió y me quedé de piedra ante su reacción.

—Avanza. Te sigo —farfullló a la que se llamaba Jules.

—¿Estás seguro? Vas a joder tu preciada pickup —advirtió con una risa vengativa, pero Aser ya estaba dándole la espalda.

—¡A la mierda la pickup! ¡Compraré otra! ¡Prefiero eso a tener que estar contigo! —gritó en lo que caminábamos hacia su coche.

—Aser, no tienes que arruinar…

—Megan… —Cerró los ojos y los apretó con tantas ganas que toda su frente se arrugó—. Un dato interesante sobre mí es que no suelo ir por el rumbo que me dictan los demás. Si tú dices azul y yo veo que no me conviene, voy a ir por el negro. Así que si quiero usar mi auto, iremos en mi auto. ¿Te parece bien?

No lo dijo con sarcasmo, pero sí me dio a entender que no era una persona manejable. No hacía lo que otros querían para complacer. Eso me pareció sexi, pero a la vez peligroso. Sin embargo, lo dejé pasar porque Jules nos rebasó como alma que se la llevaba el demonio.

Duramos alrededor de media hora en su auto. Creí que iríamos a la granja o dónde fuera que tenían a la vaca, pero me vi rodeada de un potrero amplio con subidas y bajadas, huecos, y tuvimos que esperar que alguien quitara del camino a otras vacas. Rodeamos algunas piedras, uno que otro árbol, y caminos empinados que rozaban la parte de abajo de la pickup.

Aser iba que sudaba humo. Tan enojado que durante todo el camino se mantuvo callado, con los puños apretando el volante y, cada vez que venía un bache, dejaba escapar un gruñido.

Cuando encontramos el todo terreno de Jules, había una multitud impidiendo que pudiera ver qué pasaba.

Los gritos de las personas y el mugido tan horrible de la vaca me dio escalofríos. Era una chica de ciudad. Lo más que había visto eran los caballos. Y la primera vez que veía a un animal de corral me causó una impresión enorme.

—Puedes quedarte aquí. Intentaré trasladar a la vaca al establo…

Me vi negando a su pedido. No sé si era la adrenalina, la curiosidad o que no quería estar sola, pero le pregunté:

—¿Puedo ver?

Eso ablandó su mal humor. Sonrió como si no esperase que dijera eso.

Entonces, enredó su mano en mi cabello, empujando mi cara para darme un beso caliente. De esos en los que los gemidos están desde el primer contacto. No fue suave, sino duro, con su lengua danzando en todos los recovecos de mi boca. Poseyendo mi alma a través del beso. Nadie jamás me había besado con esa clase de furor, como si no hubiera palabras que pudiera decirme y fundirse con mis labios era todo lo que podía hacer.

Así como empezó el beso lo terminó, de forma abrupta.

—No quiero que corras, preciosa. En serio —susurró, dándole un último mordisco a mi labio inferior para abrir la puerta del copiloto desde su asiento.

No lo entendí en ese momento, creí que hablaba del miedo que podría provocar la escena, pero él se refería a no escapar de él. Casi como una plegaria a que me mantuviera firme a su lado.

Cuando estábamos cerca del gentío, él empezó a gritar que necesitaba espacio. Al quitarse los curiosos —porque ninguno estaba haciendo más que murmurar— fue que vimos a la vaca.

Sus mugidos eran de pura agonía. Sus ojos estaban saltones y su respiración era dificultosa. La pobre tenía una soga amarrada que se perdía dentro de su vagina. No quise imaginarme cuánto dolería eso.

Aser se cabreó aún más, gruñendo que todo eso se pudo evitar si la vaca estuviera encerrada, con vigilancia y si el parto se hubiera adelantado.

Un tipo quiso decirle que él pensaba lo mismo, pero Jules lo mandó a callar. No miento, ella le dijo textualmente: cállate.

Aser se puso un guante enorme. Tan largo que parecía una bolsa de basura transparente, en vez de un guante de látex. Instruyó a los hombres a que sostuvieran a la vaca y metió su mano, de forma literal, dentro de la cavidad del pobre animal. A todo esto yo estaba con la boca abierta, mirando, sin poder creer que eso estaba pasando.

