RILEY

La risa que le brota del pecho al escucharme, crispa hasta el último poro de mi piel. No puedo descifrar la naturaleza de ésta, sólo sé que su hilaridad es la propia de un psicópata. Me ofende. Su mofa irónica es un insulto a mi inteligencia y tengo que contener las ganas de abalanzarme sobre él, porque eso simplemente conseguiría empeorar las cosas.

Debo ser prudente. Ecuánime. Hacer uso del sentido común. En cualquier otra circunstancia no me detendría ni el mismo demonio. Sin embargo, si en mis planes está cerrar el ciclo, lo mejor es hacerlo en buenos términos.

Cuando era un niño no tuve un hogar adecuado, eso lo tengo muy presente. Soy la creación fehaciente de un soldado de guerra que, si su objetivo primordial hubiese sido el de educar a su hijo dentro de las normas morales mejor vistas por la sociedad, tendría que haber comenzado por enseñarle lo que es el respeto.

Pero no lo hizo.

Para mí era normal que las blasfemias entre mis padres conformasen el pan de cada día. Eran parte del menú en el desayuno, la comida y la cena.

O eso pensaba yo en mi inocencia.

Principios. Esos los he tenido que aprender al salir de la gran guardería. El tener que valerme por mí mismo en la llamada jungla citadina cuando pasé cuatro largos años en cautiverio, ha equivalido a dejar en libertad a un tigre en una granja llena de ovejas. Es lógico pensar que el tigre tiene que acabar engulléndolas una a una hasta que no le quede nada para alimentarse.

¿No es así?

Lo mismo ha pasado conmigo. Necesito sobrevivir.

He tenido que aprender sobre principios y valores en la escuela de la calle. Con mi familia la corrompida humanidad, en un hogar llamado Detroit.

¿Qué sería de éste mundo sin los malditos principios?

Exacto. Ya ni siquiera existiría.

La palabra «DESTRUIDO» ocuparía un enorme espacio en su «Status Quo».

— Debes estar de broma — Inquiere. Está incontrolable, eufórico. Seguramente ha recurrido a su terapia herbolaria antes de ir a dormir.

Tal vez esperaba un: ¡Claro, hermano! Es broma. ¡Sonríe y saluda a la cámara! Contrario a eso, mi boca se mantiene sellada y todo rastro de diversión, se borra de sus retorcidas facciones.

Se aclara la garganta tomando una larga bocanada de aire y los rasgos se le endurecen, al tiempo que aprieta la mandíbula.

— ¡¿Estás demente?! —grita. Tengo el ligero presentimiento de que no me será nada sencillo hacerlo entrar en razón — Esa rubia insípida ha llegado a tu vida solamente para joderte y jodernos a todos.

Puedo tolerarlo todo: ofensas, gritos. Pero que culpe a Miranda de mis decisiones y además de joderme la vida… No. Eso nunca.

Un calor generado desde el centro de mi pecho se esparce en grandes hiladas por cada rincón de mi cuerpo. El dolor provocado por los golpes recibidos desaparece, dejándome los miembros preparados para donar o quizás, recibir más de ellos. A esto me refiero con querer mandar todo al carajo, con querer cambiar de ambientes. Pues todo lo que me rodea es escoria. Inmunda y asquerosa escoria.

Resuella como un toro de Lidia. O quizás es mi resuello el que resuena potente, tornándose irreconocible hasta para mí mismo. Se aspira tensión, una tensión que si no fuese por la llegada de Steve, ya nos habría llevado a destruirnos entre nosotros.

—WOW… WOW… WOW. ¿Pero qué es lo que pasa aquí? —cuestiona mi amigo, instalándose a manera de barrera entre la mole frente a mí y yo.

Kurt se acerca sigiloso y Steve estira los brazos, colocando las palmas en la caja torácica de ambos. Es como un muro de contención que procura parar a dos camiones, yendo al límite de velocidad.

— ¡Anda, dile a tu amigo qué es lo que tu noviecita ha logrado meterte en la cabeza! — vocifera, lanzándome un golpe a la cara e importándole poco si éste llega a tocar a quien nada debe.

Lo esquivo.

—Eres un hijo de puta. ¡Deja de meter a Miranda en esto o no respondo! —amenazo, junto con la tentativa de alcanzar con mis uñas la sudadera que trae puesta. Pero Steve no me ayuda en lo más mínimo, continuando con la tarea de apaciguarnos.

— ¿¡Quieren callarse los dos!? —ahora es la voz de la valla humana la que exige silencio.

Elevo los brazos enseñando las palmas en son de paz, regresando hasta la encimera y parándome tras ella antes de perder los estribos por completo. En un momento de distracción de mi fiel compañero, emito una advertencia silenciosa a mi agresor señalándolo con el índice.

Si las miradas mataran ya estaría tres metros bajo tierra, sirviéndoles de alimento a los gusanos.

— ¿A qué se refiere Kurt? —pregunta. Parece el moderador en una de esas mesas de debate, en la que los políticos discuten sus contrarios puntos de vista durante las campañas electorales.

