Dejo la mochila sobre el portaequipajes y me dejo caer sobre el asiento, con un suspiro. Más de trescientos kilómetros me separan de mi destino y el viaje, ni siquiera, ha comenzado.
Doscientos ochenta y siete kilómetros hasta Treinta y Tres, y treinta y ocho más hasta Patrulla. Más de cuatro horas atrapada en este asiento, con la cabeza a mil, llena de dudas y ansiedad.
¿Tendrán razón mis amigas? ¿Será que realmente estoy escapando del que siempre fue mi hogar? Mis chicos me necesitan. Pero…, ¿acaso no les hago más falta a los niños de esta lejana escuelita rural hacia la que me dirijo?
Un montón de preguntas se agolpan en mi cabeza. ¿Cómo será la escuela? ¿Qué clase de vida me espera? ¿Cómo será vivir en medio de la nada, en un pueblito que no alcanza a los doscientos cincuenta habitantes? ¿Habrá que madrugar mucho? ¿Tendré que aprender a andar a caballo?
La sola idea me hace reír. Ni siquiera sé bien cómo tratar a García y ya estoy pensando en comprar un caballo.
Probablemente, sea miedo a lo desconocido. Pero soy una chica de ciudad y, en verdad, no sé si podré adaptarme a una vida tan diferente. ¿Estaré tomando la decisión correcta?
No estoy segura. Lo que sí sé es que, cuando decidí ser maestra, juré ejercer en cualquier lugar donde se me necesitara. ¡Y vaya que Patrulla me necesita!
De pronto, una voz que no es la de mi conciencia, interrumpe mis cavilaciones:
– Señorita…, está ocupando mi asiento.
Lo que me faltaba. Un despistado.
– No lo creo.
– Tengo el asiento ocho. Es el que usted está ocupando.
Levanto la vista para observarlo. Es todo piernas, mide casi dos metros, delgado como un palillo y aspecto de no matar una mosca. Lo ignoro. Ya sé dará cuenta de su error él solito.
– Señorita…, ¿podría darme mi asiento?
– Este es mi asiento. Tal vez, le toque pasillo.
– No. – me extiende el brazo con su pasaje – Mi asiento es en ventanilla.
– Será el de atrás. Este asiento es mío.
– Creo que se equivoca.
Estoy cansada, tengo pereza, ya controlaron mi boleto y no tengo ganas de buscarlo entre mis cosas. Estoy segura de que estoy en el asiento correcto.
– ¿Por qué no se sienta a mi lado y santa paz?
– A mí me da igual dónde sentarme. Pero…, ¿qué asiento tiene usted?
– El ocho.
– Pero si le estoy mostrando que mi asiento es el ocho.
– Entonces se habrá equivocado de coche.
– O quizás usted.
– Ya fue controlado mi boleto.
– El mío también.
Los pasajeros que van abordando, al ver bloqueado su acceso al fondo del coche, nos observan con curiosidad.
– No pensará que lo voy a llevar a upa trescientos kilómetros, ¿no?
– Sólo le estoy pidiendo que verifique su asiento. Está ocupando el mío.
– ¿Nunca le dijeron que es usted un atrevido?
– Usted lo será.
– Perdón…, ¿cuál es el problema?
El guarda se nos acerca con lo que parece ser su mejor sonrisa, dispuesto a que el pasaje se acomode y el coche parta puntualmente.
El señor jirafón le enseña su billete, buscando una mano amiga que lo ayude.
– Disculpe, señorita. Efectivamente usted está ocupando el asiento del caballero.
– Mi asiento es el ocho.
– ¡No! El ocho es el mío.
– ¿Me permite su boleto, por favor?
Me pongo de pie, resoplando furiosa. ¡Vaya manera de comenzar el viaje!
Bajo mi mochila del portaequipajes y, bajo la atenta mirada de todo el mundo, busco y rebusco hasta que encuentro el famoso billete. Por la forma en que me miran parece que soy un incordio.
– Tenga. Tome. Asiento ocho, lo dice clarito.
– Disculpe usted. Pero su asiento es el número doce. Le pido, por favor, que libere este lugar y tome el que le pertenece.
¿Son ideas mías o Larguirucho me está sacando la lengua? ¡Será inmaduro! No. Yo no. Cualquiera comete un errorcito. Ocho, doce…, ¿qué más da?
– No se preocupe. No molestemos a esta dama cansada. Yo tomo el doce.
– ¿Está seguro?
– No hay problema. Seguro los dos tenemos un excelente viaje. ¡Muchas gracias!
– A ustedes.
Mi enemigo de asiento pone sus cosas en el portaequipajes y toma asiento en mi asiento. Acto seguido noto un sugestivo masaje a la altura de mis costillas. Me incorporo en el acto.
– Disculpe. ¿Se siente un poco inquieto?
– Es que tengo las piernas demasiado largas y no tengo mucho espacio aquí. Así que imaginará que en trescientos kilómetros tendré que moverme unas cuantas veces.
– Pero…
– Que disfrute su viaje, señorita. – me desea con sonrisa socarrona – A propósito…, soy Joaquín.
– Tanto gusto…
– ¿Y usted no va a presentarse? Después de todo acabo de cederle mi asiento.
– Si quiere se lo devuelvo.
– Faltaría más, señorita desconocida. Que tenga muy buenas noches.
Me vuelvo demudada. Trescientos y pico de kilómetros recibiendo de propina pataditas y rodillazos en costillas y riñones.
Que alguien me recuerde no viajar en esta empresa nunca más.
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