—Tiene una pezuña mal acomodada. Necesito echar al ternero hacia atrás y acomodar la cabeza porque tampoco está en su lugar… la posición de la pezuña está bloqueando la salida…

Soltó el amarre de la pezuña que se asomaba, le inyectó quién sabe qué cosa —después supe que era un antibiótico—, y volvió a meter su mano. Lo vi moverse de aquí para allá, pidiendo a los otros que presionaran la panza de la vaca, que hicieran esto y lo otro. Y te juro que nunca me había metido tanto en una escena como ese día.

Aser consiguió sacar la otra pezuña y exclamó un «sí» muy fuerte cuando consiguió poner la cabeza del animal donde debería. Entonces, pensé que sería todo, pero él murmuró que necesitaba un lugar donde mantenerla vigilada.

Él sol era sofocante y la humedad nos tenía a todos con los cabellos pegados a la nuca o la frente. Demasiado caliente para quedarnos allí.

Subieron al animal amarrado a un arnés a la parte de atrás de un vagón. Luego, se formó otra vez la corredera para llegar a los establos, donde pondrían a la vaca.

Iba mordiendo mi uña preocupada por el animal, teniendo la sensación de que cuando llegara ya estaría muerta.

Aser ya no iba molesto. El tema de Jules quedó en el olvido, incluso para mí.

Ya en la granja, Aser me comentó que el espacio era reducido y que no podría llegar a presenciar el nacimiento en primera fila, pero que podría quedarme cerca.

Me senté en un cuadro de heno, con los auriculares puestos porque la vaca mugía muy fuerte.

La gente andaba por ahí como si nada pasara. Quizá estaban acostumbrados al movimiento.

Yo tenía hambre y empezaba a tener dolor de cabeza. Pensé en detener a cualquier persona y preguntarle a dónde podría comprar algo de comer, pero antes de hacerlo, una chica se detuvo frente a mí.

Tenía el cabello castaño y una sonrisa amable.

—Tú debes ser Megan. El señor Kavanough me ha pedido que te lleve al comedor. Allí hay de todo un poco.

El señor Kavanough se escuchaba raro para mí. No tuve tiempo de preguntar cuando la chica ya estaba tomando mi mano para ayudarme a levantarme.

—¿Aser tardará?

Esperaba que no. Cuando el drama de la vaca empezó era la una de la tarde, y de eso habían pasado seis horas.

Él vino un rato después de que me senté sobre el heno.

—Preciosa, eso no es muy cómodo en pantalones cortos —advirtió, ladeando la cabeza.

La vaca todavía continuaba mugiendo en ese momento.

—¿Estará bien? —cuestioné, ignorando su comentario. Sí empezaba a picar un poco, pero no quería molestarlo con cosas tan tontas.

—Tardará. Es primeriza y con el ternero más grande, es cuestión de esperar. Si en unas horas no ha parido me tocará ayudar.

Se me arrugó la frente con el pensamiento.

—¿Ayudar cómo? —pregunté, sintiendo curiosidad. Era interesante y jamás lo creí posible.

—Jalar al ternero. Pero con cuidado.

—Eso le dolerá —me quejé, cerrando mis piernas ante la imagen que se formaba en mi mente.

—Sí. Pero a estas alturas no tenemos opción. —Besó mi frente con cariño, como si quisiera borrar la imagen de la vaca sufriendo. Fue tan tierno que nadie creería que un tipo de su tamaño fuese capaz de ser demostrativo—. No has desayunado ni almorzado, preciosa. ¿Quieres que pida algo para ti?

Negué, pensando que ni siquiera nos habíamos bañado. ¿Estaría olorosa a sexo? Eso me hizo sentir aún más cohibida.

—No tengo apetito —contesté, siendo honesta. Me sentía tan ansiosa por la vaca.

—Vendré cada que pueda. Pero deberías esperar en la sala de estar. No es bueno estar sentada allí con pantalones cortos.