—A que ya no quiero esta vida —empiezo y él frunce el ceño, dudoso. Suspiro —. Voy a dejar de correr.

Al principio se muestra sorprendido, pues al igual que yo daba por hecho que acabaría siendo un corredor clandestino hasta el día de mi muerte. Es natural, han sido dos años de compartir triunfos y de ganar dinero fácil. Posteriormente, su mirar se vuelve comprensivo y una sonrisa condescendiente se le dibuja en los labios, como si le diera un gusto inmenso escucharme por fin decir algo como eso.

— ¿Ves? —agrega el ajiazul a su retaguardia —pues no se halla en la posición idónea para contemplarlo—, andando de un lado a otro y pasándose las manos reiterativamente por la extensión del cabello —Hasta él se da cuenta de que has perdido el control por un culo redondo y un par de buenas tetas. ¿¡Por qué no te la coges de una buena vez para que se te pase el capricho, dejes de pensar con la polla y comiences a usar el cerebro!? —Ese imbécil está tentando a la suerte, no para de lanzar serpientes y de mover las manos a tal velocidad mientras habla, que casi me es imposible verlas.

La encimera se hace pequeña.

Salto sobre ella pasando a un costado de Steve con la intensión de silenciar al retrasado mental que lleva como apellido Rixon. Y habría llegado a cumplir mi cometido si me hubiese aventurado antes, tan sólo un segundo, pues gracias a ese segundo que ha marcado la diferencia mi amigo tiene la oportunidad de suspender mis planes, formando un puño en la tela que me cubre la espalda.

—Tranquilo, Riley. No vale la pena —objeta para tranquilizarme — Y te equivocas, Kurt. Creo que por fin uno de nosotros está a punto de darle un giro importante a su existencia. Le ha encontrado sentido y yo lo apoyo. Tú deberías hacer lo mismo. Lo menos que le debes después de dos años de vivir a sus costillas, es comprensión. ¿No lo crees así?

Inhalo y exhalo pausadamente.

Es un alivio que alguien me entienda.

—Gracias, hermano —añado oprimiendo ligeramente su antebrazo derecho y él, suelta mi playera ofreciéndome el mismo gesto cálido.

—No saben la pereza que me dan. Debí imaginar que estaría solo en esto. ¿Quieres largarte y dejar a quien te tendió la mano cuando no tenías ni en qué caerte muerto? Adelante. Pero que sea ahora mismo. No te quiero bajo mi techo ni una noche más.

El drama no se hace esperar. Está furibundo, la rabia que experimenta no lo deja pensar con claridad y sin embargo, conociéndolo como lo conozco, aún me digo a mí mismo que le duele nuestra separación, aunque sé que lo único que hago es justificar su pésima reacción.

Desde que éramos unos niños ha estado acostumbrado a hacer lo que le place. Pero de alguna manera esperaba que eso hubiese cambiado y en realidad no es así. Kurt seguirá siendo el mismo por siempre.

— ¿Qué? ¡No puedes echarlo a la calle sin más ni más! —Se queja Steve, inconforme con la resolución tomada —Te recuerdo que no eres el único que ayuda con el alquiler. Riley siempre ha aportado y yo también. Así que mi opinión cuenta tanto como la tuya. No se irá hasta que encuentre un lugar para mudarse. Ha ganado el dinero suficiente como para vivir un largo tiempo sin preocupaciones. Dicho esto y en tanto eso pasa, no creo que su parte de la renta de este lugar sea un problema —sentencia dejando a Kurt sin réplica y dándole la espalda para enfocarme —. Ahora será mejor que vuelvas a la cama. El doctor dijo que tienes que guardar reposo una semana entera y debes acatar sus indicaciones si quieres reponerte pronto.

Lanzo el último vistazo al ojiazul, que aún me escruta desdeñoso atravesándome la piel con sus dagas celestes, antes de emprender la retirada. Tendré que apresurar la búsqueda de apartamento. Es un hecho que viviré en el averno antes de que sea capaz de tomar mis pertenencias y escapar de él, para no volver a verlo nunca más.

***

—Debí de haber dejado que Kurt te pusiera una paliza —puntualiza Steve, después de cerrar la puerta de mi habitación y de ayudarme a recostar.

Frunzo el ceño.

— ¿Por qué dices eso?

«¿Será que ahora él también se pondrá en mi contra?» Pienso, a la par que el dolor de mis costados se acentúa conforme pasa el efecto de la adrenalina por el coraje y la frustración, de no haber podido obligar a Kurt a retractarse de todos los comentarios desagradables que hizo.

— ¿Por qué no me habías dicho nada sobre tus planes? —Pregunta, alejándose con pasos largos y colocándose en la piesera de la cama — ¿Desde cuándo lo tenías decidido?

Rio quedamente, elevando las cejas.

— ¿Te das cuenta de que suenas como la novia engañada?

—No te rías. Yo te confié mi deseo de correr. De hecho, hace apenas unas cuantas horas que te lo conté. Antes que a Kurt, por cierto y tú…

— ¡Hey! — exclamo frenando su pronto. Ahora sí que está enojado —No te lo había dicho porque hasta hoy he pensado en hacerlo. La Fierecilla y yo conversamos sobre algunas cosas.