Me dio un último beso mientras los que pasaban —en su mayoría hombres— nos daban miradas curiosas.

Volvió a aparecer una hora después, presionando para que buscara un lugar mejor. Mis muslos estaban rojos y picaba un tanto, pero era muy cobarde para quejarme. Aser mandó a pedir una mecedora de madera y unos cojines. Insistió en que comiera algo, pero negué otra vez, preguntando por la vaca. Aser no se veía muy esperanzado.

Y ahora era arrastrada por la chica.

—Creo que falta poco. Tú relájate, el señor Kavanough sabe lo que hace. Soy Megan, por cierto —contó con una sonrisa cómplice.

Me eché a reír de que ambas nos llamáramos igual.

—Megan, ¿qué está haciendo ella aquí? —cuestionó Jules, hablándole a la otra Megan.

Esta arrugó la nariz y miró a Jules como si estuviera frente a un saco de estiércol.

—El señor Kavanough me pidió que la llevara al comedor —contestó, pero rodeó a Jules para dejarla atrás.

—Ella no pertenece aquí. No está autorizada a…

—Yo lo autoricé. Tengo el mismo derecho que tú. Quizá hasta más, dado que sólo apareces por aquí cada par de semanas para exigir el ingreso mensual.

Aser estaba de pie a mi lado, viéndose listo para dar pelea. Una parte de mí detestaba no ser una chica conflictiva. Era muy mansa. De seguro Jules lo sabía y por eso se metía conmigo.

—La llevaré al comedor —explicó Megan cuando Aser hizo un asentimiento hacia ella.

Debí quedarme y defenderme. Pero no era buena en eso. Era un cerebrito que amaba las computadoras, las películas de superhéroes y ansiaba la paz mundial. Lo mío no era agarrarme a dime que te diré con otra persona, menos con una mujer.

—¡Ush! ¡Cómo me cae en la punta del dedo pequeño! —gruñó Megan, apretando más mi mano cuando los gritos de Aser se escucharon un par de pasos más allá.

Agaché la cabeza avergonzada porque todos me miraban. Sería el cotilleo de la granja. ¿Y quién era Jules para mandar en la vida de Aser?

—Es una metida. Antes ni se le veía por aquí. Desde que el señor Kavanough volvió parece una bendita sombra que sólo causa problemas…

—Deja de ser chismosa, Megan. La chica viene tan mortificada y tú ni por enterada —regañó un chico. Podría tener mi edad, quizá menos. Vestía como un auténtico vaquero, incluso con la bendita pajita en la boca—. Soy Michael. Hermano de esta descerebrada.

—Se llama Megan, como yo. ¿Ves? Mi nombre es bonito —farfulló hacia Michael mientras este estiraba la mano para estrechar la mía.

—No voy a discutir por eso. Ella es adoptada —explicó señalando a su hermana.

—No es cierto.

—¡Basta, los dos! —amonestó una mujer no mayor de los cuarenta y tantos. Tenía un gran parecido a los chicos—. Mike, ve y trae condimentos para el asado. Y tú, Meg, deja de meterte en los asuntos ajenos.

»Hola, cariño. Soy Bernadette. La madre de estos dos. Ven aquí. Debes estar hambrienta…

Antes de decirle que ya no tenía hambre, Aser entró al comedor.

Era una cosa enorme. Filas de mesas tipo picnic acaparaban gran parte del espacio. Todo perfectamente arreglado con vasos de metal y jarras que contenían agua. Manteles de plástico y envases de sal, pimienta, picante —posiblemente casero— y ketchup.

—A esta dama hermosa le daremos algo que contenga vegetales y, por favor, Meg, necesitas proteína —exigió, como si yo no supiera balancear mi dieta.

Bernadette le entregó una mirada extraña a Aser, pero él ni por enterado porque sus ojos estaban en mí.

—¿Cómo terminó todo?

El comedor no estaba cerca de las caballerizas y no se escuchaba el alboroto.

—Tuvimos que meter la mano y ayudar. Esperemos que no haya infección, y necesitamos cuidar de que no rechace a la ternera. Así que por el momento es una pequeña victoria —contó más tranquilo, lo que me hizo relajarme y perder los papeles al aplaudir con un yay muy infantil.

Aser se echó a reír y, con esa capacidad de anular mis sentidos, se acercó con calma para darme un beso pausado en los labios. Los primeros segundos estuve flotando por los aires, perdida en él, en sus movimientos. Pero luego recordé que no estábamos solos.

Me separé, susurrando—: Aser, tenemos compañía.

Él se echó a reír como si nada. Casi parecía el tipo que conocí en la cafetería. A veces se me olvidaba cómo entró en mi vida. Me pregunté si siempre había sido tan mujeriego y si esa era la razón por la que Jules lo odiaba.

—En el aeropuerto no te importó el público —comentó, besando mi sien.

—Sí. Pero allá nadie te decía señor Kavanough —me quejé, mirando a Megan y a Mike que fingían estar acomodando las mesas, pero estaban prestando atención a lo que Aser hacía.

Él suspiró como si se diera cuenta de que tenía razón. Debí mantenerme callada porque el semblante relajado y divertido se fue, dejándome a un Aser pensativo y serio. Cuando lo conocí parecía ser un tipo sencillo, que no se preocupaba por nada. Tan básico que me preguntó si estaba dispuesta a engañar a mi novio con él. Ese hombre no se parecía en nada a este. ¿Qué habría cambiado?

—Aún tenemos que hablar, preciosa. Pero me gustaría que comieras algo antes de irnos.

No quería comer. Como toda una niña inmadura y curiosa quería saltarme la comida para saber todo de Aser. Sin embargo, mi cuerpo era más sensato que yo cuando sentí mi estómago gruñir.

—Vale. Comeremos.

Me imaginé este segundo día a su lado paseando, teniendo sexo, bromeando, cualquier cosa, menos estar sentada en la parte de atrás de —otra vez lo mismo— el enorme chalet.

Sentía el burbujeo de la curiosidad y el miedo de no gustarme lo que diría peleándose por el primer puesto. Casi me preparé para escuchar que antes de conocerme era un asesino serial, que se escapó de la prisión y estaba reformado. Que bajo mis pies, en la grama bien cuidada, había cientos de cadáveres enterrados. Pero que no lo volvería a hacer porque, como dije, había cambiado.

Cada uno estaba con su cerveza en mano. Él, como un caballero, me preguntó si prefería un vaso. Cuando respondí que no, esbozó otra de esas sonrisas que me decía que le gustaba eso de mí. Cada día me era más fácil conocerlo. Aser era transparente: lo que sentía lo decía, lo que pensaba lo soltaba, lo que quería lo hacía. Era la primera persona tan básica, sencilla y, a la vez, tan compleja que había conocido.

—Cuando Sophie murió no lo tomé bien, Meg —contó, dejando escapar una sonrisa suave, una que gritaba vergüenza—. Quisiera decirte que lo enfrenté como un hombre de veintinueve años, maduro y centrado, pero no, eso no fue lo que pasó.

»Bebía mucho. Iba dando tumbos por la vida como si mi único propósito fuese morir de algo. No me importaba mucho de qué —reflexionó, arrugando su frente ante el pensamiento—. Pero sentía que mi vida ya no tenía sentido. Mis hijos pasaron al cuidado de mi hermana durante unas semanas.

»Un día, en una de mis borracheras épicas, tuve un sueño. La vi, Meg. La vi tan clara como te estoy viendo a ti. En el sueño sólo negaba. No dijo nada, pero así era con ella: no necesitaba palabras para saber lo que quería. Me costó un infierno dejar de buscar las respuestas en el fondo de la botella. Estuve en terapia por un tiempo porque tampoco era un adicto.

»No dedicaba mi vida a beber; cuidaba de los animales, dirigía la granja, esas cosas. Pero no soportaba llegar a esta casa y verla tan… vacía. Así que buscaba una botella y bebía hasta que me dormía en cualquier rincón. Al día siguiente era la misma rutina.