Sus facciones se suavizan en seguida, regresándole el semblante tranquilo y apacible que no cualquiera amedrenta o quebranta. Se sienta en el extremo del colchón, se quita la gorra que trae en la cabeza y comienza a rascarse la nuca a la vez que se le marca la línea media horizontal de la frente.

—Lo siento, hermano. Lo de dejar que Kurt te diera una golpiza, no iba en serio —dice a manera de disculpa.

Lanzo una de mis almohadas estrellándosela en la cara y esta va a dar al linóleo. La levanta y la abraza tal como lo haría un niño a su oso de felpa.

—Entonces, ¿la rubiecita sí tuvo que ver con esa idea tuya?

Paso saliva.

—Ella es la razón. Más no el autor intelectual.

— ¿Cómo es eso?

Pienso en el modo correcto de explicarle. De describirle lo que soy cuando estoy con ella. Decirle que he conocido diferentes versiones de mí.

El Riley que se encerraba en su habitación por horas imaginándose en un parque de diversiones destinado para él solo, cuando los gritos de sus padres lo llevaban hasta el punto de desear perder el sentido del oído con tal de no escucharlos discutir.

El Riley al que le bastaba con ver a los ojos a su padre, para ser intimidado y mojar los pantalones.

Al Riley al que le hubiese gustado cambiar de lugar con su madre y ser él quien recibiera los golpes que a ella le proveían.

El Riley homicida.

El Riley preso.

El Riley adicto.

El Riley mujeriego.

El corredor clandestino y…, ese que ahora ama como nunca imaginó amar a alguien.

Esa es la versión que prefiero. La del chico que se ha enamorado como un loco y que encontró en Miranda Kane, la razón para seguir existiendo.

—Es muy difícil de explicar, Steve. Solamente te diré que ella me da las fuerzas para querer ser diferente. Ser una buena persona. Alguien mejor. Con un propósito bien fundamentado. ¿Qué puedo ofrecerle con esto? ¿Dinero? Sí. Pero, ¿eso basta? Por supuesto que no. Una vez me dijo que soñaba con un tipo que le diera amor, que no le importaban en absoluto los lujos. Dijo que tan solo quería un hombre verdadero. Alguien que la cuidara, que estuviese dispuesto a luchar por salvaguardarla y, yo quiero ser ese sujeto. Quiero demostrarle que todavía no ha visto lo mejor de mí. Aunque para serte sincero, ni yo mismo lo he visto —aclaro, él se dedica a observarme atentamente y a aguardar a que acabe con mi discurso —. Voy a trabajar en ello. Voy a trabajar en crearme nuevamente y no me importa lo que Kurt opine, o si me considera un traidor.

Para cuando concluyo, él sigue con el cejo arrugado. No obstante, un atisbo de humedad se asoma en sus iris. Humedad que disimuladamente, limpia con el cuello de su camiseta.

—Al final no ha sido tan difícil explicármelo. ¿Verdad? —Dice, empeñándose en sonreír —No sabes cómo te envidio. Daría lo que fuera por encontrar a alguien que me alentara a cambiar y, entiendo a la perfección todo lo que te mueve ahora mismo.

Salvo por algunas aventuras, jamás he sabido que Steve se haya enamorado. Hemos sido los tres todo el tiempo. Viviendo como nos place, haciendo estupideces y en medio de toda clase de excesos. Corriendo, follando y bebiendo. Siempre lo mismo. A ninguno nos ha importado. Ninguno se ha preguntado qué opinión tienen los demás sobre la vida que hemos llevado. Hasta hoy, que una de esas tres vidas de lastres se ha dignado a dar una gran voltereta.

—Pero, ¿y tu pasión? ¿Qué pasará con eso? Las motocicletas son como tus vitaminas.

—Y lo serán siempre. Eso no cambiará. Algo habrá para mí allá afuera. Algo que no conlleve huir de patrullas. De eso no tengo la menor duda.

—Así se habla —me anima —. Tienes que prometerme que saldrás adelante. Que algún día correrás con los profesionales. Los mejores. En las grandes pistas y sobre todo, legalmente.

El peso de sus palabras hace que pregunte por el futuro, por lo que me espera de aquí en adelante. Recuerdo todo lo que he pasado para poder conseguir un empleo antes de subirme a una motocicleta, y me estremezco.

Los prejuicios son algo que envenena, que hostiga y que nos lleva directamente al fracaso, a enfrascarnos en vivencias que probablemente no nos merecemos. Aunque en ocasiones creamos que sí. Y aunque no pueda prometerle nada, al menos he dado el primer paso del proceso y dicen que eso es lo más arduo.

—Por lo pronto te prometo que te ayudaré a prepararte para tu debut —aseguro —. Eso es lo que haré antes de irme: enseñarte un poco de lo que sé.

El rostro se le ilumina, su postura se torna enérgica y satisfecha. Posteriormente lo escucho decir: —Será un honor para mí aprender del mejor

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