»Cuando quise recuperar mi vida Jules no me lo hizo fácil. Todo esto —Señaló hacia atrás con su pulgar, a la casa—, era de Sophie. Ella era la de dinero. Yo sólo era un chico muy inteligente, que le gustaba la medicina y los animales. Que ganó una beca y estudió para ser veterinario.

»Jules peleó con uñas y garras la herencia de Sophie. Apelando a que yo no era apto para cuidar a mis hijos y dirigir este lugar. Sin embargo, Patterson es un lugar muy leal a los suyos. Nos cuidamos entre nosotros. Ella sólo es una aparecida que viene cada verano y se va. Así que recibí mucha ayuda. Pude conservar mi herencia y aquí estoy.

Respiré hondo, pensando en que se escuchaba tan fácil: aquí estoy. Pero detrás de esa frase había mucho más que no me decía.

—¿Por qué sigue viniendo si esto es tuyo?

—La mitad de las tierras son suyas. Sophie no quiso disputas y dividió el terreno donde está la granja. Ella tiene derecho a decidir, al igual que yo.

—No lo veo tan…

—Jules y yo tuvimos sexo —me cortó. Así sin anestesia, advertencia, nada. Directo al punto—. No te lo digo porque quiera hacerme el macho con el que todas se quieren coger, sino porque es capaz de contártelo para que salgas corriendo.

»De todo lo que hice durante mi duelo, acostarme con ella es lo más bajo que pude llegar. —Se rio incrédulo—. Ni siquiera lo recuerdo. Estaba muy borracho. Sólo sé que en la mañana ella estaba desnuda a mi lado, mirándome como si hubiera ganado la gallinita de los huevos de oro. Cuando entré en pánico… Bueno, me terminó odiando aún más —agregó, con una risa divertida.

Yo me quedé callada. Pensando si debería reclamar o meterme la lengua donde tú sabes porque no era la santa tampoco.

—Mi vida cambió tanto cuando Sophie murió. A veces pienso que ella mantenía andando el desastre que yo era. Y cuando murió me quedé sin brújula, cagándola una y otra vez.

»Me prometí que no sería ese tipo de nuevo. Que me tomaría las cosas con calma porque mis hijos necesitaban un padre. Anduve en mi burbuja de follar de vez en cuando porque no estaba seguro de conocer a una persona que valiera la pena como para traerla aquí, a mi guarida de recuerdos agradables. Pero tú, Meg… —Volteó a verme, luciendo sorprendido y al mismo tiempo emocionado—, tú te metiste en mi camino. Y sé que soy un tipo viejo para ti. Que no estamos para jurar amor eterno ni creer en la basura de hilos invisibles. Pero aquí estamos. Y mientras dure no voy a echarme para atrás. ¿Sabes lo que digo?

Negué, enmudecida porque me sonaba a una declaración. Y tenía miedo porque como él lo dijo: era un tipo mayor para mí.

Colocó ambas manos sobre mis hombros, riendo despreocupado. Como si verme entrar en pánico no fuese nuevo para él.

—No te estoy pidiendo matrimonio, Meg. Solo digo que no eres cualquier chica que conocí y que me estoy follando. Pase lo que pase cuando sea hora de irte, lo voy a entender. Y seguirás teniendo un hueco en mis pensamientos.

Me abrazó, dejando un beso suave en mi cuello, causando escalofríos en todo mi ser. Volví a pensar en lo que viví en la mañana: aquella descarga capaz de poner mis pelos de punta. Quise preguntarle si le pasó lo mismo con Sophie. Si él también sentía que éramos como el enchufe y la corriente. Quise decirle que yo tenía miedo. A no ser suficiente, a no ser madura, a no saber cuándo era la hora de pelear.

Quise decirle que me tenía a sus pies. Y que si por mi fuera, me quedaría en ese pequeño pueblo a su lado. Porque no quería despertar de mi sueño. No quería que la vida real encontrara cómo joder lo que recién comenzaba. Pero la vida no perdona tiempo. Y tampoco es experta en dar tregua.

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